Seré breve. Llevo viéndomelas con un cáncer desde octubre de 2016; el segundo en los 44 años que cumpliré el próximo julio. En mayo me dieron la buenísima noticia de que estaba curado. Y ahora, mientras escribo estas líneas desde la planta de Hematología del Hospital La Fe de Valencia, me están completando un tratamiento que para mí es magia y casi esa ciencia ficción que la leyenda, hace unos años, situaba al alcance de unos pocos elegidos como Keith Richards.
Aunque la verdad es que es una realidad que ofrece la sanidad pública de nuestro país, modélica a nivel mundial y gratis para todos, pese a los continuos recortes a los que se enfrenta por parte de ese Gobierno del PP que es el protagonista de la tercera moción de censura de nuestra historia reciente. Pero no quiero hablar de esa moción de censura, sino de otra(s). Tantas.
Podríamos empezar por la realizada a Amancio Ortega tras donar 320 millones de euros para equipos oncológicos. El otro día me despedí en los pasillos de la madre de un chaval de 17 años al que le daban el alta. Se iban una semana a la playa. ¿De vacaciones? No, de despedida.
Después de seis líneas de tratamiento diferentes, sin éxito, el propio crío, con una entereza y madurez apabullantes, habló claro con su oncólogo y si no había solución prefería disfrutar de los suyos el tiempo que le quedase -dos, tres meses-, a salvo de quimioterapias capaces de derribar la moral y resistencia de un ejército espartano. ¿Le hablamos a esa madre de la necesidad de que haya “cauces claros y transparentes” en la naturaleza de esa donación? ¿O mejor se lo explicamos al chaval? Quizá, también, podríamos contárselo a otro compi de batalla que acaba de cumplir los 15 años.
Qué más da. Si no es esa moción será la del cartel ganador de la Feria del Libro de Zamora, en el que se veía un culo femenino (o tal vez masculino, nunca lo sabremos porque estaba de espaldas). Un trabajo que podría ser punible por hortera, pero, ¿por otra cosa?
O la llamada al boicot del espectáculo del cómico alicantino Jorge Cremades, humorista que hay que prohibir porque a los libertadores que defienden el progreso no les gusta.
O el anuncio de una conocida cerveza que indigna a músicos porque habla de una banda que da conciertos a cambio de botellines, como si la ficción -aún basada en el anecdotario- sólo pudiese ser real.
O el artículo sobre millennials, que anacrónico o no, tal vez señalaba lo que precisamente puso en pie de guerra a los nacidos entre 1980 y 2000. Los de 2001 no podían protestar.
Incluso este mismo artículo, que como está escrito en un medio de Pedro J. huele a camarilla. Todos conspirando en contra del progreso, como si la pluralidad de voces ya no formase parte de un nuevo mundo que sólo se entiende en blanco y negro.
Parece que tenemos la virtud de convertir cualquier tragedia en una parodia.
Pero para qué discutir. Llevo desde que me diagnosticaron sin participar de la actualidad más que de miranda, un buen ejercicio de reflexión y prudencia que recomendaría a más de 45 millones de personas. Es tan asombroso como salir un día de farra y copas, de barra en barra, sin beber una gota de alcohol ni ingerir ningún tóxico recreativo. Más de uno se vería en un espejo cuya imagen, sin deformar, le provocaría pesadillas.