Hay entre nosotros gente que ha aceptado como posible y hasta necesario hacerle daño al prójimo. Es bueno saberlo. Es bueno saber que sus ideas les autorizan el ejercicio de calcular cuánto daño pueden hacer para llevarlas a la práctica y alcanzar sus objetivos. Es bueno saber, dicho de otra manera, que hay entre nosotros gente cuyas ideas pasan por dañar a otros.
Están en todas partes, y no es que no lo supiéramos, pero en estos días uno de ellos, Arnaldo Otegi, lo ha explicitado de manera inequívoca, al decir que "siente" —no sabemos muy bien qué sentimiento tiene, en particular— si la ideología abertzale a la que representa hizo más daño del que era necesario. Ergo hay una cuota de daño —explicitemos con arreglo al caso: homicidio, mutilación, trauma vitalicio, amedrentamiento— que sí se puede aceptar como imprescindible; tan sólo ocurrió que quizá se les fue algo la mano. La misma idea late en otros dañadores.
Piénsese, por ejemplo, en ese argumentario cada vez menos clandestino del independentismo catalán según el cual haber perjudicado notoriamente la economía catalana y haber causado una fractura social ya inocultable es un daño admisible en aras de la construcción nacional de la patria irredenta. O piénsese, por qué no, en quienes ahora se permiten el alarde de justificar de manera retrospectiva una lejana sublevación militar que trajo cientos de miles de muertos y exiliados y a la postre privó a los españoles del derecho a gobernarse a sí mismos durante casi cuarenta años, en beneficio de un general mediocre desde la academia —aunque se vendiera exitosa y falazmente como genio militar— y de su rancia y en ocasiones grotesca camarilla.
La buena noticia es que esta gente representa una minoría de nuestro país, España, a la que representan mucho mejor, sin ir más lejos, los cientos de efectivos de la Unidad Militar de Emergencias que, llamados por el gobierno independentista de Torra —otro dañador insigne— han ido sin titubear a jugarse la vida para salvar la tierra de Tarragona —ellos sí son defensors de la terra— y a sus gentes del fuego incontrolado que amenaza su supervivencia. Gente que en vez de autorizarse daños, lucha por paliarlos, reducirlos, evitarlos, como imponen la humanidad y el concepto de justicia que ya enunció Ulpiano hace siglos.
Son menos y no pueden por tanto gobernarnos quienes se esfuerzan por comprender el homicidio terrorista o golpista o el arrinconamiento y la estigmatización del disidente. Lo que debe preocuparnos es que gente así tenga un respaldo significativo en dos de nuestras comunidades autónomas, o que se acerque al poder en otras de la mano de un centroderecha aturdido. Son errores que se pagan muy caros y durante un largo tiempo. Más valdría que quienes persisten en ellos se lo pensaran dos veces.