En la rocambolesca última jornada del congreso de Junts, reducido definitivamente a un apéndice instrumental de Carles Puigdemont, el prófugo ha sido elegido presidente de un partido que nunca ha dejado de dirigir de facto.
Esta es sólo la primera de las múltiples incongruencias que han jalonado el evento.
Porque el horizonte que Puigdemont ha establecido para Junts es el de reanimar el aletargado independentismo y ocupar la "centralidad". Es decir, aprovechar el descalabro de ERC para aglutinar el voto separatista y erigirse como partido hegemónico del nacionalismo catalán, al estilo de Convergencia.
Pero estas pretensiones de "transversalidad" y "apertura" contrastan con los raquíticos apoyos que ha recabado el ex president. Sólo ha votado en el congreso el 43% de la militancia del partido, lo que equivale a 2.830 personas. Por poner las cifras en contexto, en Cataluña hay 5.754.840 electores y más de ocho millones de habitantes.
Además, el congreso se ha celebrado en Calella, pero Puigdemont ha intervenido a través de un plasma desde Waterloo. Y, por ello, en el acto diseñado para aclamar al ex president casi todas las fotografías las han copado figuras como Jordi Turull, Miriam Nogueras o Artur Mas, mientras que la pantalla lateral con el rostro de Puigdemont ha quedado fuera de plano.
Y no acaban aquí las contradicciones.
Puigdemont ha sido reelegido como líder de Junts después de que en la campaña de las elecciones catalanas se comprometiera a abandonar la política si no lograba ser investido presidente de la Generalitat.
Por otro lado, el congreso ha coincidido con la efeméride del séptimo aniversario de la Declaración Unilateral de Independencia (DUI) por el Parlament de Cataluña, que Junts considera "vigente". Pero a la vez reconocen en la ponencia aprobada el sábado que han pasado a estar en minoría. Y que en el espacio independentista ha surgido una "precariedad ideológica que pone en evidencia la debilidad estructural que resulta de desvincular el movimiento independentista de las formaciones políticas".
Por no hablar de que Puigdemont ha presumido de renovación y de diseñar una nueva hoja de ruta para el nuevo ciclo político, al tiempo que Turull aclaraba que "sólo habrá tenido sentido el 1-O si lo convertimos en esperanza y conseguimos acabar el trabajo". Es decir, que Junts permanece atrapado en el bucle melancólico del 1 y el 27 de octubre de 2017, el momento álgido del independentismo catalán.
Aunque el absurdo más patente de los que ha dejado este domingo reside en la llamada del ex president a "pasar a la ofensiva" contra el "monopolio asfixiante de un solo partido en todas las instituciones". Pero ¿qué ofensiva puede dirigir Puigdemont contra el PSC y el PSOE, cuando es rehén de Pedro Sánchez?
Después de que el Tribunal Supremo le denegara la aplicación de la medida de gracia al no considerar amnistiable el delito de malversación, para poder retomar su singladura política en España Puigdemont ha quedado al albur del amparo que en un plazo indeterminado le conceda el Tribunal Constitucional. Un TC controlado por Sánchez.
De modo que esta invitación a recrudecer la "confrontación" con los socialistas y a "mantener en tensión al Estado" no pasa de una pura bravata. Lo cierto es que la capacidad de Puigdemont para hacer política es virtual hasta que pueda beneficiarse de la amnistía. Como virtual es todo el teatrillo que justifica la maquinaria personalista del prófugo, que ha hecho a su vez rehenes de su ridículo mesianismo.
Y si algo probó la contundente victoria de Salvador Illa el pasado 12 de mayo es que el incumplimiento de las promesas de autodeterminación asumidas por los líderes nacionalistas condujo a la fatiga y a la desmovilización de la base social del independentismo.
Que todo lo que Junts pueda ofrecer a día de hoy como proyecto político sea arrancarle un referéndum al Gobierno corrobora que Puigdemont sigue viviendo de esas promesas que (ahora menos que nunca) ni siquiera está en su mano cumplir.
Puede que, como ha argumentado el líder de Junts, el independentismo no haya quedado definitivamente enterrado. Pero sólo sobrevive en la forma de los liderazgos zombis del procés como el suyo, empeñados en mantener viva la ilusión —en su doble sentido— de la autodeterminación. Puigdemont y los suyos aún no han despertado de la "ensoñación" (como la calificó el Tribunal Supremo en la sentencia del procés) que fue la DUI.