Los monasterios están llenos de ateos. Sobre todo en verano, Navidad y Semana Santa. Andaba yo buscando una celda en la que encerrarme para poner el punto final a un texto atascado y me aconsejaron la rutina de piedra y crucifijo. Era julio y encontré una habitación al tercer o cuarto intento. Un fraile algo sordo, al otro lado del teléfono, me contó que el exterior les había invadido hacía ya algún tiempo: “Usted no se imagina. Novelas, oposiciones, versos, desintoxicación… Aquí se viene para casi todo”.
Y ahí dejé a aquel anciano encantador, al que coloqué pelo blanco y una barbilla puntiaguda en mi imaginación. Con los monjes, como con los chinos y los negros, pecamos de estupidez occidental: los suponemos a todos iguales. Escuchar de aquella voz gregoriana expresiones como “pensión completa” o “sí, sí, desayuno incluido” –lo reconozco– me descorazonó un poco.
Llegó el día. Maleta y portátil, me planté en aquella construcción románica del 1200. Un postulante me mostró el que iba a ser mi despacho: una cama, un escritorio de madera y un baño –con agua caliente sólo entre las 6 y las 8 de la mañana–. Como Dios manda.
En la hospedería encontré a un cura de Vitoria, una familia de exiliados venezolanos y un señor que investigaba la vida de Santa Teresa… Todos muy cristianos, de misa ineludible. Aquel día, sin estar yo presente, un monje comentó que había llegado Daniel, un seminarista, con una caja de víveres. Dieron por hecho que era yo. De ahí que me miraran con indulgencia cuando me presentaba en la cena tras cuatro o cinco horas aporreando el teclado. Conste que siguieron haciéndolo cuando desbaraté el malentendido.
Como casi todos, me creía con la fuerza suficiente para salir indemne del viaje al interior de uno mismo. Envalentonado, dormía la siesta en la sala capitular sin temor a que aquel retiro espiritual –que no tenía voluntad de serlo– me pegara una coz en la conciencia. Me avisó el padre F, de casi noventa años, que entró allí para no salir nunca más hace cuatro décadas, cuando se quedó viudo. Aunque con otras palabras, resumió: “Agnósticos y ateos siempre vuelven”. Lo mismo me dijo el hombre encargado del huerto que, al ver mi camiseta de los Beatles, me confesó: "Yo me ordené cuando sacaron uno de sus primeros discos".
Ocurrió en el tejado de la Iglesia. Allí me subió el padre G “para enseñarme las vistas”. Él, con el mono azul de trabajo y las botas; yo, con vaqueros y deportivas. Cuando salimos a la luz tras una interminable escalera de caracol, mis testículos escalaron raudos hasta la garganta. “Sígueme, sígueme”, me dijo G, un vasco que había navegado África antes de llegar adonde estábamos. No había barandillas, ni siquiera asideros. Él, todo fe, paseaba a tropecientos metros de altura sujeto por Jesucristo y decenas de ángeles de la guarda. Me sudaban las manos. Empujado por no sé qué compromiso comencé a caminar tras él, rezando para que el mandato comunista-cristiano fuera cierto: “Dios quiere a todos por igual”. En mitad de aquel tejado a dos aguas, el padre G me dijo que “uno de los chavales que trajo hace unos años casi se cae”. La clausura a veces es incompatible con la empatía. G señalaba viñedos, tierras, métodos de regadío y yo decía que sí muy rápido a todo. Sin escuchar.
Al bajar, ya en tierra, sentí una felicidad súbita. Una ganas irrefrenables de estar. El padre G, sin decir adiós, había vuelto a su cometido: sincronizar los aspersores. En señal de agradecimiento, acudí esa noche a la oración que clausura el día. Los monjes, casi todos nonagenarios, se empeñaban en dedicar a los presentes “una muerte santa”. Yo inclinaba la cabeza hacia atrás, con la esperanza de que no me alcanzara el ruego.
En medio de una oscuridad densa, de monte, sólo combatida por tres o cuatro velas, un fraile encapuchado, de prominente joroba, se acercó a una cuerda que colgaba del techo. Con esfuerzo, tiró hacia arriba y hacia abajo. Sonaron las campanas. Y volví a sentir ese anhelo del instante, esa voracidad por el presente. Por eso están así los monasterios: repletos de los que no rezan.