Han sido sólo seis semanas que han parecido un mal sueño. Al despertar cada mañana deseabas volver a antes de aquel fatídico fin de semana de marzo en el que la felicidad y la vida de muchos empezó a truncarse. Todo llegó demasiado rápido.
Por fin, vamos saliendo de la pesadilla, pero creo que será imposible para algunos -fundamentalmente para el personal sanitario- evadir la angustia tras todo lo vivido. Las UCI, hasta arriba de enfermos intubados boca abajo como último recurso para que el aire les entrara mejor. Las plantas de los hospitales, atestadas de pacientes que sabes que no tendrán posibilidad de llegar a la UCI porque difícilmente podrían sobrevivir a una larga intubación. Las urgencias, con personas hasta en los pasillos a la espera de poder ingresar. Las residencias de tercera edad, sin encontrar respuesta a sus llamadas a los hospitales mientras se les morían los ancianos. El infierno para los sanitarios.
Todo ha cambiado en seis semanas. El virus ha pasado como un ciclón y nada será igual ya en nuestras vidas. No debería al menos.
Como directivo de un grupo hospitalario privado he vivido la experiencia entre la cruda realidad de las trincheras -tratando de estar con los pacientes, sus familiares y los trabajadores- y la tensión de los despachos, desde donde gestionaba una crisis que ha requerido el máximo esfuerzo para adaptarnos a lo que requería la situación en cada momento.
Muchos mitos se han caído y puedo afirmar, por mi experiencia, que la Administración pública y toda su estructura han fallado de forma estrepitosa. Nuestro escudo social, sobre todo para los más débiles, se ha esfumado a las primeras de cambio y es preceptivo analizar el porqué para que no vuelva a ocurrir.
Puedo decir, del mismo modo, que la actitud de todos los responsables -autonómicos y estatales- con los que he tenido contacto durante esta crisis ha sido ejemplar. Por eso creo que lo que debemos hacer es reflexionar sobre el mal funcionamiento general de nuestro sistema. Hay que refundar nuestro sistema de protección social.
Más allá de las buenas intenciones, la gestión del mando único no ha sido todo lo efectiva que se necesitaba
Nadie se esperaba algo así. Pero alguien tenía la obligación de preverlo. Si bien la Sanidad esta transferida a las Comunidades Autónomas, es competencia exclusiva del Gobierno la vigilancia epidemiológica nacional y alertar en función de la información que reciba de los organismos internacionales. Aquí se hizo caso omiso a los avisos y además se ignoraron los gritos de una Italia que se resquebrajaba dos semanas antes.
Pero además no hubo previsión, y cuando quisimos entrar en el mercado internacional para comprar productos sanitarios básicos para combatir la epidemia llegamos tarde.
Ante la falta de un tratamiento eficaz y ausencia de vacuna, la mejor forma de enfrentarse a la epidemia es el confinamiento precoz y la identificación de los contagios lo antes posible. Pero después de seis semanas no hay test para toda la población ni se ha podido hacer un estudio de anticuerpos que dé una idea real de la prevalencia de la enfermedad.
Más allá de las buenas intenciones, la gestión del mando único no ha sido todo lo efectiva que se necesitaba en un contexto en el que cada día que pasaba era importante para conseguir material de protección, medicación, respiradores y demás aparatos con los que enfrentarse a la pandemia.
Igualmente, la coordinación entre el Estado y las Comunidades Autónomas ha dejado mucho que desear. Al final, por unos o por otros, la realidad es que no llegaban las herramientas necesarias, y mientras en algunos sitios la demanda sanitaria excedía con mucho a la oferta, en aquellas zonas en las que el confinamiento se produjo a tiempo la ocupación de los servicios públicos apenas llegaba al 60%. Realmente no hemos actuado con verdadera unidad nacional.
Al sistema sanitario público ha habido que estresarlo bien poquito para que se le abrieran las costuras
El mito de que tenemos el mejor sistema sanitario, alabado por todos a pesar de sus listas de esperas y de sus evidentes desigualdades, ha quedado absolutamente destruido. Los profesionales del sector ya veníamos advirtiendo de que la famosa alta esperanza de vida en España, esgrimida constantemente por políticos de toda índole, no es un indicador de la calidad del sistema sanitario porque viene influenciado por otros factores como la dieta o el clima. Habrá que analizar cómo queda dicha esperanza de vida tras la muerte inesperada de más de 23.000 personas, si nos atenemos al dato oficial a día de hoy.
Lo que creo que sí ha quedado demostrado sobradamente es que tenemos son unos profesionales sanitarios extraordinarios tanto en la sanidad pública como en la sanidad privada. Sin pensarlo se han ofrecido a hacer los turnos o los trabajos que fueran necesarios sin la más mínima objeción, simplemente por su vocación de servicio y a costa de su propia salud, ya que muchas veces no disponían de las condiciones de protección adecuadas. Y no son soldados, ni miembros de las fuerzas de seguridad que saben que el riesgo sobre su integridad física lo llevan en el uniforme. Los sanitarios, no.
Al sistema sanitario público ha habido que estresarlo bien poquito para que se le abrieran las costuras e hiciera agua por todas partes. El sector sanitario privado, tan denostado por algunos, ha dado una lección de responsabilidad y lealtad con la sociedad desde el primer momento de la pandemia, sin importarle las consecuencias económicas a que abocará esta situación.
Lo ocurrido en muchas residencias ha sido simplemente indescriptible. La falta de control de las Administraciones autonómicas y locales ha dejado un reguero de muertos que nos avergüenza como sociedad y debería llevar, por sí mismo, a replantear toda la estrategia sociosanitaria del país.
Ahora toca mirar hacia delante y recuperarse. Insisto, hay que refundar nuestro sistema de protección social para, dejando a un lado la ideología, reconstruirlo de manera que pueda dar respuesta a futuras situaciones como la actual. Toca replantear la coordinación entre el Estado y las Comunidades Autónomas mediante un protocolo perfectamente definido que sea de obligado cumplimiento en situaciones de alerta sanitaria.
El sistema sociosanitario debe estar para proteger a toda la población, no para elegir quién vive o quién muere
Toca, igualmente, hacer una revaluación del sistema sanitario público, con transparencia, aplicando indicadores objetivos para disponer de datos fiables. Hay que incrementar su financiación para que pueda atender a la sociedad en situaciones de pandemia. Y la equidad y el acceso igualitario a los recursos no puede ser papel mojado.
Al mismo tiempo, cuando sea necesario se deben integrar los recursos del sector sanitario privado con los del sistema público, y no aislar ni tratar de desprestigiar de forma constante a la sanidad privada.
Por último, toca revaluar la atención del Estado hacia los más débiles, en especial mayores y dependientes. Pese a que las autoridades suelen presumir de la justicia social conseguida, está casi todo por hacer, pues nunca se le ha acabado de dotar económicamente este ámbito.
Sobran palabras y postureos. A veces parece que lo único que importa son los gestos que dan votos. Hay que implementar medidas pensadas en los ciudadanos, y no al revés, pues al final parece que todos estamos para servir al sistema. A la hora de la verdad, la solución ha sido confinar a la población a costa de sacrificar derechos individuales, y rezar por nuestros muertos, porque no se les ha podido ni velar.
El sistema sociosanitario debe estar para proteger a toda la población, no para elegir quién vive o quién muere. Sobran carreteras y faltan recursos sanitarios, y a lo mejor habría que preguntar a la sociedad, ahora que ya conoce la verdadera realidad de nuestro sistema de protección social, qué prefiere.
*** Juan Abarca Cidón es presidente de HM Hospitales.