La reciente radicalización y fractura de la sociedad estadounidense es un fenómeno desconcertante. Describir con acierto lo que pasa allí, y por extensión en la civilización occidental, se antoja una tarea extraordinariamente complicada.
Autores como James Lindsay hablan de una revolución cultural de corte gramsciano o de leninismo 4.0 para una doctrina, alentada desde corporaciones e instituciones, que regula la esfera pública y la privada, politizando así hasta lo más íntimo.
Ningún calificativo ha sido más machaconamente repetido que el de racista. Ese calificativo es la palanca principal de este discurso. Todo tiene que analizarse en clave racial y nada pasa fuera de ahí.
Al calor entre otros del formidable éxito de uno de los libros más siniestros de las últimas décadas, White Fragility, se ha dado oficialmente por muerto el añejo precepto moral de Martin Luther King que pide valorar a los demás por su carácter y no por el color de su piel.
Ahora, la raza ha pasado a formar parte del eje fundamental de la identidad de una persona junto con el sexo y la orientación sexual, creando a partir de la intersección de todo ello una jerarquía de castas en torno a los conceptos de opresión y privilegio. Una locura que no parece tener frenos.
¿Llegará de alguna forma la onda expansiva a nuestro país?
Quizá hayan percibido que los medios más afines al Gobierno martillean con este tema a su audiencia a diario. Parece por momentos que la cuestión del racismo pudiera llegar a desplazar el protagonismo mediático del que ha gozado estos últimos años el feminismo e incluso, si me apuran, el mismo Francisco Franco.
Y como en España no se da puntada mediática sin hilo político, un parlamentario del PSOE ha hablado ya desde la tribuna del Congreso sobre las minorías oprimidas en Europa, entre las que ha citado a africanos, homosexuales, judíos... y socialistas. Porque no hay nada como autoerigirse en minoría para tener mayor autoridad moral.
Se intuye en consecuencia por dónde va la guerra cultural que anunció Iván Redondo. Se pretende replicar en España el discurso estadounidense sobre las minorías oprimidas, el antirracismo y la teoría interseccional.
Ahora bien, ¿calará ese discurso y llegará a ser tan divisivo y tóxico como lo está siendo en los Estados Unidos?
Desde sus orígenes, España ha sido muy permeable a Occidente, antes conocido como Cristiandad, de la que se ha visto como paladín evangelizador o reserva espiritual. Quizá porque entrar en ese club exigió siglos de lucha y ahí quedó el anhelo insatisfecho, como la gula de quien pasó hambre de niño.
Y así, no ha habido moda, revolución o paradigma cultural occidental que no se nos haya contagiado como un bostezo o un virus chino. El Barroco, la Ilustración, el Romanticismo, las revoluciones liberales decimonónicas...
Todo pasó por aquí dejando su huella.
Llegó el siglo XX y tal era nuestro ardor por marcar el paso de los tiempos que hasta tuvimos un preámbulo de la Guerra Mundial que arrasó el continente, con similares actores ideológicos.
En el recurrente temor a perder tal o cual tren de la historia y creerse la bochornosa excepción europea se percibe la autoflagelación de ese artista maniáticamente minucioso para quien un desliz de milímetros lo echará todo a perder.
A menudo reacios a reencontrarnos en una identidad común, pocas cosas mejor repartidas a lo largo del espectro político español que el afán de parecernos a quienes consideramos espejo, ideal y hermandad.
"¿Qué diría de esto un canadiense?". "¡Mirad a Suecia, qué envidia!" "No, calla, el Reino Unido... ¡Ahí sí tienen las cosas claras!".
Quienes encuentran en Dinamarca un ejemplo de gasto público se verán contestados por los que dicen que sí, que ojalá ser daneses en la flexibilidad de su modelo laboral.
Alemania es, por su parte, un ejemplo tanto para quienes quieren ajustar cuentas con la historia como para los que anhelan erradicar el separatismo. Francia podrá reivindicarse por su crema intelectual o por su desacomplejado orgullo nacional.
¿Y qué decir de los Estados Unidos y de su influencia en España? Consciente de que el poder no es solo político y militar, Estados Unidos ha conquistado a lo largo del siglo XX los corazones y las mentes con una cultura popular fascinante que aquí hemos abrazado con singular entusiasmo. No es casualidad que en la mejor película del cine patrio se cantara "americanos, os recibimos con alegría".
Está claro que el terreno es fértil. Ahora bien, ¿será eso suficiente para que eche raíces la semilla del discurso antirracista como se entiende este al otro lado del Atlántico?
Parece complicado, dado que se trata de algo muy provinciano.
Este discurso se sustenta en las muy particulares neurosis socioculturales e históricas estadounidenses, bien conocidas por todos nosotros gracias al cine, pero que no dejan de sernos ajenas: la esclavitud de los africanos, las leyes Jim Crow, la relación conflictiva con los indígenas y la complicada articulación de las comunidades de inmigrantes de diferentes nacionalidades que conformaron el país.
Hay también quien apunta que la actual fiebre woke, que significa despierto (aquí diríamos progre o concienciado) sería precisamente el quinto Gran Despertar Americano, en referencia a las sucesivas oleadas de fervor evangelista que han sacudido el país cada tres o cuatro décadas.
Esta vez se trataría del mismo dogmatismo, pero con ropajes laicos.
Las inercias históricas de cada país son muy poderosas. Nos dotan de identidad y de sentido, pero también nos atormentan o nos salvan. Difícilmente podrá nadie lograr, en la patria de las Leyes de Burgos, que nos sintamos culpables de la esclavitud cuando muchos de nuestros antepasados cristianos la sufrieron a manos de musulmanes.
Ese chantaje emocional no será efectivo porque aquí no hay sentimiento de culpabilidad blanca que valga. La población no blanca es mucho más escasa que en los Estados Unidos y ha venido aquí voluntariamente o es descendiente de quienes así lo hicieron. Si no están a gusto siempre pueden volver a su país. ¡Dios nos libre de retener a nadie (salvo si son youtubers)! Y, además, el cupo de agraviados ya lo tenemos cubierto con los nacionalistas periféricos.
Por otra parte, el privilegio en España es algo secularmente asociado en nuestra conciencia colectiva a la clase social. Harán falta toneladas de adoctrinamiento para que cale el extravagante concepto de privilegio blanco en las mentes más influenciables.
Respecto al rechazo al islam (que se avecina creciente), únicamente puede ser tildado de racista a costa de estirar el significado de esta palabra hasta vaciarla de sentido.
Y, ya que estamos con las palabras, otro término, el blackface, tiene en Estados Unidos el contexto histórico del género teatral minstrel. Pretender acusar de eso a un señor de Alicante que se tizna la cara para representar al rey mago Baltasar es, sencillamente, ridículo.
En definitiva, recibiremos a los americanos con alegría y en algo terminaremos imitándolos, sí. Ahí está el esperpéntico mural dedicado a George Floyd por la Junta de Extremadura (que no encontró a nadie más cercano y con mayores méritos).
Pero la historia, la cultura y la demografía de España van por otros derroteros. Nuestras manías difieren. De la turra propagandística y del afán de algunos por lograr chiringuitos para lo suyo no nos vamos a poder librar, eso sí.
*** Javier Bilbao es periodista.