“Sé por experiencia propia que es muy distinto oír cómo se hace justicia que hacerla uno mismo” (André Gide. No juzguéis).
Todo arrancó el pasado 26 de abril, cuando tras 9 sesiones de juicio “a puerta cerrada” y 2 en audiencia pública, celebradas en el mes de noviembre de 2017 y después de cinco meses de deliberaciones, el presidente de la Sección Segunda de la Audiencia Provincial de Navarra hizo público el fallo de la sentencia 38/2018, de 20 de marzo, dictada en el sumario 426/2016 del Juzgado de Instrucción número 4 de Pamplona. También del voto formulado por el magistrado disidente. Este trámite duró 16 minutos escasos. Acto seguido, la sentencia, de 370 folios, de los cuales 237 corresponden al voto particular, fue notificada al Ministerio Fiscal y al resto de las partes personadas en la causa. A la media hora empezaron a caer las primeras críticas a la sentencia, seguidas de un vendaval de manifestaciones protagonizadas por movimientos feministas y no feministas, en las que no faltó un diluvio de palabras volanderas contra los jueces en cuestión.
Antes de proseguir, deseo anticipar que no comentaré en esta tribuna la sentencia ni el voto discrepante, aunque bien podría hacerlo. Al Derecho Penal es a lo que, desde hace años, con mayor o menor acierto, me dedico y, además, a diferencia de no pocos indoctos vociferantes, he leído con calma y analizado con detalle ambos textos. Pero la sentencia no es firme, el proceso sigue su camino y aún quedan los recursos de apelación ante la Sala de lo Civil y Penal del Tribunal Superior de Justicia de Navarra y, en su caso, el de casación en el Tribunal Supremo. Por tanto, sean los señores magistrados de ambos tribunales quienes pronuncien la penúltima y última palabra. Quede la mía pendiente de exponer, pues aparte de que la prudencia me recomienda callar, éste no es lugar para hacerlo de forma rigurosa y extensa. Sólo haré dos observaciones. Una, que desde la más que centenaria denominación “De los delitos contra la honestidad”, hasta la vigente “De los delitos contra la libertad sexual”, la idoneidad de la violencia y la intimidación como elementos típicos del abuso o de la agresión sexual, es una de las cuestiones que más problemas de interpretación suscita. Otra, que por imperativo del artículo 741 de la Ley de Enjuiciamiento Criminal, todos los tribunales dictan sentencia “apreciando, según su conciencia, las pruebas practicadas en el juicio, las razones expuestas por las acusaciones y las defensas y lo manifestado por los procesados”, sin que esa estimación en “conciencia” equivalga a un cerrado e inabordable criterio personal e íntimo de los juzgadores, sino a una valoración lógica de las pruebas no exenta de pautas o directrices de carácter objetivo y siempre practicadas con arreglo a los principios de inmediación, concentración y contradicción. Y una cosa más. Cuando en el curso de la deliberación de una sentencia, alguno de los miembros del tribunal discrepa del criterio de la mayoría, su obligación es firmar lo acordado por sus compañeros, pero puede formular voto particular, que es lo que aquí ha ocurrido. En todo caso, confío en que el tiempo que ha de pasar hasta que la sentencia sea definitiva, sirva para aplacar los ánimos y serenar las vísceras de más de uno.
Tras este prologuillo de andar por casa, es, precisamente, a lo último a lo que voy a referime. O sea, a la campaña de acoso y derribo en toda regla que desde hace una semana soportan los miembros de tribunal que ha juzgado el asunto, o, si se prefiere, a la perplejidad e inquietud que algunas reacciones a esa sentencia me han producido.
Vaya por delante que mi tesis es que la crítica de las resoluciones judiciales no sólo tiene justificación constitucional sino que, incluso, supone un beneficio evidente para el progreso del Poder Judicial. Pensar lo contrario es una visión sacralizada de los jueces, impropia de una sociedad democrática donde los poderes institucionales no se basan en legitimidades carismáticas. Si las leyes nacidas del Parlamento son discutidas y criticadas, ningún sentido tiene negar que las decisiones de los jueces puedan serlo. La crítica de la justicia ha ocupado siempre un buen espacio en La literatura. Pensemos, por ejemplo, en la portada de la primera edición de la Nave de los locos, de Sebastián Brandt, o en las mordaces caricaturas Gentes de la Justicia de Honoré Daumier. O en el Ensayo sobre la tolerancia de Voltaire; en las sátiras de Quevedo, en El proceso de Kafka, en el J'accuse de Zola, en El asesinato del perdedor de Camilo José Cela, en La fiesta de los jueces de Ernesto Caballero, basada en El cántaro roto del dramaturgo alemán Heinrich von Kleisst, donde se fustiga a la justicia de nuestros días, e incluso en la novela La casa de los Momos de la que soy autor y pido perdón por la autocita. Todos son supuestos en los que se produce la desmitificación del juez como una especie de mago de la tribu y se supera la fábula del juzgador absolutamente aséptico. Téngase muy presente que la habilitación del juez nace de la soberanía popular y de ahí que la Constitución española en el artículo 117.1. declare que “La Justicia emana del pueblo”.
La crítica a las resoluciones judiciales no sólo es posible sino necesaria, aunque no sea crítica académica
Por si lo anterior fuera poco, que no lo es, hay otra dimensión en los miembros del Poder Judicial que hace que la crítica de sus actos resulte aún más justificada. Me refiero a que los tribunales de justicia, junto al Poder Legislativo, también son creadores del Derecho. Lo son desde que los jueces dejaron de ser la boca muda que pronuncia las palabras de la ley, como decía Montesquieu, y se convirtieron en coautores del Derecho. De acuerdo con el artículo 6.1 del Código Civil, la jurisprudencia, sobre todo la del Tribunal Supremo es fuente complementaria del ordenamiento jurídico “al interpretar y aplicar la ley, la costumbre y los principios generales del Derecho”. Es indiscutible, por tanto, que en una sociedad democrática la crítica a las resoluciones judiciales no sólo es posible sino necesaria y lo es aunque no sea una crítica académica o científica. Esto lo saben bien los jueces españoles desde que en 1978 la Constitución reconoció al Poder Judicial su dignidad e independencia.
Ahora bien, distinto de la crítica es la descalificación rotunda y hasta inmisicorde, como diferente de una censura objetiva es el insulto o el denuesto soez. Esto es lo que ha ocurrido con la sentencia de la Sección Segunda de la Audiencia Provincial de Pamplona y, por eso, mi asombro y mi lamento. Y es que ante tanta bulla, tanto insulto, tanta amenaza, con expresiones como “estás en nuestra lista” o “sin piernas, sin brazos, machistas a pedazos”, dirigidas al tribunal –por cierto, compuesto por dos magistrados y una magistrada–, da la impresión de que el calendario ha retrocedido y que a la vida judicial española han vuelto el dicterio y la infamia.
La libertad de expresión figura, por derecho propio, en uno de los primeros lugares de la nómina de elementos que entendemos por sistema democrático, pero el insulto público a los jueces crea tensión, malestar o miedo, cosas, todas ellas, no previstas en la Constitución como soportes de la función judicial. Es más. Si nos fijamos bien, entre esos pintorescos críticos abundan especies de muy variado signo y no creo equivocarme si afirmo que la mayoría es ajena al mundo del Derecho, lo cual tampoco es de extrañar, pues hace años que asistimos a la suplantación de la Justicia por los fantasmas de la Justicia. La técnica jurídica, la jurisprudencia, las revistas científicas, no interesan y la pólvora se gasta en salvas de interpretaciones de auténtico sainete y en aplausos a verdaderos ignorantes. No aludo, naturalmente, a los incapaces de distinguir un decreto de una ley, que también los hay, sino a quienes no entienden lo que es uno u otra porque en la cabeza no les cabe más. Son gente con una rara mezcla de ideas preconcebidas y cerrazón mental y que tienen la característica común de ser unos bárbaros que adornan su discurso de solemnidad, con lo cual al menor descuido se quedan en cueros vivos.
Admitamos como buena la crítica. Lo que no se puede aceptar es la feroz repulsa contra los jueces. Este tipo de comportamientos va contra la lógica, contra la decencia y, lo que es peor, contra la independencia judicial. Lo dijo Carlos Lesmes, presidente del Tribunal Supremo y del Consejo General del Poder Judicial, cuando en un gesto que le honra, firmó e hizo público un comunicado en el que tras destacar que el tribunal de la Audiencia Provincial de Pamplona “ha valorado minuciosamente (…) todos los elementos de prueba aportados por las partes de acuerdo con lo establecido en la ley (…), recordar que “las posibles discrepancias que puedan existir sobre la calificación jurídica de esos hechos, que pueden y deben hacerse valer a través del sistema de recursos establecido (…) y admitir que “todas las decisiones judiciales, como emanación de un poder público del Estado, están sin duda sometidas a la crítica pública (…)” señala que “cuando las críticas consisten en descalificaciones emanadas de personas que ostentan responsabilidades públicas, se compromete gravemente la confianza que nuestro sistema de justicia merece de los ciudadanos (…)”.
La estampa de jueces vituperados y hasta ajusticiados jamás puede servir de referente de la Justicia
Quienes me conocen saben que no soy un defensor a capa y espada de la judicatura y que tampoco padezco el mal llamado espíritu de cuerpo. Lo que me ocurre es que sé bien que el oficio de juzgar es muy peliagudo y que el país cada día se parece más a un gran estrado donde, unos ejerciendo de jueces de horca, otros de fiscales de corral y el resto de abogados del diablo, se juzga, condena y manda a la cárcel a todo bicho viviente, sin que falten los partidarios de la guillotina o del garrote vil.
No descarto que en este tipo de casos llamados de “gran sensibilidad popular”, la gente, la mayoría de las veces excitada, que no alarmada, tiende, sin más, a pronunciar sus personales veredictos. La atracción por esos procesos ha degenerado en una justicia de patio de vecindad en el que predominan el desorden y el griterío, una situación de la cual es culpable, en gran medida, la clase política que a menudo utiliza los procedimientos penales con temeraria imprudencia y, alguna vez que otra, con descarada desvergüenza.
Ojo, pues, con las masas justicieras de esta España nuestra, de tanta furia enquistada. Produce pánico ver como escuadrones de leguleyos tecnificados y verdugos con camisetas de rótulos rimbombantes emplean la quijada de burro. La justicia es un sentimiento puro que algunos degradan con sus obsesiones justicieras y sus gustos patibularios.
Lo he dicho en varias ocasiones. Los juicios de la turba son incompatibles con la mesura. La estampa de jueces vituperados y hasta ajusticiados puede servir de adorno para las plazas públicas o de decorado de algún plató de televisión donde sus señorías son juzgadas por zafios jueces de palo, pero jamás de referente de la Justicia que, en cualquier supuesto, debe ser neutral, sosegada y fría.
*** Javier Gómez de Liaño es abogado, juez en excedencia y consejero de EL ESPAÑOL.