1. ¿Qué hacemos con ese 40-45% de la población catalana que ya se creía independiente y que ahora se resistirá a volver a la normalidad democrática y constitucional?

Sus caras el martes por la noche dieron la vuelta al mundo. Y digo caras, en plural, porque fueron dos. La que pusieron cuando Puigdemont asumió los resultados del referéndum del 1 de octubre y la que se les quedó pocos segundos después, cuando el mismo Puigdemont suspendió con una fórmula retórica rocambolesca la declaración de independencia. Sólo había que escuchar y leer lo que los Soler, Baños, Moliner, Graupera, Castro, Dédeu, Vila, Carracelas y demás partidarios del ni-un-paso-atrás dijeron y escribieron al día siguiente para adivinar que el golpe fue demoledor. La vuelta a la realidad no le va a resultar cómoda a ninguno de ellos.

Hoy domingo, nadie sabe si Cataluña es independiente, dependiente, asumida, suspendida o ninguna de las respuestas anteriores. El independentismo, eso sí, sospecha que todavía no lo es (independiente). Y, lo que es aún más deprimente para ellos, que jamás lo será. Pero son dos millones de ciudadanos y no se van a disolver en el éter dentro de una semana, ni de un mes, ni de un año.

El relato independentista, además, sigue en pie gracias al dominio de las técnicas publicitarias modernas de sus narradores y a un manejo mucho más hábil de la manipulación emocional y de los mitos románticos que el de sus contrincantes.

Mientras, el Gobierno central sigue anclado en el terreno comunicativo en el siglo XIX y continúa transmitiendo su mensaje como quien lee en voz alta el BOE. No parece que en ese aspecto en concreto nada vaya a cambiar demasiado. 

Así que ¿alguien tiene un plan para devolver al consenso democrático a ese 40-45% de catalanes independentistas? ¿O a ese 20-25% extra que vota a Ada Colau y al PSC y que, si no es abiertamente independentista, sí es desacomplejadamente antiespañol? ¿O fingimos que no existen y dejamos que el conflicto se lo coman, de nuevo y durante dos o tres décadas más, los catalanes no nacionalistas?

2. Y a raíz de lo anterior, ¿qué hacemos con los catalanes no nacionalistas?

Son los grandes derrotados del proceso. Y la reforma constitucional anunciada por PP y PSOE no ha hecho más que incrementar las sospechas de que ellos serán los sacrificados en el sagrado altar del pactismo. ¿Qué tienen planeado concederle los dos principales partidos españoles al nacionalismo catalán? Y, lo que es más interesante aún, ¿a costa de quién?

La masiva manifestación del 8 de octubre en Barcelona fue una inyección de moral. Pero es irreal pedir que ese nivel de movilización se mantenga en el tiempo. “¿Si los independentistas pueden, por qué los constitucionalistas no?”, se preguntan muchos en el resto de España. Muy sencillo. Porque las grandes movilizaciones y campañas de imagen del independentismo han sido diseñadas, impulsadas, financiadas y amparadas por un Gobierno (y una policía) que ha hecho desde el primer día lo que tenía que hacer para la consecución de sus fines. Otra cosa es que, como bien decía Iñaki Gabilondo hace unos días, el independentismo se haya ahogado a un metro de la orilla.

Al otro lado del campo de batalla, el Gobierno español le ha dado la espalda a las tropas enemigas y ha abandonado a su suerte a los catalanes no nacionalistas mientras que el PSOE, aquel que se sacó de la manga un Estatuto que nadie pedía en 2006, ha legitimado políticamente las más delirantes reivindicaciones nacionalistas a través del PSC.

A los catalanes no nacionalistas, en definitiva, no puede de ninguna manera pedírseles que se enfrenten a pelo a los muy bien financiados independentistas. Pero pedirles que se enfrenten no sólo a los independentistas en la calle, sino también al Gobierno catalán, al Gobierno central, al PP, al PSOE, a Ada Colau y a Podemos al mismo tiempo entra dentro de la definición de “sadismo”. Los catalanes no nacionalistas somos quijotescos pero no tanto. 

3. ¿Qué hacemos con la ultraderecha?

La ultraderecha en España ha sido durante los últimos veinte años un engendro minoritario, por no decir anecdótico, carente de la más mínima influencia política y social y sin presencia en parlamentos autonómicos, municipales ni, por supuesto, en el Congreso de los Diputados. Y eso porque los marginales, los extremistas y los antisistema que en otros países europeos han alimentado las filas de la ultraderecha se han decantado aquí por el populismo de Podemos, la CUP, Bildu, ETA-Batasuna en su momento, y demás partidos de la extrema izquierda regresiva.

Pero sería absurdo negar que en España quedan hoy unos cuantos miles de irreductibles que parecen haber encontrado en el proceso soberanista la excusa ideal para sacar a pasear al pollo vista la pasividad del Gobierno a la hora de hacerles frente. Quizá va siendo hora de ilegalizar en España, como hacen otros países perfectamente democráticos de nuestro entorno, a los partidos de odio y a aquellos que defienden la demolición del sistema democrático o la ruptura del Estado. ¿Acaso no quieren reformar la Constitución PP y PSOE? Pues ahí tienen un buen punto de partida. Ver a la CUP rechazar la ley que ilegalizaría a Falange Española de las JONS y a Democracia Nacional por miedo a ser incluidos en el mismo saco no tendría precio.

4. ¿Qué hacemos con la endemoniada aritmética electoral que se está gestando en Cataluña?

La encuesta publicada en EL ESPAÑOL el martes pasado confirma lo que parecen indicar otras encuestas similares: el independentismo perderá la mayoría absoluta en el Parlamento catalán pero sin que al otro lado se intuya una mayoría consistente e ideológicamente coherente. Ciudadanos se mantiene como líder de la oposición, pero la posibilidad de que Inés Arrimadas logre el apoyo simultáneo del PP, del PSC y de Catalunya sí que es pot, es decir de Ada Colau, es ciencia ficción a día de hoy.

Mucho más probable parece un tripartito de ERC, Catalunya sí que es pot y el PSC, probablemente la peor combinación posible para los intereses del Gobierno en estos momentos. Porque el PSC legitimaría todas las demandas que hiciera ERC respecto a la reforma de la Constitución y Cataluña se convertiría en la nave nodriza de la izquierda populista en España. Una izquierda populista que, habiendo visto fracasar el proceso secesionista, se dedicaría con entusiasmo a la demolición del consenso constitucional en España.

Y con muchas más probabilidades de éxito. Lo que ha frenado el independentismo en última instancia han sido los intereses personales de sus promotores, la falta de apoyos internacionales, la huida de empresas catalanas a Madrid u otras comunidades españolas, la caída de las ventas en el resto de España y la debacle de las reservas turísticas. Pero, ¿qué se juega la izquierda catalana si apoya la enmienda a la totalidad que Podemos pretende presentar de la mano del PSOE de Pedro Sánchez al régimen del 78? A Cataluña ese embate le sale gratis.





Y eso sí debería ser motivo de preocupación para Rajoy. Sobre todo teniendo en cuenta que fue precisamente otro tripartito el que inició la actual deriva independentista sacándose de la manga un Estatuto, el de 2006, y creando una necesidad para un producto que prácticamente nadie pedía en ese momento.

5. ¿Qué hacemos con los líderes del proceso?

El director general de Patrimonio de la Generalidad catalana, Francesc Sutrias, fue uno de los catorce arrestados el pasado 20 de septiembre durante la primera, y de momento única, operación policial que se ha llevado a cabo contra los organizadores del referéndum ilegal. Después de ser liberado, Sutrias habló por teléfono con Joan Manuel Tresserras, uno de los estrategas de ERC. “Fue muy interesante vivir un par de días como detenido en una caserna de la Guardia Civil para entender la lógica profunda del Estado”, le dijo. Y también, en referencia a los agentes de la Guardia Civil que le detuvieron: “Son el 99,9% periódico de encefalograma plano”. Lo explica el diario ABC aquí.

Es probable que la prepotencia con la que habla Sutrias de su detención sea sólo una machada de vaso de tubo y codo en barra. Pero lo cierto es que la convicción en Cataluña es la de que, acabe como acabe el órdago independentista, ninguno de sus principales responsables será juzgado por rebelión o sedición y la de que, en caso de que haya condenas, estas serán leves y no implicarán la entrada en prisión. La comparecencia mañana en la Audiencia Nacional de Trapero, Sànchez y Cuixart (el Mayor de los Mossos d’Esquadra y los presidentes de la ANC y de Òmnium), cumplido el plazo para que Puigdemont dé una respuesta a Rajoy, marcará la pauta al respecto.

Si, como aventuran los más pesimistas, Rajoy tiene pensado esquivar el procesamiento de los líderes del proceso independentista, la autoridad del Estado quedará mellada para varias generaciones y buena suerte con futuros órdagos que puedan plantearse en el País Vasco, o en Baleares, o entre colectivos de inmigrantes fuertemente cohesionados por una ideología totalitaria.

De hecho, esa autoridad ya ha quedado seriamente dañada cuando frente a delitos flagrantes como los de sedición y rebelión, declaración de independencia incluida, el Estado no ha respondido con la aplicación del Código Penal, sino con una medida política como es el artículo 155 de la Constitución. Un artículo cuya aplicación habría tenido justificación en un momento muy anterior del proceso independentista pero que ahora parece más una manera de evitar la aplicación del Código Penal.





Como dice Enrique García-Máiquez, además, en este artículo del Diario de Cádiz, “esa necesidad exagerada de Rajoy de actuar con el consenso de los otros partidos debilita sus razones jurídicas, políticas e, incluso, morales. Teniendo mayoría suficiente, tendría que actuar en base a su puesto de presidente del Gobierno de España, y con la soledad y la responsabilidad inherentes al cargo. Esperando tanto a los demás, parece que su fuerza emana del consenso, y no de la ley y la Constitución”. García-Máiquez, en definitiva, está llamando “socialdemócrata” a Mariano Rajoy. Y un presidente socialdemócrata con complejos a la hora de aplicar la ley es lo que menos necesitamos los españoles en este preciso instante.

A fin de cuentas, nadie está pidiendo tanques, sino apenas una brizna de seguridad jurídica.