El hombre que arrebató nuestras vidas
Caen las hojas del otoño sobre un Madrid grisáceo y húmedo y, en La Habana, Fidel abandona el mundo de los vivos. Yo no debería estar aquí: en realidad, sin los Castro en la Historia yo estaría en el Oriente cubano, de donde es toda mi familia. Pero Castro, el que ha muerto, la partió en trocitos y la diseminó por el mundo.
No se lo agradezco. Lo juzgará la Historia, sí, pero yo ya lo hice cuando vi el sufrimiento de mi abuela en un exilio madrileño helado y esforzadísimo que le partió aún más el alma que la familia, y eso que la suya era inmensa.
Cada mes, durante años, mi abuela enviaba la mitad de la paga de mi abuelo a sus hermanas caribeñas para medicinas
Recuerdo que cada mes, durante años, mi abuelo recogía su escasa paga mensual y ella enviaba la mitad a sus hermanas caribeñas, aunque con la parte que conservaban estuvieran todo menos holgados. "Es para medicinas", me decía, casi pidiendo perdón o, al menos, solicitando comprensión, "que allá no hay de nada".
No había nada entonces, a principios de los años 70, ni lo hay pasados los primeros tres lustros del siglo siguiente: en la isla solo hay cubanos que viven inventando cada día, sobreviviendo como pueden a un país que fue rico, esa gran perla, y que el régimen del muerto convirtió a los pocos años, y para siempre, en una cárcel.
Aunque siempre quise ir a conocer aquella isla misteriosa que rondaba mi vida a miles de kilómetros, no lo hice hasta hace relativamente poco: mi padre me pedía -me exigía, casi-, que no fuera a Cuba a darle "dólares a Fidel".
En el dolor de mi familia, que fue castrista como lo fue casi todo el mundo antes del 59, había más tristeza que rabia
El dolor de mi familia, que fue castrista como lo fue casi todo el mundo antes del 59, era, siempre lo fue, evidente. Pero había más de tristeza que de rabia. Más de pesar por la separación del hermano, de los hijos, que de odio hacia los que la habían generado.
Al final, claro, no pude resistir esa tentación tanto tiempo inhibida y fui a mi otro país, porque lo era desde todos los puntos de vista. Cuando llegué a Guantánamo después de atravesar la isla en coche me invadió un sentimiento de agradecimiento colosal hacia mis padres por salir de allí y evitar que mi vida se desarrollara allí: aquello era, efectivamente, una cárcel, y hablo de la ciudad, no del recinto norteamericano. Una cárcel intelectual, física y emocional. La cárcel de Castro.
No puede ser bueno alegrarse de la muerte de alguien, aunque se trate de uno de los peores dictadores de la historia
De Hawai a León, de Luanda a Miami, en Washington, en Colorado, en Italia, en Suiza, en Madrid, mi familia vive hoy el día con la nostalgia de lo que no sucedió a tiempo; con la sensación de que no puede ser bueno alegrarse de la muerte de alguien, aunque se trate de uno de los peores dictadores de la historia. Con la mirada en la mirada de los que ya no están, como mi madre, quien, a pesar de huir de su país con 20 años nunca pudo volver. Nunca.
Muchos cubanos simplemente querían vivir lo suficiente para ver caer al dictador, al tipo que les arrebató sus vidas, el hombre que las trazó diferentes. Muchos, claro, ante la longevidad del comandante, no lo lograron. Para muchos de ellos, que perdían la vida, ésa era una pérdida adicional.
Mi padre siempre dijo que él no se habría ido de Cuba; que era feliz allí, que era un cubano más. Si no llega a convertirse en irrespirable el aire caribeño allí estaría yo hoy escribiendo, seguro, algo muy diferente.
Ahora, enfrentado ya a la eternidad, será La Historia de verdad, la de la ecuanimidad y la justicia, la que juzgará a Castro
"La Historia me absolverá", escribió Fidel en su alegato de autodefensa por los asaltos a los cuarteles de Moncada y Carlos Manuel de Céspedes en 1953. Seis años después, él y los demás barbudos cambiaron la historia del país, y crearon uno -el suyo, porque era de ellos- que sí les absolvió. Pero ahora, enfrentado ya a la eternidad, será La Historia de verdad, la de la ecuanimidad y la justicia, la que juzgará a Castro. Pero no servirá de nada: él murió feliz en su cárcel; y yo, cuando vi el rostro de mi abuela -aún lo veo-, que cada mes enviaba también sus lágrimas, ya lo hice.
***Ángel Fermoselle es columnista de EL ESPAÑOL y descendiente de cubanos represaliados por el castrismo.