Cuando aún no habíamos tenido tiempo de recuperarnos de los excesos inaugurales de 2021, su bautizo como Año Nuevo de la Esperanza ya se ha convertido en una broma macabra. Chasco aún más esperpéntico si recordamos que el bicho y la nieve suman dos, por lo que de hacer caso a la ortodoxia bíblica aún restarían cinco plagas más.
Naturalmente, siempre y cuando sólo computemos como plagas las puramente naturales (más o menos, experimentos chinos aparte) y consideremos al Gobierno Sánchez-Iglesias como una maldición estrictamente política, ajena a la natural predisposición genética de España al suicidio.
Pero si hay algo cuya previsión es infalible, es el permanente estado de indignación en el que parecen habitar algunos compatriotas, autoproclamados supremos custodios de la sagrada misión de hacer cumplir el deber ciudadano de la responsabilidad colectiva.
Así, la pandemia era ayer la justa causa que enarbolaban para desatar su indignación, de modo que, por muy santo varón cumplidor de las normas que fueras, si alguno de los ungidos te sorprendía paseando por la calle en horario de confinamiento con tu hijo autista o en plena faena con el inhalador, su sagrada ira se disparaba. Naturalmente, desconocían las circunstancias eximentes y, de haberlas sabido, es probable que ningún insulto salvaje ni berrido animal hubiesen salido por sus bocas.
Pero su pecado no es este, sino disparar sin preguntar. E, incluso, disparar sin más, que ya decían nuestros mayores que la razón se pierde cuando la recriminación olvida las formas, pues entonces desaparece su justificación de servir como necesario y justo recordatorio de un deber, para revelarse como el onanista ejercicio de no se sabe bien qué superioridad moral o (en el mejor de los casos) avería mental.
La explicación de este comportamiento es sencilla: simplemente, no lo pueden evitar. Hablamos de la tribu de los españoles permanentemente indignados.
Les frustra tanta limitación autoimpuesta y necesitan más: una justa causa que les solemnice y les garantice librar del ridículo a su hiperventilación
Efectivamente, lo están siempre. Es su naturaleza. Normalmente, el ejercicio de su indignación no pasa de la barra del bar o de la trifulca con el cuñado, y no tiene más consecuencias que un fruncimiento de cejas o un malhumorado farfullar. Pero el problema es que esto no les basta. Les frustra tanta limitación autoimpuesta por un elemental sentido de la proporción, y necesitan más: una justa causa que les solemnice y les garantice librar del ridículo a su hiperventilación.
Estos días, la tormenta Filomena les ha brindado su segunda gran causa. A modo de un déjà vu definitivamente familiar, se han vuelto a oír desde algunos balcones los recordados gritos de "¡Dejad de pasear, imbéciles!", como si morir aplastado por un trozo de hielo desprendido del tejado fuese un virus susceptible de contagiarse.
Tampoco han faltado los que, tras despejar de nieve la puerta de su casa, se han dirigido a las cámaras de la televisión (con la pala en ristre en prueba de su condición heroica) y han bramado indignados contra la pasividad de la Administración, cuya clamorosa falta de actividad habrían tenido ellos que suplir.
Confiemos en que si es verdad aquello de que el nacionalismo se cura viajando, valga este mismo remedio para el mal del infantilismo ciudadano y baste, como cura, regalar billetes de avión a los Países Bajos, Alemania o Estados Unidos, donde la solidaridad de cada ciudadano con su comunidad se demuestra de la forma más natural y espontánea, en episodios como el de Filomena, haciéndose cada uno responsable del cuidado de su casa y de su entorno.
Muchos de los que acusaban a la Comunidad de falta de previsión por no tener una máquina quitanieves por cada ciudadano son los que ayer clamaban contra el Hospital Isabel Zendal
Pero los que merecen ser destacados por encima de todos los demás son los que protestan porque no haya los suficientes medios materiales y humanos para mantener virginales las calles, como si fuese razonable exigir que la Administración invierta los recursos públicos pensando en situaciones excepcionales que, por serlo, pueden producirse o no, y que, de producirse, lo hacen cada 50 o 60 años.
Por supuesto, muchos de los indignados que desde las tertulias televisivas acusaban estos días al Gobierno de la Comunidad de Madrid de una criminal falta de previsión por no tener una máquina quitanieves por cada ciudadano son los que ayer clamaban contra el Hospital Isabel Zendal, construido para atender a los enfermos de la Covid-19 que, como es sabido, es una leyenda urbana que hace referencia a un extraño virus que podría llegar desde China, según algunos apocalípticos.
La intrahistoria de estos días es el esperpento de unos pocos, aunque muy vociferantes ciudadanos, que confunden las causas con los prejuicios y que, al sentir la falta de fundamento de su indignación, se pretenden afianzar lanzándose a una sobreactuación deliberada.
Mientras, los verdaderos forjadores de la historia real se ríen complacidos al comprobar como unos, en su ceguera, y otros, en su defensa, miran hacia el lado que no es.
*** Marcial Martelo de la Maza es abogado y doctor en Derecho.