Cristianismo y catolicismo: manual de autoayuda
La autora desmonta con ironía el cúmulo de mixtificaciones que definen al hecho religioso en nuestro país.
En el Twitter español, ágora virtual donde los compatriotas entran ufanos a darse una vueltecica y a menudo salen llorando lagrimones, una de las batallas no resueltas es la de la religión.
“¡Tú eres de la Secta Satánica Anticristiana!”, me han tuiteado a gritos alguna vez cuando he pretendido hablar civilizadamente sobre el error de concepto que arrastra España en esto de las creencias divinas. Llevo picando incautamente desde hace años y en Navidad suelo cometer la temeridad de meter baza sobre el asunto, concitando berrinches de mis seguidores católicos más propensos al reventón.
Esta Navidad de la coronacrisis me lie la mascarilla a la cabeza y fui a por todas, optando por soltar la bomba MOAB sobre la religión, la madre de todas las opiniones explosivas, a ver qué sucedía. El 23 de diciembre, víspera de Nochebuena, mientras el gobierno emitía directrices inescrutables sobre el número de allegados, convivientes y no convivientes que el sufrido paga-impuestos podía sentar a su mesa para celebrar la fiesta familiar más trascendental del año, regresé a las cochiqueras de Twittera eso de la una del mediodía.
“Trazo grueso en la actitud ante la Navidad,” tuiteé. “Los católicos españoles se la apropian y venden como suya mientras los ateos la cancelan, en vez de aceptarla como la tradición occidental que es.” No contenta con eso, añadí la coletilla final: “El cristianismo no es una religión. Es la civilización más avanzada de la Historia.” Por suerte, ya se me habían acabado los 280 caracteres y tuve que dejarlo ahí. Los seguidores benevolentes preguntaron si había empezado ya a darle al cava; los beligerantes me dedicaron adjetivos como "progre", "centroprogre", "semianalfabeta" y, quizá el más gracioso de todos: "periodista" empleado como insulto.
“El nacionalcatolicismo es un cristianismo español que cree que donde realmente crucificaron a Cristo fue en Sevilla por Semana Santa,” escribía Umbral en 1986 en su Guía de pecadores. “El que el Evangelio sea una cosa extranjera es una cosa que no aceptan,” apostillaba, metiendo el dedo en el ojo de la polémica religiosa que todavía colea en España treinta y cinco años después.
Y cuánta razón tenía, porque España no solo tiende a usar catolicismo y cristianismo como sinónimos, como cartas intercambiables de la baraja de las Creencias, sino que cientos de miles de españoles asocian automáticamente la religión con el catolicismo. Los 40 años de dictadura militar católica han instalado el catolicismo como una obligación política, tanto entre los que la aceptan ―con un proselitismo a menudo atosigante e insultón―, como entre quienes la rechazan sin plantearse otras posibilidades religiosas diferentes. Apenas existe en España, o no de manera mayoritaria, la religión como opción individual.
En vez de aceptarse que cada persona elija ―casi a la carta, como sucede en otros países― la religión que quiera, en España parecen existir solo dos opciones: ser creyente (es decir, católico) y ser no creyente (es decir, no católico). España fue el tercer país del mundo en aceptar el matrimonio gay, después de Holanda y de Bélgica. España es también el país donde los detalles de un café se pueden especificar hasta el paroxismo en cualquier bareto de carretera: solo, largo, cortado, manchado, americano, descafeinado, de máquina, de sobre, templado, caliente, en vaso, en taza, con hielo.
Pero en el asunto de la religión las opciones parecen reducidas a dos, al menos públicamente, pese a que España es uno de los países de la Vieja Europa, según el Eurobarómetro de 2010, con un mayor porcentaje de población (19%) que dice “no creer en ninguna clase de dios, espíritu o fuerza sobrenatural”, tras Francia (40%), República Checa (37%), Suecia (34%), Holanda (30%) y Alemania (27%), pero por delante de Austria (12%), Portugal (12%) e Italia (6%).
El partido español ultraconservador Vox, fervoroso adorador del trumpismo, ha deslizado la noción de que Trump es católico, cuando el polémico líder estadounidense es un agnóstico que tuvo que asumir precipitadamente una religión al entrar en política. Los Trump alemanes eran evangélicos luteranos, es decir, protestantes de pura cepa. Donald Trump fue confirmado en una iglesia presbiteriana (protestante también), pero se ha identificado como un cristiano sin denominación, o sea, un ciudadano occidental agnóstico que busca cubrir las apariencias para poder permanecer en política en un país que prefiere los candidatos presidenciales con una afiliación religiosa, sea la que fuere. Merece la pena recordar que Estados Unidos celebra elecciones presidenciales desde 1788, pero solo ha tenido dos presidentes católicos: John F. Kennedy y el inminente Joe Biden, ambos representantes del Partido Demócrata, es decir, dos izquierdistas certificados.
Y si España cree tener no sé qué potestades sobre el cristianismo mundial ―en base a ese catolicismo mayoritario de la población española (61%, según CIS de junio de 2020)―, conviene destacar que el lema oficial de Estados Unidos es desde 1956 “In God We Trust”, es decir, “En Dios confiamos”, frase que aparece en los verdes billetes de dólar, sobrevolando el cielo que corona la Casa Blanca en el papel moneda más popular del mundo.
En cuanto al cristianismo en sí, recordemos que Jesús de Galilea era un rebelde antisistema cuyo éxito masivo contra el Imperio romano fue el de propagar una socialdemocracia rudimentaria. Hace unos meses ha cumplido 50 años el álbum Jesucristo Superstar de Andrew Lloyd Weber y Tim Rice, aparecido a finales de octubre de 1970 y que la BBC censuró por considerarlo sacrílego. En la década siguiente su concepto de un cristianismo cool encarnado en un Jesús cercano a un coach motivacional tuvo tal éxito entre la juventud occidental que vendió siete millones de discos.
Cuatro años antes, en 1966, el iconoclasta John Lennon había asegurado chulescamente que los Beatles eran más famosos que Jesucristo. Él también veía las similitudes entre una estrella pop y el histórico fundador del cristianismo en tanto que mesías capaz de movilizar a millones de personas, por no hablar de las melenas, las túnicas y las sandalias.
Todo esto, como el propio Trump, también forma parte de la civilización cristiana. Pero parece guardar poca relación con el catolicismo de oropeles, fumatas secretistas y privilegios del Vaticano. Si el Jesús hippy y pelanas del amor a los desfavorecidos levantara la cabeza y viera las intrigas cardenalicias purpuradas y enjoyadas, le daba un vahído. Y sinceramente, no parece que los furibundos muchachotes de Vox sean el mejor departamento de marketing de ese cristianismo que hoy es el mundo occidental formado por Europa, Estados Unidos, Canadá, México, América Latina, Australia, Nueva Zelanda y Rusia, es decir, unos 1.800 millones de individuos cuyas creencias mayoritarias son el catolicismo, el protestantismo y la fe ortodoxa, pero también el agnosticismo y el ateísmo. Se calcula que en el mundo occidental pueden vivir hoy unos 400 millones de personas sin creencias religiosas, que no por ello dejan de formar parte del mundo cristiano.
Mucha agua ha corrido bajo el Puente de la Culebra desde que el maestro Umbral se reía veladamente en sus columnas de Carmen de Alvear y de Barrera de Irimo y llamaba al nacionalcatolicismo la división acorazada de Dios y el ángel enlutado de mil cabezas. Pero algunos no se han enterado.
***Gabriela Bustelo es escritora y periodista.