Esperanza Aguirre tiene que irse ya. Su último servicio debería ser renunciar a su acta de concejal en el Ayuntamiento de la capital de España, entonar el mea culpa, pedir perdón, una y mil veces perdón, y desaparecer de la vida política española. El grado de podredumbre que la rodeó durante toda su trayectoria como presidenta de la Comunidad de Madrid y del PP de la región no le deja más salida que la rendición absoluta, la entrega de las armas y la salida por la puerta de atrás. No cabe otra. No puede seguir en activo, no debe seguir en activo. Ignacio González ha marcado su punto final.
Decir que lo lamenta ya no es suficiente, escudarse como otra veces en pedir perdón, o mil veces perdón, únicamente será aceptable si va acompañado de la renuncia inmediata; decir que no sabía nada de nada conllevaría una ignorancia tal que automáticamente la inhabilita para el ejercicio de la política. No hay excusa que le sirva de coartada para seguir anclada en ningún cargo político. La lideresa ha llegado al final de la escapada.
Esperanza Aguirre fue durante nueve años (2003-2012) presidenta de Madrid y siempre tuvo a su derecha a Ignacio González como vicepresidente. También fue durante 12 años (2004-2016) máxima responsable del Partido Popular en la región y en cinco de esos años (2011-2016) tuvo a González como secretario general; en los siete años anteriores (2004-2011) este puesto estuvo ocupado por Francisco Granados, en prisión desde octubre de 2014, acusado de corrupción generalizada. Además, durante todo el periodo de Aguirre en el escalafón más alto del PP de Madrid, González fue el amo y señor de las listas electorales y los nombramientos en la comunidad.
No, no se trata de que un par de simples colaboradores le hayan salido ranas; estamos hablando de su mano derecha y su mano izquierda; uno de ellos, el ahora detenido, fue, además de vicepresidente, portavoz del Gobierno autonómico y responsable en determinados periodos de la carteras de Presidencia -que lleva aparejado el control absoluto del Canal de Isabel II- , Cultura y Deportes. Su mano izquierda, Granados, fue consejero de Transportes, de Justicia y de Interior. Uno y otro ocuparon siempre puestos relevantes en el organigrama de Aguirre.
No, no son dos ranas; en caso de ser algo serían un par de tiburones que bajo el amparo de la superioridad se movieron a su antojo y convirtieron la coartada del servicio al ciudadano en una sucia carrera para esquilmar arcas públicas y privadas. Hicieron lo que quisieron y quien tuvo que ejercer el control necesario o no se enteró o miró para otro lado.
Si Aguirre no lo sabía o no lo quiso saber es sin duda una de las grandes incógnitas que queda por resolver. Miembros de la dirección nacional del Partido Popular no se recatan a la hora de asegurar que fue alertada en numerosas ocasiones de las tropelías de González, especialmente, y de Granados. Pero ella siempre hizo caso omiso, sobretodo cuando se referían a su vicepresidente y mano derechísima.
No es Ignacio González el primer colaborador que Esperanza protege incluso más allá de toda lógica. Alberto López Viejo le sirvió bien y a cambio la jefa lo lanzó al estrellato cuando una parte importante de la prensa y de su propio partido le avisó que no era trigo limpio. Primero, para abrir boca, lo hizo viceconsejero de Presidencia (2004-2007) y posteriormente consejero de Deportes (2007-2009) hasta que el caso Gürtel le cayó encima y fue destituido. En la actualidad, está acusado de cobrar comisiones de Correa a través de una cuenta en Suiza y la Fiscalía pide para él 46 años de cárcel.
“Esperanza es así”, escribí en EL MUNDO en 2004 cuando la entonces presidenta de la Comunidad se empeñó a toda costa en hacerle viceconsejero: “Prepotente y absolutista. Mandona y algo chula”. Y sigue. Aguirre podrá encadenarse al sillón, o incluso a la verja del Ayuntamiento de Madrid pero su final está ya escrito y nadie la devolverá a otro camino que no sea el de salida.
Adiós Esperanza, adiós.