En 1855, Emily Dickinson, la famosa poetisa recluida, le mandó un poema a su cuñada.
Hay una soledad del espacio
Una soledad del mar
Una soledad de la muerte, y estas
Parecen, no obstante, compañía
Comparadas con ese más profundo lugar
La intimidad polar
De un alma abierta a sí misma
—Infinitud finita.
Un siglo y medio más tarde, vivimos en un mundo donde los dos primeros tipos de soledad — la del espacio y la del mar — están cerca de la extinción. Incluso si nos adentramos en el desierto o nos alejamos en el océano, debemos resignarnos a la idea de que alguien podría estar observándonos, vía satélite o dron. Estamos bajo observación durante gran parte de nuestra vida. Sucede mientras realizamos nuestras actividades diarias, en los espacios altamente vigilados de las ciudades modernas, mientras llevamos encima esos rastreadores presentados de manera tan seductora que, curiosamente, aún llamamos “teléfonos.”
¿Qué es la privacidad? No se trata únicamente de una preferencia ocasional por la soledad. Es la capacidad de ocultar cosas: partes de nuestro cuerpo, aspectos de nuestra vida. La privacidad es mucho más que la soledad y no es exclusivamente visual. Recorremos el mundo dejando nubes de metainformación a nuestro paso. Y, con las nuevas y asequibles herramientas que tenemos a nuestra disposición para guardarla y procesarla, se destapan fotos de nuestras intimidades que no solo son descriptivas sino también predictivas y que muestran como nos comportaremos en determinadas circunstancias.
Llegados a este punto, nuestras esperanzas de privacidad caerán hasta cero y, con ellas, nuestra cada vez más menguante habilidad de resistir ante los poderes establecidos
Dentro de unos pocos años, la intensidad de la vigilancia crecerá de manera desmesurada. Un grupo de investigadores de la Universidad de Stuttgart describió recientemente una tecnología para la obtención de datos, llamada “polvo inteligente”, que utiliza lentes del tamaño de un grano de sal de mesa, que es capaz de captar imágenes con precisión y que podría fabricarse de forma rápida y barata utilizando impresoras 3D que ya están en el mercado. ¡Imaginen pequeñas cámaras inyectadas en el cerebro para detectar tumores! ¡Sería maravilloso! Y ahora imaginen los efectos de que toda nuestra vida social y política esté bajo una vigilancia ubicua, interconectada y casi invisible.
Se haría utilizando unas herramientas lo suficientemente baratas como para permitir que estos artefactos se fabriquen en cantidades inimaginablemente enormes. Y, así, los espías y policías secretos del mundo podrán esparcir sus ojos igual que un granjero siembra sus semillas. Llegados a este punto, nuestras esperanzas de privacidad caerán hasta cero y, con ellas, nuestra cada vez más menguante habilidad de resistir ante los poderes establecidos, sea cual sea su cariz político.
Digamos que tengo un arma y vivo en una zona de alta criminalidad. Recientemente compré luces de exterior para mi casa. Desde luego, me da miedo que me entren a robar. Mi anuncio empieza con una figura en la sombra, una linterna recorriendo las caras de unos niños que duermen. El anuncio de mi vecino es completamente diferente.
Cuando uno es, al menos potencialmente, observado todo el tiempo, cualquier forma de autoexpresión es también una revelación, el tell de un jugador de cartas. Esta ubicua vigilancia visual nos llevará, por supuesto, a refugiarnos en nuestro interior, en el reino de lo inexpresado, en el “más profundo lugar” de la privacidad, del “alma abierta a sí misma.”
Aunque el lenguaje de Dickinson sea espiritual, describe un estado que las personas no religiosas también pueden reconocer. Tenemos la esperanza de, antes de adentrarnos en el mundo social, poder ocupar un espacio interior y privado en el que experimentar y contemplar, un espacio libre del juicio de los demás. Este espacio interior es, por su propia naturaleza, tanto utópico como transgresivo. Sobre él descansan nuestras ideas de libertad, elección y responsabilidad moral.
Parece probable que nuestra conciencia de nosotros mismos se vea transformada por la erosión de la privacidad
Durante una generación más o menos, hemos fantaseado con la posibilidad de ser posthumanos. ¿Qué aspecto tendría nuestra evolución? ¿En qué nos estamos convirtiendo? Cuando pensamos en nuestros sucesores nos imaginamos a unos individuos soberanos que, de algún modo, son más poderosos que nosotros, y tienen un conocimiento de sí mismos más intenso, más lujoso. El superhombre, el genio extropiano, la nueva ola.
Sin embargo, estamos haciendo del mundo un lugar en el que esta posibilidad parece cada vez más remota, al menos para la mayoría de nosotros. Es posible que una pequeña élite que se pueda permitir pagar por su privacidad consiga tener poderes aumentados y una interioridad expansiva. Pero la mayoría de la gente se encontrará viviendo una vida mucho más silenciada y delimitada.
Parece probable que nuestra conciencia de nosotros mismos se vea transformada por la erosión de la privacidad, pero es que también se está viendo afectada por la erosión del mundo social del trabajo y las identidades humanas que vienen con él. La automatización está a punto de acabar con los medios de subsistencia de muchos tipos de trabajadores, desde los conductores de taxi hasta los banqueros de inversión. Está invadiendo muchos de los dominios de lo “humano,” como los de la competencia, los oficios e incluso el arte. Una bajada de los costes de las nóminas supone mayores beneficios y las compañías privadas no están obligadas a garantizar una participación plena en el mercado laboral.
La llegada de la tan anunciada “Sociedad del Ocio” se parece menos a un fin de semana de siete días que a un masivo almacenamiento humano. Nos definimos a través de nuestros roles sociales. Somos socializados para ser útiles, para ser participativos, para mantener un estado de alta productividad. Nuestros políticos, ansiosos por reducir el coste de la seguridad social, nos machacan con la idea de que la ociosidad es un gran pecado. Pero, para muchos, la ociosidad será algo impuesto que, además, vendrá acompañado de la vergüenza de ser observados y tratados como pecadores; porque, excluidos de la vida económica, los ociosos siempre son los ciudadanos más molestos, y los que, históricamente, han sido sujetos a una vigilancia más intensa.
El término posthumanidad es demasiado grandilocuente para lo que se divisa en el horizonte. De lo que estamos hablando en realidad es de poder, de una reorganización económica que está impulsando la riqueza hacia arriba, no de la evolución de una especie para adquirir la forma de una red similar a la de los Borgs. Mostrar un anhelo nostálgico por los días dorados de la humanidad quizá nos permita adoptar una pose melancólica pero servirá de poco a la hora de detener los vastos procesos que están impulsando estos cambios. Lo que de verdad necesitamos es imaginar una política que todavía le dé valor a la vida privada y nuevas formas de pertenencia que no giren en torno al trabajo.
*** Hari Kunzru es el autor de El Impresionista, Dioses sin hombres y, más recientemente, Lágrimas blancas