Se cumple un mes de las inundaciones causadas por la DANA de Valencia, que arrasaron más de 70 municipios y provocaron la muerte de más de 220 personas.

Hasta ahora, un litigio competencial estéril y una refriega política improcedente han impedido aglutinar voluntades para examinar honestamente la cadena de errores que ha provocado la catástrofe más mortífera de la historia reciente de España.

Por eso, la trágica efeméride invita a sacar algunas conclusiones sobre los correctivos a incorporar para evitar que se repita en el futuro.

Lo más apremiante es completar la respuesta inmediata a la emergencia, para que las zonas devastadas puedan recobrar una relativa normalidad cuanto antes.

La Generalitat de Carlos Mazón reestructuró su equipo para depurar responsabilidades y nombró a un teniente general en una Vicepresidencia específica para el diseño de un plan de recuperación y la coordinación de estas labores en las zonas afectadas. Y ha comprometido 400 millones de euros en ayudas directas.

Desde el Gobierno central no se ha producido una asunción de responsabilidades análoga. Ni por parte de Teresa Ribera, que no dio explicaciones sobre la negligencia el día de las riadas de la Confederación Hidrográfica del Júcar. Ni por parte de Pedro Sánchez, que este miércoles evitó toda autocrítica en su comparecencia en el Congreso, al asegurar que "el Gobierno de España cumplió".

Pero, por otro lado, es cierto que Sánchez anunció un nuevo paquete de ayudas de 2.274 millones, y que su Consejo de Ministros ya ha aprobado tres decretos con ayudas por valor de 16.600 millones.

Este reconocimiento no está reñido con la conminación al Ejecutivo a agilizar el pago de las ayudas presupuestadas, que aún no se ha materializado. Así como a diseñarlas con más eficiencia: carece de toda lógica que el Gobierno vaya a recaudar en impuestos por la renovación del parque móvil una cuantía superior a la que entregará a los afectados.

En cualquier caso, el arco parlamentario al completo está obligado a suspender las enemistades parroquiales y pactar todas las medidas de reconstrucción con el Gobierno. Máxime cuando el cainismo entre los partidos ha acentuado la crisis reputacional que sufre una clase política que, de resistirse a movilizarse en torno a un proyecto común, seguirá ahondando en una desafección ciudadana de consecuencias imprevisibles.

Desde un sentido de unidad nacional, todos los actores implicados deben asumir la responsabilidad que les corresponde no sólo en las tareas de reconstrucción. También en la propiciación de acuerdos amplios que sirvan para mejorar los sistemas de prevención frente a catástrofes naturales y los servicios de protección civil.

La deficiente respuesta de los poderes públicos en las primeras horas de la tragedia obliga a perfeccionar la coordinación entre las Administraciones.

Pero las consecuencias de la DANA sirven igualmente de recordatorio de que, si bien el cambio climático agrava la magnitud de estos fenómenos meteorológicos y hay que atajarlo, la legislación medioambiental no puede estar orientada por un fundamentalismo ecológico que entorpezca las obras hidráulicas necesarias para reducir el riesgo en zonas inundables (cuyos planes de urbanismo también deberían revisarse). Es impostergable en este sentido acometer las tareas de acondicionamiento y drenaje cuya ejecución podría haber evitado las torrenteras mortales.

Los ciudadanos españoles, volcados en una solidaridad encomiable, han demostrado estar por encima de sus representantes. Redignificar la política pasa por no fallarles de nuevo.