Finales de julio de 2019. Tras pasar el fin de semana en San Sebastián, en el camino de vuelta a Argoños (Cantabria), decidí hacer una parada en un municipio que pasó a formar parte de la historia reciente de nuestro país. Esa pequeña localidad no era otra que Ermua (Vizcaya), a escasos kilómetros de la vecina Éibar, el lugar en el que el 10 de julio de 1997, un joven de 29 años dio sus últimos pasos en libertad horas antes de convertirse en el atizador de la mayor movilización popular en la historia de España, superada años después por los atentados de Atocha el 11-M.
Es lunes, cinco de la tarde, la hora en la que Miguel Ángel Blanco fue encontrado en un paraje boscoso de Lasarte con dos disparos en la cabeza, maniatado y con un hilo de vida. Vida que se apagó horas después en el Hospital de San Sebastián.
Resulta imposible adentrarse en las calles de Ermua, pasar por el domicilio de Miguel Ángel, aquel hogar que se convirtió en el corazón de todos los españoles, contemplar el ayuntamiento donde mantenía sus batallas dialécticas con el concejal de Herri Batasuna, o ver la estación donde por última vez cogió el tren camino del trabajo, sin preguntarse qué pensó durante las 48 horas de aquel secuestro, qué sintió cuando, sujetado por Geresta Mujika (Oker) y con las rodillas hincadas en tierra, esperaba el tiro de García Gaztelu (Txapote), cumplido puntualmente el plazo del chantaje que ETA había dado al Estado para trasladar a sus presos al País Vasco.
Multitud de imágenes de aquellos días se vienen a la cabeza paseando por la localidad vizcaína. La hora del ultimátum, las cuatro de la tarde del sábado 12 de julio. Cuando los relojes del país marcaron la hora, toda España contuvo la respiración. El Gobierno presidido por Aznar no se sometió al chantaje y a Miguel Ángel lo asesinaron, a cañón tocante, a 50 kilómetros de su casa.
Un país entero pudo ver el cuerpo de la víctima en camilla y con el rostro completamente ensangrentado entrando en el hospital donostiarra. Después vendrían el féretro, portado a pie entre una marea humana que lo jaleaba, vecinos clamando justicia mientras dejaban caer lágrimas de rabia, tristeza e impotencia, y todo un pueblo escoltando al rehén asesinado para acompañarlo hasta el cementerio en lo alto de la villa de Ermua.
Luchó en democracia por defender la libertad ante el régimen totalitario que pretendía imponer el nacionalismo
Todas estas escenas quedaron grabadas en la memoria colectiva de la nación. Los españoles nunca antes habían vivido, y no volverían a vivirlo después, un asesinato a cámara lenta, con día y hora fijada para la ejecución del secuestrado, retransmitido minuto a minuto en todos los hogares del país.
Las calles y avenidas de la geografía española quedaron inundadas de gente: padres, abuelos y niños, muchos niños que, a hombros de sus padres portaban lazos negros en sus solapas y mostraban sus manos blancas a ETA. Una sociedad entera apoyando y alentando desde la calle y desde sus casas a cuatro personas: los padres, Consuelo y Miguel, la hermana Mar -como Miguel Ángel la solía llamar- y Marimar, su novia.
Recordamos a la familia, rota en llanto y desolación, asomada al balcón del ayuntamiento para agradecer el apoyo del pueblo, mientras éste con un grito prolongado y vehemente clamaba expresiones como: “ETA aquí tienes mi nuca” o “HB lo vas a tener que pagar”. Durante aquellos días, los simpatizantes de la izquierda abertzale y que durante tantos años sostuvieron a ETA , justificando y celebrando cada uno de los atentados, permanecieron encerrados en sus casas o huyeron del pueblo.
Miguel Ángel fue de los primeros de aquella cacería que tenía planificada la banda terrorista contra concejales del Partido Popular y del Partido Socialista. Concejales que, como en la actualidad, asumían el servicio al ciudadano como una actividad secundaria a su actividad principal, a sabiendas de que sus vidas estaban en juego.
A raíz del vil asesinato de Blanco, las direcciones de dichos partidos decidieron asignar escolta a cada uno de sus representantes municipales en Euskadi. Hoy en día, imaginarse a un mero concejal de pueblo, cualquier pueblo de España, portando un arma, paseando con sus hijos con la presencia de un guardaespaldas o mirando los bajos del coche antes de arrancar, nos retrotrae a El Padrino. A finales de los noventa no se trataba de ficción, era el pan de cada día, y ser concejal en algunos municipios significaba dar un paso al frente y asumir grandes riesgos.
Hoy en Ermua, un busto en el ayuntamiento y un polideportivo que lleva su nombre recuerdan a aquel mártir que, en tiempos de democracia luchó por defender la libertad en su tierra ante el régimen totalitario que pretendía imponer un nacionalismo vasco sectario y excluyente con bombas y tiros en la nuca.
Consiguió la mayor expresión de unidad social en nuestra historia. De norte a sur y de este a oeste
Los restos del joven ermuarra, enterrado con las baquetas de su batería como quiso su novia, fueron trasladados, después de diez años descansando en su pueblo natal, hasta el pueblo de su madre, en Ourense. No le dejaron descansar en paz. La jauría abertzale profanó su tumba en numerosas ocasiones.
Cumplido el 22º aniversario de su secuestro y asesinato es justo recordar su figura, todo lo que supusieron para los españoles aquellos acontecimientos y las movilizaciones que dieron lugar al llamado "espíritu de Ermua". Me quedo con una frase pronunciada por su hermana años atrás: "Algún día explicaré a mis hijas todo lo que su tío consiguió en apenas 48 horas".
Consiguió la mayor expresión de unidad social en nuestra historia. De norte a sur y de este a oeste. Políticos y ciudadanos de a pie con independencia de su ideología y sentimientos (salvo los que aplaudían a verdugos y no a víctimas), salieron a la calle para decir ¡basta ya! a esa banda de asesinos con corazones de piedra.
Con Miguel Ángel comenzó el principio del fin de la violencia etarra. Todos vieron a aquel joven como su hijo o su hermano, todos se sintieron especialmente concernidos. Con Miguel Ángel comenzó una nueva etapa en la reciente historia española, la del final del miedo y el silencio.
En homenaje a su memoria, dedica desde aquí estas palabras un joven, también de 29 años, que en aquel entonces era un niño de 7, y que no olvida su ejemplo de valentía y de lucha por una sociedad más justa y libre.
*** Jaime González es graduado en Relaciones Laborales y Recursos Humanos, y opositor a la Administración General del Estado.