“Quiero asimilar que pasó la pesadilla” dijo Sandro Rosell al conocer que la Sala de Apelación de la Audiencia Nacional había confirmado la sentencia dictada por la Sección Primera de ese órgano judicial que le absolvió de los delitos de pertenencia a organización criminal y blanqueo de capitales por los que el Ministerio Fiscal le acusaba y solicitaba una pena de 11 años de prisión y multa de 59 millones de euros. Sandro Rosell permaneció en prisión preventiva 643 días. Para ser exactos, desde el 23 de mayo de 2017 al 27 de febrero de este año.
Comprendo, no sin ciertas reservas, la reacción del ex presidente del Fútbol Club Barcelona, como entiendo las críticas ante la absolución el 20 de junio pasado de tres ceutís acusados de formar una cédula de captación, adoctrinamiento y enaltecimiento del Estado Islámico que estuvieron presos preventivos desde el 22 de febrero de 2016, es decir, 3 años, 3 meses y 27 días. Y lo mismo puedo decir de la absolución por sentencia de 18 de octubre de 2018 de unos ciudadanos rusos acusados en la operación Tambosvkaya por una ristra de delitos, algunos de los cuales permanecieron en prisión provisional más de 2 años. O del caso que muchos lectores recordarán de Rafael Ricardi, un hombre inocente que permaneció 13 años en prisión por una violación que no cometió.
Ahora bien, según tengo por costumbre en supuestos como el presente, anticipo que esta tribuna no es una censura sin más a la actuación judicial. Sé bien que en la Justicia española, tan vapuleada y tan necesitada de aprecio ciudadano, que estas cosas sucedan no lleva a ninguna meta saludable, pero también sostengo que este tipo de errores se producen más por indolencias e incluso prejuicios, que a sabiendas del desafuero.
De antiguo se viene discutiendo si la justicia es un arte, una intuición, una casualidad, etcétera. Opiniones las hay para todos los gustos. Pascal decía que era un lujo que sólo estaba al alcance de unos privilegiados. Chesterton la identificaba con la desgracia y Giner de los Ríos hablaba de “la justicia, de la cual huye amedrentado todo hombre sensato”. Por mi parte, ninguna duda tengo de que no se trata de una ciencia exacta, sino contingente y me opongo a quienes piensen que hacer justicia es tarea fácil.
La mayoría de decisiones judiciales erróneas en materia penal tienen que ver con el uso indebido de la prisión provisional
Errar es de humanos y cualquier hombre que aspire a algo se mueve en el error. Lo mismo que los médicos, los periodistas, los políticos y así, sucesivamente, también los jueces se equivocan e incluso, en ocasiones, yerran de cabo a rabo. Hay quien opina que no existen errores judiciales inevitables ni excusables, lo que a mi juicio es falso, pues la justicia está constantemente expuesta al error. Tengo para mí que no es el error de buena fe sino la injusticia consciente lo que mata la Justicia.
En el libro Les erreures judiciaires et leus causes (1897), dos abogados franceses llamados Lailler y Vonoven, afirman que la justicia penal no tiene derecho a equivocarse. “No hay error que pueda cargarse en la cuenta exclusiva de la fatalidad”, escriben con apasionado sentido de justicia. Ya se sabe por la historia que los franceses han sido siempre unos críticos muy intransigentes con las decisiones judiciales injustas cuando de inocentes se trata. Recuérdese a Montaigne cuando en sus Ensayos califica los errores judiciales de “condenas más criminales que el crimen mismo”. O a Voltaire cuando subraya con ardor que la buena fe de los jueces no excusa para defender el error que manda a la cárcel a quien no es culpable de delito alguno. Él es el padre de la expresión “cruelle bonne foi des juges”.
A tenor de estudios recientes, está demostrado que la causa más común y a la vez más profunda de las decisiones judiciales erróneas en materia penal son las que se comenten por el uso indebido o excesivo de la prisión provisional o, lo que es igual, en la funesta propensión de algunos jueces al mal uso o abuso de esa medida cautelar. Todo es preferible, antes que el error del encarcelamiento de un inocente.
La sola posibilidad de que alguien pague por un delito que no ha cometido o purgue en prisión provisional por unos hechos que después, en juicio oral, se demuestra que no es culpable, sobrecoge o debería sobrecoger la conciencia del juez. La pena, lo mismo que la prisión preventiva, solamente se justifican si del juicio oral o de la fase de instrucción resulta incontrovertible que el acusado es culpable o que en contra del imputado o investigado los indicios racionales de criminalidad son realmente sólidos. En la legislación imperial se encarecía a los jueces que sólo condenasen o encarcelasen provisionalmente sobre la base de “pruebas indubitables y más claras que la luz”.
¿En cuánto se indemniza a una persona a la que por equivocación se le ha arruinado una buena parte de su vida?
Ante la absolución de su cliente, los abogados de Sandro Rosell han declarado que “alguien debe asumir responsabilidades” y anuncian que “exigirán una indemnización millonaria por los daños patrimoniales y personales que se le han ocasionado”. En este sentido, confío en que les sirva de ayuda la reciente sentencia del Tribunal Constitucional 85/2019, de 19 de junio, que en la cuestión interna de inconstitucionalidad planteada por el Pleno, con su estimación, declaró la inconstitucionalidad y nulidad del artículo 294.1 de la Ley Orgánica del Poder Judicial que limitaba la indemnización por prisión preventiva de quien luego es absuelto al supuesto de “inexistencia del hecho imputado”, lo que significa que en adelante cualquier ciudadano que hubiera estado en prisión provisional y luego fuera absuelto tendrá derecho a ser indemnizado con independencia del motivo que lo fuera.
No es sencillo averiguar la manera de reparar los daños, siempre irreparables o de casi imposible reparación, de un error. ¿En cuánto se indemniza a una persona a la que por equivocación se le ha arruinado una buena parte de su vida? En el caso del Rafael Ricardi los 13 años de cárcel sufridos se cuantificaron en 1.000.000 de euros. Si echamos cuentas, la desproporción es evidente. Qué poco vale la libertad.
Con tan “bajos precios” no es extraño que la gente piense que los jueces no se anden con muchos remilgos a la hora de mandar a la gente a chirona o que casi nadie se alarme ante tan anormal funcionamiento de la administración de justicia. Corremos el riesgo de acostumbrarnos al error como si formara parte del destino y hasta es posible que se repita el dicho de Antonio en Los novios de que “a quien le toca, le toca”.
Cuenta la historia que a raíz de que se descubrirse el atroz error judicial del caso Jean Calas, un grito de horror se produjo en toda Europa. Ante la situación, el gobierno de Francia decidió llamar al presidente del tribunal que condenó a Calas. Cuando el ministro de Justicia le pidió explicaciones, el presidente, excusándose, dijo:
–Señor ministro, no hay caballo, por bueno que sea, que no tropiece.
–Lo admito, pero esta vez ha tropezado toda la recua –respondió el ministro–, que lo era el Cardenal Richelieu.
*** Javier Gómez de Liaño es abogado y consejero de EL ESPAÑOL.