Inestabilidad, fragmentación y populismo
La autora reflexiona, a partir de la crisis política italiana, sobre los riesgos para la democracia de la llamada nueva política.
Crónica de una muerte anunciada. El primer ministro italiano, Giuseppe Conte, presentó el pasado 26 de enero su dimisión al presidente de la República, Sergio Mattarella.
Esta práctica se ha convertido ya en una artimaña recurrente en el panorama político italiano. De acuerdo a los medios italianos, y tras el fracaso de la llamada operación Conte, el presidente pedirá ahora a Mario Draghi que lidere un gobierno tecnócrata. Será el tercer gobierno italiano en menos de tres años.
A algunos les puede parecer mucho. Pero en la historia del país transalpino, los gobiernos suelen tener una vida media de 15 meses. Tanto es así que, desde la II Guerra Mundial, Italia ha tenido 65 gobiernos. En Alemania, por ejemplo, sólo han tenido 29.
Pero este fenómeno no sólo se debe a factores institucionales, como que el presidente y el primer ministro no sean elegidos directamente por los ciudadanos, sino también a la propia naturaleza fragmentada de la sociedad italiana. O a la alta volatilidad de los votantes italianos.
Como consecuencia de ello, se crean coaliciones de partidos que suelen generar tensiones insalvables. La inestabilidad gubernamental italiana es, sin duda, una anomalía. Pero también es cierto que otros países europeos han experimentado en los últimos años largos periodos de ingobernabilidad. Por ejemplo, Bélgica, Holanda o España. Aunque, eso sí, sin llegar a los niveles de Italia.
No obstante, esto está dejando de ser algo particular de Italia. Principalmente porque hoy las democracias tienen que hacer frente a desafíos importantes en todo el mundo. Y, en especial, en Europa.
La sociedad se encuentra hoy condicionada por la desafección de los ciudadanos hacia la política, por la corrupción, por la irrupción de fuerzas políticas populistas, por la decadencia de los partidos tradicionales y por el descontento social.
Como consecuencia de ello, están surgiendo gobiernos minoritarios que, en muchas ocasiones, se encuentran condicionados por nuevos pequeños partidos políticos. Partidos que están, en una buena parte de sus posicionamientos, muy lejos de los partidos tradicionales.
De esta manera, los gobiernos deambulan hoy entre crisis internas, oposiciones crecientes y desencuentros parlamentarios. Y, por tanto, ya no cuentan con esas mayorías robustas y sólidas que les garantizaban estabilidad antes.
Ante esta crisis de gobernabilidad, muchos de aquellos que anticiparon que el surgimiento de nuevas fuerzas políticas y la pérdida del dominio parlamentario por parte de los partidos tradicionales contribuía al fortalecimiento de nuestras democracias se están empezando a arrepentir de sus palabras.
No obstante, es cierto que una mayor fragmentación y una mayor polarización parlamentaria favorecen la representatividad de la pluralidad al hacer presente en nuestras Cámaras nuevas sensibilidades políticas.
Además, quien gana las elecciones no suele gobernar ahora solo, sino compartiendo el poder con otros partidos, haciéndose efectivo el sistema de frenos y contrapesos existentes en cualquier sistema democrático.
Pero también es cierto que allí donde se produce una mayor fragmentación y polarización existen gobiernos más inestables. Porque la gobernabilidad se encuentra en manos de uno o pocos partidos que desempeñan un papel clave a la hora de asegurar la mayoría del Ejecutivo, y que se aprovechan de esta circunstancia para avanzar en su agenda programática.
Esto dificulta la actividad gubernamental porque disminuye la producción legislativa en comparación con la de los gobiernos mayoritarios. También porque esta, en muchos casos, se encuentra condicionada por la falta de consenso y por la voluntad de unos socios pequeños que esperan obtener una rentabilidad desproporcionada.
Entonces, ¿dónde está el problema?
En primer lugar, los partidos políticos no se han adaptado a esta nueva realidad y continúan jugando a la gesticulación y la política de crispación.
En segundo lugar, los partidos políticos tienden a poner sus intereses particulares por encima de los intereses generales.
Por tanto, allí donde se supera esta dinámica, como en el caso de los países nórdicos, los gobiernos minoritarios funcionan y las democracias se fortalecen sobre la base de unas dinámicas en las que participan distintos actores. También, gracias a unos parlamentos que recuperan parte de sus funciones perdidas.
Sin embargo, es verdad que es más fácil lograr acuerdos rápidos en los parlamentos pequeños, como los escandinavos. Pero también lo es que existe una mayor predisposición por todas las partes a alcanzar un consenso que permita sacar adelante las reformas importantes sin fomentar la inestabilidad de los gobiernos.
Pero cuando esto no ocurre, la fragmentación y el populismo no sólo generan inseguridad, sino que, además, debilitan a los gobiernos y al propio sistema.
*** Gema Sánchez Medero es profesora de Ciencia Política y de la Administración en la Universidad Complutense de Madrid.