Por fin tenemos Gobierno y ya van a poder ponerse en marcha las medidas anunciadas durante los meses en los que hemos estado con un Ejecutivo en funciones. Dado el talante del equipo que se ha conformado, se implementarán medidas de carácter más social, con el convencimiento de sus impulsores de que hacen lo mejor para la sociedad.
De entre esas iniciativas las habrá que, llegado el momento y vistos los resultados, haya que dar marcha atrás sin que ello tenga apenas consecuencias. Ahora bien, los efectos de otras difícilmente serán reversibles y podrían dejar una honda huella moral, produciendo más perjuicios que los beneficios que se buscaba alcanzar.
Por tanto, en la toma de decisiones que tengan que ver, por ejemplo, con la bioética, antes de introducir nuevos supuestos derechos que impulsados por un populismo fácil pueden cambiar para siempre nuestra sociedad, debe existir un debate serio y razonado que rebase las cuatro paredes del Parlamento.
Si hablamos de la eutanasia, entendida como el derecho a acabar de forma deliberada con una vida apelando para ello a la libre elección o a una supuesta muerte digna, estamos ante algo que, en mi opinión, lejos de ser progresista va precisamente en contra del avance de la ciencia y de la técnica.
La muerte digna no existe. La dignidad tiene que existir en la vida y en la manera de vivirla, hasta el final
Difícilmente puede calificarse de progresista una práctica que empezó a aplicarse de forma creciente hace más de un siglo en diferentes países hasta que, con la llegada del partido nazi a Alemania, se autorizó a los médicos en 1933 a acabar con la vida de pacientes incurables. Unas veces se hacía porque lo pedían los enfermos o sus familiares, y otras sobre la base de que esas vidas ya no merecían la pena.
A partir de 1939, y en apenas unos años, el Estado alemán asumió de oficio esa tarea y asesinó a entre 70.000 y 100.000 discapacitados. Tras esta barbarie, en ningún país volvió a plantearse durante décadas la eutanasia.
Resulta paradójico que cuando el ser humano celebra haber incrementado, en el último siglo, su esperanza de vida en más de 30 años nos planteemos que cuando las personas enfermen o lleguen a ancianos se les aplique la eutanasia. Y ¿por qué? ¿Porque suponen un problema económico y cuestan mucho? Eso sería una eutanasia económica. ¿Porque no hay posibilidad de hacerse cargo de ellos y son un lastre? Hablaríamos entonces de una eutanasia social.
Frente al supuesto derecho a morir dignamente, expresión con gran capacidad de seducción pero vacía de contenido en el fondo, existe otra que sería el derecho a vivir dignamente, a no a sufrir, a no estar sólo, a que te cuiden si estas enfermo y a que nadie te haga sentir mal por estarlo. Y afortunadamente ahora existen tratamientos que evitan el dolor y el sufrimiento.
La muerte digna no existe. La dignidad tiene que existir en la vida y en la manera de vivirla, hasta el final. Y no puede ser progresismo de ningún tipo ni derecho social reconocible aquel que va en contra del avance de la ciencia. Matar se ha podido hacer siempre, alargar la esperanza de vida hasta casi los 90 años es el verdadero avance.
Se genera un entorno en el que el paciente se siente un lastre, una molestia o un gasto que es mejor ahorrarse
En el año 2002 se aprobó en los Países Bajos la ley de eutanasia para aquellos supuestos en los que hubiera un "sufrimiento físico o psíquico constante no mitigable", con un testamento vital hecho cinco años antes, con unos requisitos administrativos muy estrictos, y siendo el paciente mayor de edad y consciente de su decisión.
Con el paso de los años se ha implementado una auténtica cultura de la muerte, de tal modo que un tercio de los pacientes que tienen una enfermedad oncológica piden -y se les concede- la eutanasia, y un 1% de los pacientes a los que se les aplica ni siquiera la piden. Para mayor escándalo, en el año 2013 se aprobó que niños que no tenían edad para votar pudieran decidir sobre su propia vida.
Porque se genera un entorno en el que el paciente se siente un lastre, una molestia o un gasto que es mejor ahorrarse. Y eso afecta a enfermos para los que no se había pesado inicialmente la eutanasia.
En mi experiencia como presidente de un grupo hospitalario que dispone de uno de los centros oncológicos con más pacientes del país, puedo dar fe de que no hace falta una ley de eutanasia. Hoy ningún paciente sufre porque ningún médico puede permitir que un paciente sufra.
Se adelantará el proceso de la muerte para casos relacionados con cuestiones sociales y/o económicas
Otra cosa es que los pacientes -sobre todo los oncológicos y ya no digamos los psiquiátricos- pasan por etapas de duda, de depresión o de miedo por los demás, en los que es fácil que caigan en la tentación de querer quitarse de en medio. Y para los pacientes con enfermedades crónicas incapacitantes, lo que habrá que tratar de hacer, a mu juicio, es acelerar la investigación para curarlos, y entre tanto cuidarlos.
Se podrían aducir muchos otros argumentos para no dejarse llevar alegremente por las voces que piden la eutanasia, pero eso sobrepasaría la intención de este artículo, que sólo pretende incitar a que reflexionemos seriamente antes de aprobar una norma que se da por hecha y que sin duda nos va a cambiar como sociedad.
Merece recordar en este punto que Inglaterra, cuna de derechos sociales, rechazó en 2015, por razones de índole moral, la aprobación de la Ley de la eutanasia.
Parto de la base de que todo aquel que quiere acabar con su vida es por carencia o exceso de algo, y aunque entiendo que haya personas cuya situación desesperada les lleva a pedir la eutanasia, estoy convencido de que aprobar una ley que permita acabar con la vida de los enfermos es abrir un camino que sólo nos llevará a adelantar el proceso de la muerte para casos relacionados con cuestiones sociales y/o económicas, casos que nunca estuvieron en el ánimo del legislador. Es decir, tendría unas consecuencias terribles, también para nuestras conciencias.
*** Juan Abarca Cidón es doctor en Medicina y abogado, y es presidente de HM Hospitales.