El cómico Toni Soler ha ocupado en los últimos meses las cabeceras de los medios constitucionalistas. Desde considerar solo a los independentistas “verdaderos” catalanes a instigar una ironía respecto al “atropello” de un camión a los miembros del Tribunal Supremo, es evidente que su comedia sirve para una agenda política determinada. Pero este discurso, defendido como antisistema, le ha conseguido cuantiosos beneficios a través del control casi completo de la producción en TV3, como demostró Gonzalo Baratech en Crónica Global.
Ahora bien, la faceta más desconocida de Soler es aquella de historiador. Comenzó apenas Historia en la Universidad de Barcelona, tal como confiesa en El libro mediático de Polonia (2007), pero eso no le impidió realizar trabajos históricos de diversa factura, siempre con un catalanismo militante que mamó en su entorno familiar. Su obra más conocida es Història de Catalunya (modèstia a part), la cual fue publicada en 1998 y ha sido reeditada en 2014 con un epílogo nuevo.
El primer vistazo al ensayo ofrece algo herético para cualquier historiador con cierta seriedad: Soler escribe sin bibliografía. Puesto que jamás cita obras a lo largo del texto, mucho menos utiliza pies de página, se escuda en varias frases al inicio de historiadores de renombre como José Ferrater Mora, Edward Hallett Carr o Jaume Vicens Vives. La cita de Carr, que recuerda que antes que analizar “una historia” hay que hacerlo con el “historiador”, es una defensa implícita de su trabajo plagado de opinión (en ocasiones enloquecida) enmascarada como comedia. Estaríamos hablándolo de un mitólogo, un defensor de una causa, muy parecido a Modesto Lafuente y su patriótica Historia general de España. En algo coinciden también Lafuente y Soler: los dos resultan mejores escritores cómicos que historiadores
Soler empieza afirmando cómo el “acogedor paisaje” de Cataluña Norte, Rosellón, fue clave para para que se asentaran los primeros homínidos. A estos los llama, entre la ironía y la realidad, “primeros catalanes” y muestra encabezando el capítulo una foto de calaveras con barretina. Un poco más tarde, en la Edad del Hierro, enlaza irónicamente los topónimos vascos de Cataluña (Esterri, Urús, Gerri o Llesui, muy posteriores a decir de Sánchez de Albornoz), con la tradición de los jugadores vascos en el F.C. Barcelona (Alexanco, Zubizarreta, Beguiristain y Bakero). Otra parte que roza la fantasía es cuando emparenta el ibero, todavía sin descifrar, como una especie de proto catalán recordando que en “todo lo que es Cataluña, el País Valenciano y la Provenza se escribía diferente”. Su particular extensión del idioma ibero, del que se han encontrado trazas en Porcuna (Jaén), se recorta como homenaje implícito a la creación del influyente exfalangista Joan Fuster: los países catalanes.
Habla de la unión de “los dos reinos más orientales de España”, pero los condados catalanes nunca tuvieron título regio
Al entrar en Roma confiesa sin rubor que la palabra “provincia” de origen latino le da “rabia”, aunque no tiene reparos en usar el término “catalorromanos” en pleno siglo II. Declara, en una ironía un poco torpe, “que el bilingüismo real” entre latín e ibero acabó “descomponiendo idiomas”, en la clásica visión schilleriana del idioma como patria que denunció con agudeza el filólogo Juan Ramón Lodares en su Paraíso políglota. El reino visigodo, tan querido en las visiones patrioteras de España, son escasas hojas en la obra de Soler, dando mucho espacio en ellas a la revuelta del general Paulo del 673 como inicio de los “conflictos” de centro y periferia. El reciente trabajo de Roger Collins sobre La España Visigoda juzga que el godo Paulo pretendía el trono entero, no desgajar territorios. Omite en esta parte también el origen gótico de los “usatges”; el primer derecho catalán.
El inicio de la Cataluña feudal ve a Soler obligado a citar con cierto cuidado a Jordi Pujol y aquello de que los catalanes al ser “carolingios” son “más europeos”. Ese escrúpulo con la cita de Pujol, claramente xenófoba, no le impide afirmar una “conciencia colectiva” de los condados catalanes en el siglo IX. Es un juicio aventurado, los condados tuvieron no pocos conflictos entre ellos, y hace parecer a Cataluña una mente colmena propia de una novela futurista. En el génesis de la corona de Aragón habla de la unión de “los dos reinos más orientales de España”, error grave ya que los condados catalanes nunca tuvieron título regio (afirma que Cataluña no fuera un reino es un “misterio”…el cual ya resolvió Ramón de Abadal y de Vinyals en su obra clásica sobre la Cataluña Carolingia de 1955). Aquí hay una parte muy desagradable de la obra y son los chistes a costa de los aragoneses como aliado menor, llamándoles incluso “un trocito de pirineo”.
Juzga poco después que Jaime I “ejerció básicamente de catalán”, lo que es reflexión aventurada en un rey que cedió Murcia a Castilla en 1266. Soler considera que esto demuestra el carácter “escrupuloso” de Jaime en comparación con el “traicionero” rey de Castilla, Alfonso X el Sabio. El Compromiso de Caspe (1412), fecha maldita del nacionalismo, es descrito como una conspiración (llega a llamar a Castilla “el gran hermano”) más que como una consecuencia del pactismo “catalán” (que elogia con párrafos y párrafos citados sin pie de página de Vicent Vives). Eso sí, cree que los éxitos en el mediterráneo del primer rey castellano, Fernando de Antequera, tienen su “mérito” siendo “un hombre de la meseta”.
No se despega de la visión catalanista de la dictadura y de la Transición, y Ciudadanos recibe las mayores sátiras
Los reyes católicos son vistos como un mal menor y Soler pasa rápido por los siglos de potencia de la Monarquía Hispánica hasta llegar a la crisis de 1640. En esta parte divaga mucho, nunca cita a John H. Elliot (gran investigador del periodo), aunque no tarda en calificar el gobierno efímero de Pau Claris como “nacional”: disparate común en el nacionalismo catalán que olvida que no hay naciones políticas antes del siglo XVIII. En la Guerra de Sucesión, 1701, casi deja de lado a los catalanes austracistas e incide otra vez en la conspiración contra la lengua catalana en la legislación borbónica. Reduce, incluso, la política internacional en el siglo XVIII a la guerra contra la convención francesa, dando el año mal -1792- puesto que se adelanta uno a la declaración bélica (esta se da luego de ser guillotinado el Rey de Francia, el 21 de enero de 1793).
Llegados a los tiempos contemporáneos, en la Guerra de Independencia da más importancia a las juntas y sus disputas que a la esencial legislación en Cádiz de 1812. En estas páginas resume la historia reciente en rasgos muy diseminados y se centra siempre en los hitos nacionales: la “cursi” (adjetivo suyo) Renaixença, el triunfo de la Lliga Regionalista a inicios del siglo XX o su mitificada república de Macià de 1931 (a la que dedicó un libro entre el periodismo y la novela). A veces tiene momentos bastante divertidos por exagerados, como cuando cita cómo los de la CNT, esos “internacionalistas”, preferían enseñar a los niños esperanto en lugar de catalán. Pasmosamente, es incapaz de citar los hechos del ¡Cu-Cut!; inicio real del catalanismo de masas.
Los últimos años, donde no se despega de la visión catalanista de la dictadura y de la Transición, finalizan con epílogos cáusticos dedicados a cada partido para evitar ser acusado de sesgo. En estos, como es habitual, los partidos constitucionalistas -especialmente Ciudadanos- reciben las mayores sátiras. No eran necesarios esos textos cómicos llenos de culpa: su historia es una obra tan sesgada que incluso no aparece el Cid. Tiene un porqué: apresó al conde catalán Ramón Berenguer II en 1082.
Es una pena: Rodrigo Díaz de Vivar como “facha” del siglo XI habría sido un excelente chiste para sus parroquianos.
*** Julio Tovar es historiador y periodista.