El Gobierno aprobó, el pasado 15 de septiembre, el anteproyecto de “Ley de Memoria Democrática”. El debate generado a partir de tal decisión alude al pretérito, aunque sus consecuencias afectan al presente y, sobre todo, al futuro.
El ayer está sirviendo para justificar lo que vendrá mañana y está forjándose ahora, ése es el sentido profundo de la manipulación sobre la “memoria histórica”. Memoria, que no Historia, porque ésta debe ser disciplina científica que, basada en teorías explicativas, metodologías contrastadas y pruebas documentales, verifique lo acontecido con el fin de conocerlo y explicarlo.
Siguiendo ese gesto del barón Munchausen, aparentemente absurdo y desde luego doloroso, el historiador debe tirar hacia arriba de sus cabellos para salir del charco de fango en que se convierte la actualidad donde desarrolla su trabajo.
No hay historiador que sea alma pura y objetiva, pero su legítima subjetividad debe anclarse en el rigor de la teoría fundamentada, el método trabajado y el documento probatorio. La Memoria no puede equipararse con la Historia, porque la primera es representación del pasado y la segunda explicación, fundamentada científicamente, de lo sucedido.
Las memorias individuales ofrecen al historiador fuentes de información valiosísimas, testimonios directos de lo vivido en una trinchera de la Guerra Civil o en un despacho del Congreso mientras se negociaba sobre la Constitución.
Nuestra democracia basó su razón de ser en la reconciliación de las dos Españas: la Constitución es un texto de consenso
La Memoria es útil para la Historia, pero no confundamos ambos conceptos, porque ésta abarca más –debe hacerlo–, convirtiéndose en poliedro interpretativo de un ayer con demasiados matices como para reducirlo a la simpleza de un código binario donde sólo hay malos contra buenos.
Orwell lo resumió brillantemente en 1984: “Quien controla el pasado, controla el futuro; y quien controla el presente, controla el pasado”. La memoria, pues, como fuente legitimadora del poder, del sistema político en curso.
Mientras duró el franquismo, éste se fijó en un instante del ayer, el referido a su victoria en la Guerra Civil, y por eso aquél discurso de “la Cruzada” y sus posteriores “años de paz” lo inundaron todo –el cine, la educación, la prensa, la radio, la televisión– a la par que España se dividía en dos bandos aparentemente irreconciliables.
Por eso cuando el dictador murió y el consenso en aquel país roto fue posible, la dialéctica de los vencedores y vencidos, hija del discurso de la “Victoria”, dio paso a la reconciliación nacional, la concordia, el olvido de las mutuas afrentas y una amnistía que pidió la izquierda como una condición crucial para transitar hacia la democracia. Amnistía para todos, fueran del bando que fueran, como dijo Carrillo en 1974 durante un mitin en París: “Hoy los criminales somos nosotros. Pero mañana los criminales serán ellos. Nuestra concepción de la amnistía es que esa amnistía debe ser para unos y para otros. Es decir, que no debe haber ningún espíritu de revancha, ni ninguna política de revancha”.
Si el franquismo utilizó “la Victoria” como origen legitimador de su régimen, nuestra democracia basó en la reconciliación de las dos Españas su razón de ser, por eso la Constitución de 1978 es un texto de consenso, donde ningún bando ni fuerza política impuso a su rival una idea innegociable de país. He ahí su debilidad y, a la vez, su imprevista fortaleza.
Nos encontramos en pleno cambio de régimen: de una monarquía parlamentaria a una república plurinacional
Por tanto, cuando hay cambio de régimen se da un pulso entre legitimidades cuya manifestación más evidente es un cruce de memorias enfrentadas, donde la nueva percepción del ayer sustituye a la precedente. Así, en la Transición, la reconciliación de las dos Españas desplazó a la victoria de una mitad sobre la otra. Y la democracia sustituyó a la dictadura.
Ahora nos encontramos en pleno cambio de régimen: de una monarquía parlamentaria a una república plurinacional. Los ritmos, la duración del proceso, su fachada terminológica, sus trampantojos jurídicos aún nos son ajenos –ya se irán revelando con el tiempo–, pero la carta de navegación está trazada desde que el PSOE apostó, en aquél “Pacto del Tinell”, por excluir de la vida política española a la mitad del país para blindarse en el poder, pactando con los nacionalistas y los populistas de la “nueva izquierda”.
Pedro Sánchez dijo a Casado durante una de las últimas sesiones de control en el Congreso: “Hay una diferencia entre Unidas Podemos y ustedes. Y es que Unidas Podemos cumple con la Constitución, ustedes no cumplen con la Constitución”. Ahí están los mimbres del régimen que nos viene, inaugurado con la Ley de Memoria Histórica y cuyo penúltimo episodio –deslegitimador del consenso transicional– es la aprobación del anteproyecto de Ley sobre “Memoria Democrática”.
Nada nuevo bajo el sol, otra vez el poder vigente busca en el pretérito un hito donde justificar el régimen que va forjando. Arrumbada la reconciliación, va renaciendo con fuerza la idealizada República, con el morado de las banderas cual bálsamo de Fierabrás. Benedetto Croce tenía razón: “cada presente elige su pasado”.
*** Alfonso Pinilla García es profesor de Historia Contemporánea en la Universidad de Extremadura.