La libertad no es una partícula en suspensión. Crece o mengua. No es un statu quo ni está en la naturaleza, salvo que entendamos la libertad como la ley del más fuerte.
El siglo XX fue un enorme tira y afloja entre regímenes liberales –en el sentido más amplio del término– y autoritarismos de diverso signo. Se impusieron los liberales. Quedaron tensiones internas dentro de los países, pero eran por matices. En Europa la democracia como régimen no estaba ya en tela de juicio.
Empezaron a llegar generaciones que nacieron con un amplio sistema de derechos y libertades. La mía es la primera de muchas. Somos generaciones que no valoran ser libres porque creemos que forma parte del paisaje. Pero la libertad es frágil y las sociedades humanas, un ecosistema inestable.
Hoy vuelven de forma poco tímida los liberticidas y por varios flancos. Estamos asistiendo a una revuelta cultural que propone arrepentirnos de todo el pasado occidental, tirar a nuestros héroes, borrar nuestro arte e instaurar el culto a un nuevo relato que no se sustenta en nada. Los hechos o la historia son lo de menos.
Hemos visto cómo se ha tumbado la estatua de Churchill o el busto de Cervantes en las semanas pasadas en nombre de los derechos humanos. Daba el igual que el primero fuera la última línea de resistencia frente a Hitler –con enormes presiones internas para pactar una rendición con los nazis– o que el segundo sea el autor de la mayor obra maestra de la literatura en español, por tanto, una de las mayores obras de arte de la historia.
El posmodernismo se basa en la aniquilación de la verdad. Todo es relato. La Ilustración es un mal sueño. Y vivimos ahora una fase aguda de esta corriente hueca y poco exigente con sus correligionarios. El momento de posmodernidad aguda se constata cuando se tiene por intelectual a quien tuitea "La hegemonía se mueve en la tensión entre el núcleo irradiador y la seducción de los sectores aliados laterales. Afirmación–apertura”, en lo que parece una parodia del Escándalo Sokal.
Todo comienza como revolución cultural pero termina metido en el salón de tu casa diciéndote qué hacer
Pero el problema no es que haya un nutrido grupo de pseudointelectuales, artistas o políticos que opten por el salto al vacío. El problema es que quieren imponerlo a los demás y no encuentran una resistencia organizada. Y debe hacerse.
Lo que ha sucedido con Lo que el viento se llevó, queriendo censurarla retirándola de plataformas es una manifestación más del delirio que viene. Nada está a salvo: después vendrán John Ford, Howard Hawks o García Berlanga. Lo mismo sucederá con Caravaggio o Velázquez. Con Miguel Ángel o Leonardo. Con Cristóbal Colón o Fray Junípero Serra. Leer la autobiografía de Woody Allen es un acto de rebeldía suprema.
Cualquiera puede encontrar un elemento ofensivo en ellos, puesto que no tiene que demostrarlo, basta con relatarlo. Como Calvino en Ginebra o los sucesos en Münster en 1534, todo comienza como revolución cultural. Pero termina metido en el salón de tu casa diciéndote qué película, ver, qué cuadro colgar o cómo mantener relaciones sexuales sin micromachismear. Y ese riesgo empieza a existir.
Es más, ahora la pinza liberticida no solo se ejerce por la izquierda sino que les ha salido una derecha ultraconservadora dispuesta a disputar ese espacio. No el de la libertad, sino el que dirime qué trozos hay que arrancarle. La guerra cultural no discute si debes ser más o menos libre. El objeto de este conflicto es qué parcela de tu libertad aniquilar. Por eso los liberales deben poner pie en pared y disponerse para esta batalla.
Otra de las manifestaciones del liberticidio es el intento de terminar con la prensa. Las campañas de descrédito a periodistas por parte de los populismos tienen un objetivo: no poder ser denunciados por nadie. No poder ser controlados.
Es un ataque amplio, de la invención de unas cloacas a señalar a las empresas que se anuncian en programas críticos con ellos, los populistas españoles se vacunan contra las informaciones que puedan poner en tela de juicio su ética o idoneidad para el servicio público. Si les pillan firmando como arquitectos sin serlo, recibiendo dinero de Irán o del exilio iraní –qué persa está la política española– reteniendo una tarjeta SIM de una mujer con fotos comprometidas, asesorando a dictaduras o con cajas B, todo es una conspiración en la que participa la prensa. No tendrán que demostrar que es falso porque todo es un movimiento del establishment para terminar con ellos.
Cualquier evento es una ofensa en potencia: desde una corrida de toros a unos premios cinematográficos
Si se equivocan no yendo a un funeral del Estado dirán que es satánico o masón. Abriendo la puerta a delirios muy dañinos, así nos lo enseñó el pasado. Pero el pasado ya no existe. Se reescribe. Todo es relato.
Los ataques del vicepresidente del Gobierno a un periodista deberían alertar a todos los demócratas. Desde el otro populismo envían a psiquiátricos a los que opinan contra ellos, trasladando además toda crítica que alguien haga a la formación política a sus votantes. Están a pocos pasos de hacerles firmar una responsabilidad mancomunada sobre todos los actos del partido.
El populismo busca la impunidad, y tras la impunidad acecha la tiranía.
El profesor Victor Davis Hanson, referencia vital para mí en su investigación sobre el fenómeno bélico con su gran obra Matanza y Cultura, ha advertido de que casi todas las instituciones sociales o culturales se han convertido en armas. Cualquier evento es una ofensa en potencia: desde una corrida de toros a una entrega de premios cinematográficos. Todo va a ser contemplado como un acto de parte. Todo es susceptible de ser arrojado contra la cabeza de alguien.
Esta etapa posmoderna es idónea para que populismos y relatores de toda índole impongan sus tesis y terminen definitivamente con la Ilustración. La obra en defensa del conocimiento ilustrado de Steven Pinker se ha hecho más necesaria que nunca. También son interesantes trabajos como el de Axel Kaiser La Neo Inquisición o toda la concepción de Bruckner y Finkielkraut sobre el hombre posmoderno.
Si dejamos que el debate en esta guerra cultural sea sobre qué pedazo de libertad hay que amputar, mereceremos la pérdida del miembro escogido. Es urgente que los liberales se organicen y alcen de nuevo la voz y defiendan la libertad de la Internacional Liberticida.
*** Guillermo Díaz es diputado de Ciudadanos por Málaga, abogado y escritor.