Conservar las raíces
El autor recurre al árbol como metáfora para explicar cómo debe ser la respuesta de la sociedad a los grandes desafíos de nuestro tiempo.
Y Jehová Dios hizo nacer de la tierra todo árbol delicioso a la vista, y bueno para comer, también el árbol de la vida en medio del huerto, y el árbol de la ciencia del bien y del mal. Génesis 2.9.
La alegoría del árbol está presente en nuestra cultura desde los orígenes y como en el relato del Génesis se relaciona con la belleza y la subsistencia: frutos para el sustento, madera para la construcción o para la combustión y protección frente a las inclemencias del tiempo; sombra para el sol ardiente del verano o cobijo de la fría lluvia en invierno. El árbol representa la vida: la propia y la ajena que hace posible. Como sucede con los seres humanos, muestra y oculta, porque ofrece a la vista solamente su superficie exterior y esconde bajo el suelo una estructura ramificada de volumen equivalente que le sirve como soporte y le permite captar los nutrientes.
La simbología se completa con otras imágenes, como la genealógica, comúnmente representada en forma arborescente, que nos invita a indagar en el pasado para encontrar nuestra identidad remota según prescribe el aforismo: "Hay que conservar las raíces". Esta apelación tiene una connotación que remite al ámbito de lo permanente, lo estable, lo seguro y su significado se manifiesta con claridad en múltiples palabras de la misma familia semántica: arraigo, enraizar, radicar, raigambre, radical.
Resulta evidente que cuando el término raíces se refiere a las personas se utiliza en forma metafórica y este artificio implica un riesgo para la adecuada comprensión. La metáfora se ha considerado tradicionalmente una figura retórica propia del lenguaje poético, un recurso literario al servicio de la belleza o un virtuosismo en el manejo de las palabras con una finalidad puramente estética. Sin embargo, esta concepción restrictiva ha quedado superada por investigaciones posteriores, hasta tal punto que en la actualidad se le atribuye una influencia decisiva en la construcción del pensamiento.
La metáfora nos ayuda a entender y por ello resulta particularmente útil para interpretar conceptos complejos
George Lakoff y Mark Johnson inician su libro Metáforas de la vida cotidiana, con una auténtica proclama: "Para la mayoría de la gente, la metáfora es un recurso de la imaginación poética y los ademanes retóricos, una cuestión del lenguaje extraordinario más que ordinario (…) Nosotros hemos llegado a la conclusión de que la metáfora, por el contrario, impregna la vida cotidiana, no solamente el lenguaje, sino también el pensamiento y la acción. Nuestro sistema conceptual ordinario, en términos del cual pensamos y actuamos, es fundamentalmente de naturaleza metafórica".
Esta formulación, ilustrada por los autores citados con numerosos ejemplos, ya había sido anticipada por Nietzsche en su opúsculo Verdad y mentira en sentido extramoral: "¿Qué es entonces la verdad? Un ejército móvil de metáforas, metonimias, antropomorfismos, en resumidas cuentas, un conjunto de relaciones humanas que han sido realzadas, extrapoladas y adornadas poética y retóricamente y que, después de prolongado uso, un pueblo considera firmes, canónicas y vinculantes". La metáfora sería entonces una ilusión que ha configurado nuestro pensamiento y modelado nuestra visión de la realidad
La metáfora nos ayuda a entender y por ello resulta particularmente útil para interpretar conceptos complejos que plantean una especial dificultad para ser captados en toda su amplitud y profundidad. Se trata de una traslación (esa es su etimología) del sentido propio de la palabra a otro figurado para facilitar su comprensión o subrayar una de sus características. Generalmente ilumina un aspecto de la realidad e inevitablemente oscurece los restantes -iluminar y oscurecer son, por cierto, metáforas de conocimiento e ignorancia, respectivamente-. La metáfora no es neutral, sino intencional y potencialmente engañosa.
La evocación contenida en la expresión "hay que conservar las raíces" resulta acertada cuando se interpreta como necesidad de disponer de tierra firme en la que asentarse, de un espacio simbólico en el que anclar los afectos y de un entramado de convicciones que nos sustenten para hacer frente al drama de la existencia, pero, a su vez, es falaz porque desconoce un aspecto esencial de la realidad: las personas no tenemos raíces sino extremidades y estamos genéticamente dotados para el movimiento. Mejor dicho, el movimiento nos hizo humanos desde el día lejano en que el antropoide del que procedemos abandonó el bosque tropical y se aventuró a caminar erguido por la sabana.
Se ha extendido la creencia de que nos encontramos en un fin de época, ante un salto disruptivo de la historia
El peligro de la metáfora es su aceptación acrítica como si fuera una verdad absoluta, desconociendo su alcance limitado, y esta amenaza se agrava en tiempos de incertidumbre cuando el estado de desconcierto en que estamos inmersos nos impulsa a buscar certezas con la inevitable tentación de volver la mirada hacia un pasado que, por concluido, nos proporciona la plácida sensación de lo consistente e inalterable.
La globalización, la revolución tecnológica, el cambio climático, las turbulencias financieras, los avances biotecnológicos, la evolución demográfica, el riesgo nuclear constituyen importantes desafíos para nuestro modo de vida y siembran de negros nubarrones nuestras expectativas de futuro. En todo tiempo el porvenir, por incierto, ha provocado inquietud, pero en la actualidad esta sensación se ha agudizado en extremo al haberse extendido la creencia de que nos encontramos en un fin de época, ante un salto disruptivo de la historia que nos sume en la perplejidad porque carecemos de respuestas.
Ante este estado de cosas es fácil observar, dentro y fuera de España, reacciones nostálgicas de retorno a un pasado idealizado, que se hace patente en múltiples manifestaciones: en la añoranza de los partidos tradicionales por un bipartidismo extinguido hasta el punto de instar el apoyo de líderes pretéritos, en las pulsiones involucionistas de los nacionalismos de todo tipo, en las esperanzas desmedidas que suscitan los líderes extremistas y radicales que resucitan fórmulas simples y arcaicas. Estos comportamientos no se limitan al ámbito de la política, sino que han invadido a la sociedad entera como se comprueba con sólo examinar los mensajes que circulan por las redes sociales.
El estado de desconcierto que nos aflige se origina por una pérdida de referencias que considerábamos firmes y se traduce en conductas erráticas que desmienten un día lo que afirmaron la víspera y comportan la adopción de decisiones improvisadas o contradictorias como sucede entre nosotros en el ámbito de la inmigración, en la relación servil con satrapías poderosas, en la agitación de fantasmas del pasado con el macabro espectáculo de la remoción de tumbas o en la compulsiva declaración de urgencia para modificar un impuesto que ha estado vigente durante un cuarto de siglo sin especiales señales de rechazo hasta que imprudente y oportunístamente se han agitado los ánimos.
Estamos apremiados a aventurarnos por el terreno de lo desconocido, conscientes del riesgo que corremos
Estos ejemplos solo pretenden ilustrar la debilidad conceptual con la que encaramos nuestra realidad inmediata, pero distan mucho de representar los ingentes retos con los que nos enfrentamos. Es necesario un extraordinario esfuerzo de imaginación creativa para interpretar los tiempos nuevos y descubrir las claves que permitan orientar las respuestas adecuadas, que no podrán encontrarse en simplificaciones del pasado o en el hallazgo de unas supuestas raíces imaginarias. Cuestión distinta es que, para evitar la tentación opuesta de incurrir en adanismo, se analice el conocimiento y experiencia acumulados a lo largo de la historia como fuente de inspiración del pensamiento.
"Conservar las raíces" es una mala metáfora para aplicarla en períodos de cambios profundos, cuando las trasformaciones producidas dan lugar a nuevas realidades que impugnan las convicciones vigentes sobre los valores, legitimidades y principios por los que hemos de regirnos, sin que se hayan establecido otros que los sustituyan. Estamos apremiados a aventurarnos por el terreno de lo desconocido, conscientes del riesgo que corremos, pero sabedores de que aún es mayor el peligro de perecer por exceso de instinto de conservación.
Aceptar el desafío que imponen las circunstancias exige arrancar las raíces mentales que impiden avanzar al razonamiento en la construcción de un nuevo modo de pensar. Tal como en su día hicieron aquellos a los que hoy llamamos clásicos.
*** Ángel Bizcarrondo es inspector de finanzas del Estado. Ha sido director general del Ministerio de Hacienda.