Está acabando el curso universitario 2019/2020. Y al tiempo que los profesores, mal que bien, tratamos de evaluar de alguna forma las asignaturas del segundo cuatrimestre ―del cuatrimestre que no ha tenido lugar debido a la crisis sanitaria del coronavirus―, nuestros buzones de correo electrónico se van llenando de mensajes institucionales en los que las distintas autoridades académicas (decanales, rectorales), y otras instancias políticas, nos felicitan por el éxito de la rápida adaptación de la actividad docente e investigadora a las nuevas circunstancias: El éxito de las plataformas de enseñanza virtual, de los exámenes online, de las clases por videoconferencia, y todo eso.
Más aún, aquí y allá se va percibiendo en los mensajes la sugerencia de que nos encontramos ante un avance. Ante un "gran avance" ―porque para las instancias políticas los avances siempre son grandes―. Ante un paso adelante hacia el modelo de universidad del futuro, etc., etc.
Tenía que ocurrir. Posiblemente era inevitable que una sociedad inmersa de manera cada vez más profunda (a lo largo de un proceso que ya va durando décadas) en el mundo de los videojuegos, de las realidades virtuales, de las redes sociales, de los chats y de mil sucedáneos de las relaciones humanas reales, terminara inventando el "juego de la universidad".
Porque se trata de un juego, por supuesto. Un juego que guarda tanta relación con la actividad universitaria de verdad como un partido de fútbol en la playstation tiene que ver con un partido de fútbol a secas.
La universidad vive del diálogo real, del encuentro real entre alumnos y profesores que contrastan opiniones
Sólo una persona o una sociedad aturdida por décadas de likes y emoticonos podría confundir una hora de videoconferencia con una auténtica lección universitaria. Con una lección en la que el profesor percibe en el ambiente del aula qué es lo que está ocurriendo, y trata de adaptarse sobre la marcha a la situación:
Las miradas de los alumnos, los gestos de interés o aburrimiento, el fondo de cuchicheos entre ellos, mayor o menor, en un tono o en otro. Los murmullos de desaprobación. Las expresiones de sorpresa. Las dudas que uno de los alumnos plantea y que generan, o no, leves gestos de asentimiento por parte de otros. Todos esos detalles que permiten al profesor saber si ha conseguido explicar lo que quería. Si la clase se ha perdido. Si ha perdido el interés, o, por el contrario, si la atención va en aumento. Todo eso, todo, todo, desaparece en las "clases virtuales", que ni son clases ni son nada.
Como desaparecen los corrillos en torno al profesor, al terminar la hora de docencia, por parte de los alumnos que quizás no se han atrevido a preguntar en público, pero que quieren consultar un punto u otro de lo explicado. O expresar una opinión. Una opinión que otros escuchan, y se genera entonces un grupito en diálogo, que prolonga la clase de forma más viva y espontánea que en los minutos anteriores.
Como desaparecen luego las conversaciones de café en las pausas. Entre alumnos, entre profesores, entre unos y otros.
La universidad de verdad es eso. La universidad vive del diálogo real, del encuentro real entre alumnos y profesores que se enfrentan a un tema que tratan de comprender, y lo discuten, y preguntan, y contrastan opiniones, y se miran a la cara, y el gesto (no el emoticón, sino el gesto genuino, generalmente irreflexivo) expresa tanto o más que las palabras: duda, incomprensión, oposición, entusiasmo, cansancio, sorpresa, perplejidad...
El individuo va siendo encerrado en una celda de virtualidades, y pasa más tiempo ante una pantalla que ante un amigo
Hay personas que, por diversas circunstancias, no pueden participar de esta forma de vida, y sin embargo desean adquirir determinadas especializaciones o títulos que se obtienen en ella. Y para estas personas hace ya mucho tiempo que se ofrecen los cursos de las "universidades a distancia". Por supuesto, no hay nada que objetar a ello. Pero insinuar que este modelo es la universidad del futuro significa tanto como anunciar que en el futuro ya no existirá la universidad.
Y quizás sea ese el futuro, después de todo. Tal vez la idea de conocimiento adquirido a través de relaciones reales entre jóvenes que buscan aprender y maestros que tratan de transmitir lo que ellos mismos han adquirido en esa búsqueda sea irrealizable en un mundo en el que el individuo va siendo encerrado en una celda de virtualidades, y pasa mucho más tiempo ante una pantalla que ante un amigo.
Sí. Puede que la universidad ―esa institución medieval, que vive del roce humano, y de la controversia con adversarios que tienen rostro― no tenga futuro. No lo sé. Espero que las cosas no vayan tan lejos, pero no lo sé.
Lo que sí sé es que el "éxito" del curso que estamos concluyendo estos días, entre torres de trabajos pendientes de evaluación, es mentira. No ha habido segundo cuatrimestre. No ha habido curso académico. No ha habido universidad. La universidad nunca será virtual.
*** Francisco José Soler Gil es profesor titular de Filosofía de la Universidad de Sevilla.