No cogí aquel teléfono. No lo cogí. Era el prefijo del Rincón de la Victoria, Manolo me llamaba y estábamos ya en la reunión de la edición. No lo cogí, devolví la llamada y su hija me dijo que le daría el recado. Caía ya la noche en el Mediterráneo y en Chamartín, y ya, entonces, se me quedó aquel prefijo, el 95240, marcado como una despedida sin respuesta posible.
En Miércoles Santo, al borde del mar, se ha ido este miércoles Manuel Porras Alcántara. El decano de los columnistas, el último heredero de Ruano y de una extirpe de escritores en prensa que ya es ceniza y hemeroteca. Aquél que cantó las glorias del boxeo español y al que Pepe Legrá le confesó que Dios, el de arriba, le daba fuerzas para matar por KO. El Manuel Alcántara que lanzó versos en los últimos cafés literarios de Madrid. El hombre que consignó que "si Dios existe, no tiene perdón de Dios".
Niño de la guerra
Nació Manuel Alcántara en el barrio de la Victoria, "en Málaga y en Manolo", hace 91 inviernos y media primavera. Andando el tiempo fue, claro, un niño de la guerra. Como Aldecoa -que le dedicaría el cuento Young Sánchez, cuyo título es hoy de insoportable actualidad-. Y como niño de la guerra "jugando a la alegría" le llegó la propia guerra en aquella Málaga y en aquel barrio del Chupaytira que más tarde viera a Marisol despuntar y que, ahora, se entrega a la Semana Santa.
Fue Manolo también un niño inquieto, "con bombachos", que con sus cosas de la primera infancia enredaba en casa y desde casa lo mandaban a la calle, "con los boxeadores", en un solar donde los púgiles se entrenaban y Alcántara encontró una escuela de vida. Hay que imaginarlo fascinado ante los tortazos, en un ring improvisado en un solarón: quién diría que iba a glosar, décadas después, el auge del boxeo patrio. O que iba a pisar la lona y a glosar las veladas del Madison Square Garden... Pero no nos adelantemos.
Pasa la guerra, Manolo crece y estudia "segundo de jazmines", y su familia se traslada a Madrid. Como a Alberti, sacan al poeta del mar, tierra adentro, pero ya se sabe que sólo Madrid consagra. El niño que se iba con los boxeadores ya es talludito, peina rizos, lleva el ramillete de los clásicos (del Romancero a Lope, de Quevedo a Machado) grabado en el hipotálamo. Se le ve matricularse en Derecho, pero también se le ve -y más- en aquel Madrid donde César González Ruano recibía a noveles entre artículo y artículo, entre brillantez y dipsomanía. Es la época del esplendor del Café Varela, de aquellos Versos a medianoche que hacían de Madrid un París con más mugre y más beatas.
Manuel Alcántara escribe sonetos a Dios, al alba, a lo bien que acaba España a raíz de un viaje a los pies -o a la orilla del Cantábrico-. Su Manera de silencio lo convierte en un acontecimiento poético. Entonces en España se hacían poemas como catedrales, se cantaba al ciprés de Silos, y Manolo escribe al amor, "dorado cataclismo" y va recogiendo la bonhomía del mejor Machado y sin necesidad de banderías.
Cantor del ring
Si la memoria de lo no vivido me lo permite, me imagino a Alcántara paseando por Madrid, con unos rizos indomables y un bigotillo impuesto por el signo de los tiempos. Es el Madrid ya bullicioso del Price y las veladas de boxeo, y Alcántara, consagrado en lo lírico, empieza a firmar las crónicas de boxeo que hiciera Vadillo, ahora en la competencia. Se le despliegan a Manolo todos los resortes del Ser Humano reducidos a los asaltos del combate; aquel deporte, que no es más que la sublimación y la reglamentación por el Marqués de Queensberry de las broncas tabernarias a orillas del Támesis, le procuran una educación sentimental sobre los héroes caídos.
"Doce cuerdas limitan el coraje./ Los mineros del “crochet”, la valiente/ población del gimnasio, sangra y siente/ bajo el fuego sagrado del voltaje./ Cuatro onzas en los guantes y vendaje duro...”
El boxeo fue consustancial a España durante un tiempo, como los toros y el vermut del domingo. Y Manolo Alcántara fue consustancial al boxeo y el mayor confidente de Pepe Legrá, al que apodó el "Tigre de Baracoa" y con el que paseaba en un descapotable que el cubano tenía como amuleto andante. Me ha enseñado esa foto, o me la ha glosado y sé que existe.
Gloria periodística
La gloria periodística, una época sin push y con censores, brinda a Manolo las páginas de Arriba, donde se convertiría en la pluma más liberal dentro de lo posible, hasta el punto de que Fernández Miranda lo apoda 'la cortina liberal del Arriba'. Y es entonces cuando Alcántara reverdece el articulismo más lírico: lejos de citar al Caudillo, nuestro columnista se fija en los necesitados, en los que pasan hambre y frío.
Hay varios temas en sus más de 15.000 artículos que he leído en un 80%: una preocupación teológica, acaso como un Unamuno con guasa. Una preocupación por los semejantes y un sano patriotismo que él entendía y entiende -los amigos que se van siempre siguen en presente- como vivir bien en este país de distancias íntimas. Y así fue en Ya, en La Hoja del Lunes o en la prensa de provincias que se lee a la hora del clarete y que ha tenido en Manuel a un confidente, a un igual, a un hermano.
Luego está el Alcántara que yo conocí. El que me llamaba y me preguntaba si pasaba hambre y frío en mi conquista de Madrid. El que nos citaba con un Dry Martini al sol de su Málaga. Aquel Manolo con ochentaymuchos que nos trajimos a la Complutense para demostrarle a los estudiantes que el periodismo español o es literario o no será...
Hoy, al arreón de su muerte mañanera, se me agolpan muchas tardes, sobremesas largamente conversadas con León Gross, Garci, Agustín Rivera, Moreno Peralta, David Gistau, Cristóbal Villalobos, Emilia Landaluce, Ignacio Camacho y hasta Soto Ivars, ya de otra época...
Y aquellos premios de poesía con su nombre, en la víspera de San Juan, inaugurando un verano y citando al ocaso de junio aquel "hoy es siempre todavía".
Sé que Manolo no se ha ido del todo. No.
Ha vivido largo y ha escrito corto: los cien metros del poema o de la columna. Andaba ya cansado de escribir de una política degenerada y se tomó un breve descanso de la tortura de la columna diaria. Nos dijo en este periódico que España era un país muy chico para romperse, y aún esperábamos la enésima resurrección de Sánchez. Miró los muros de su patria y no lloró, pero intuí que veía el abismo y así lo retratamos para esta casa.
Se ha ido Manolo, aquel que nos enseñó "que no hay placer ni inútil ni nocivo" y que la eternidad y la gloria es que los camareros sepan tu nombre.
En su orilla malagueña, desde donde ha escrito, faenan hoy esos marineros que no saben nadar, huérfanos de un humanista en los periódicos.
Hice mal en no descolgar el teléfono. Una época de mi vida, acaso la más feliz, se ha ido con Manolo.