Hace unos meses, cuando recopilaba documentos para los vídeos sobre mis cuarenta años como director de periódicos, encontré dos hojas pautadas con el membrete de Diario 16. Su único encabezamiento dice “Sabino Fdez. Campo 4-XII-85”.
Al releerlas, posiblemente por primera vez desde que las escribí, me dio un vuelco el corazón. Se trata de la minuta, mecanografiada e inédita, del almuerzo que mantuve aquel miércoles, antevíspera del Día de la Constitución de 1985, en el Club Financiero Génova, encima de lo que entonces era la glamurosa discoteca Bocaccio, con el secretario general de la Casa del Rey Juan Carlos.
Esa minuta recoge el relato en primera persona de los momentos clave del 23-F, en los que la suerte de nuestra democracia pendió de un hilo de teléfono, e incluye las “cláusulas” de un pacto secreto entre el general Fernández Campo y el general Armada. Habiendo fallecido hace tiempo ambos, creo que este cuarenta aniversario del golpe de Estado, sobre el que tanto ignoran las nuevas generaciones, es la ocasión adecuada para publicar ese testimonio, ciñéndome a mis notas de entonces.
“23-F. Tejero colgó el teléfono”. Las primeras líneas del documento que así comienza reproducen la tensa conversación entre Sabino y el teniente coronel que había irrumpido a tiros en el Congreso:
-Soy Sabino Fernández Campo. ¿Qué hacéis ahí?
-Yo sólo obedezco órdenes del teniente general don Jaime Milans del Bosch.
-¿Por qué decís entonces que actuáis en nombre del Rey?
El secretario de la Casa escuchó el click del guardia civil golpista, en su despacho de la planta baja de la Zarzuela, y se quedó con el auricular en la mano. Iba a subir a contárselo al Rey, cuando le dijeron que le llamaba el general Juste, jefe de la División Acorazada Brunete, unidad clave para el control de Madrid.
Sabino subió de cuatro zancadas las escaleras y pidió al Rey permiso expreso para hablar con Juste. De nuevo en su despacho, contestó la llamada, en presencia de su íntimo colaborador Fernando Gutiérrez, jefe de prensa de Zarzuela.
Tras lo que me describió como un “diálogo ambiguo”, Juste hizo una pregunta que sembró la alarma.
-Pero, bueno… ¿No está ahí el general Armada?
Sabino tapó entonces la base del teléfono, para que Juste no le oyera, y se dirigió a Gutiérrez, reiterando tres veces su exclamación favorita:
-¡Uy!, ¡uy!, ¡uy!...
Entonces retiró la mano y respondió a Juste con una frase que pasaría a la Historia:
-Ni está… ni se le espera.
***
Lo ocurrido le pareció lo suficientemente grave como para subir otra vez a contárselo al Rey. Pero, cuando entró en su despacho, lo encontró hablando por teléfono con el propio Alfonso Armada, su antecesor en el cargo, mentor y confidente de Juan Carlos.
Sabino se dio cuenta de que lo que Armada le estaba proponiendo al Rey era precisamente lo que Juste quería comprobar si ya se había producido: pretendía plantarse en la Zarzuela para hacer ver a los altos mandos que era él quien tenía la confianza del Monarca para encauzar la situación, al margen de las normas constitucionales.
Entonces, el secretario general comenzó a hacer gestos, que derivaron en aspavientos, para que Juan Carlos no accediera. Fue tal su vehemencia, que el Rey le pasó el teléfono y delegó en él la continuación de la conversación.
Fue a partir de ahí, cuando tuvo lugar el agón dialéctico que ocupa el centro de ese documento exhumado en la morgue del pasado. Cada vez que ahora lo repaso me impresiona la lucidez, el sentido de la contención y la sorna asturiana con que Fernández Campo lidió con Armada.
Pretendía plantarse en la Zarzuela para hacer ver a los altos mandos que era él quien tenía la confianza del Monarca para encauzar la situación
No sólo eran compañeros de uniforme sino que, veinte años atrás, en la primera mitad de los sesenta, habían compartido destino en la secretaría de dos ministros del Ejército: Martín Alonso y Menéndez Tolosa. Tras su salida de la Zarzuela, Armada había pasado por el Gobierno Militar de Lérida, donde se había reunido con los líderes socialistas Múgica y Raventós para conspirar contra el Gobierno de Adolfo Suárez, y ocupaba ya el cargo de Segundo Jefe del Estado Mayor del Ejército.
Armada era un aristócrata, amadrinado nada menos que por la reina regente María Cristina de Habsburgo y había ejercido como una especie de tutor o hermano mayor, desde que Juan Carlos era Príncipe. Sabino era pura clase media provinciana, pero le tenía cogida la medida a su antecesor.
-Cada uno debe estar ahora en su sitio, Alfonso.
-Es que vosotros no sabéis lo que pasa… Es que no es sólo Tejero y Milans en Valencia… Es que son también la Segunda, la Tercera y la Cuarta…
Se hizo una pausa, durante la que Sabino repasó mentalmente el perfil de los jefes de esas regiones militares con sede en Sevilla, Valencia y Barcelona; y entonces Armada destapó sus cartas.
-Yo estaría dispuesto a sacrificarme como presidente del Gobierno, aunque no reúna las condiciones…
Otro se habría alterado ante la osadía de tal ofrecimiento. Sabino le respondió, imperturbable, alimentando su ego.
-No, no al contrario… Tú serías un estupendo presidente, Alfonso. Todos estaríamos encantados. Nadie mejor que tú. Pero… ¿quién te votaría?
-Los socialistas están dispuestos a votarme…
De nuevo las palabras eran tremendas, en la medida en que sugerían una pretendida connivencia con los líderes de una parte de los retenidos a punta de metralleta en el Congreso. Sabino mantuvo la flema y, a sabiendas de que Armada había estado varias veces de manera reciente en Zarzuela, buscó, por encima de todo, proteger al Rey.
-Tú verás lo que haces. Yo sólo te digo que esto es sedición. Yo te prometo que no revelaré esta conversación, pero tú prométeme que no dirás que actúas en nombre del Rey.
***
El siguiente asalto telefónico fue con el sublevado Milans del Bosch, cuando ya en Diario 16 habíamos publicado y repartido, en los alrededores del Congreso, nuestra voluntarista Edición Extraordinaria, con una portada cartel titulada: "Fracasa el golpe de Estado".
Buscábamos la profecía autocumplida, pero la suerte aún no estaba echada. El Rey acababa de salir en TVE ordenando acatar la Constitución, pero Milans se negaba a retirar los tanques de las calles de Valencia. Fue entonces cuando, de hecho, sacó su carta de la manga.
-Yo no veo otra salida que la solución Armada…
Y de nuevo brilló la sublime ironía de Sabino.
-¿Cómo? ¿Una solución armada? ¿Que asalten con las armas el Congreso…?
-No, no… La solución del general Armada.
-Perdona, Jaime, pero no te oigo bien. Hay mucho ruido y no se entiende. Mira, ¿por qué no nos mandas un télex…?
Lo que sucedió después ya es conocido. Tejero esperaba la llegada del “Elefante Blanco” -un alto mando cuya identidad sigue siendo un enigma- y se encontró con Armada y su lista de gobierno de concentración, con Felipe González en la vicepresidencia y comunistas como Tamames y Solé Tura entre sus miembros.
Tras una agria discusión, Tejero ni siquiera le permitió dirigirse a los diputados: “Mi general, yo no he asaltado el Congreso para esto”. Nunca sabremos si hubiera cumplido su parte del trato con Sabino.
El golpista se rindió a la mañana siguiente, “pacto del capó” mediante: tanto la tropa como los suboficiales quedaban exonerados de toda responsabilidad, con el visto bueno del Rey y el Gobierno de Subsecretarios.
Tejero esperaba la llegada del “Elefante Blanco” y se encontró con Armada y su lista de gobierno de concentración
Dos días después, el ministro de Defensa en funciones Agustín Rodríguez Sahagún me citó en una cafetería de la calle Carranza y me desveló la implicación de Armada. Lo publicamos en Diario 16 y el general que había querido auparse al poder fue detenido.
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Meses más tarde, desvelamos el contenido del sumario que evidenciaba la gravedad y amplitud de la conspiración. El asustadizo gobierno de Calvo Sotelo trató de impedir el reparto de nuestra edición, cercando la sede de Diario 16 con lecheras policiales pero tuvo que retirarlas al no lograr que un juez autorizara el secuestro.
El propio Calvo Sotelo me invitó a almorzar a Moncloa en vísperas del juicio y me propuso un pacto de autocensura para no agitar las aguas del amplio sector del Ejército que simpatizaba con los acusados, durante la vista oral. Yo me negué y Calvo Sotelo me reprochó que fuera el único director en adoptar esa actitud.
El 23 de febrero de 1982, coincidiendo con el primer aniversario del golpe, publicamos el testimonio de un soldado de la compañía de la División Acorazada que había entrado en el Congreso. Su jefe, el capitán Álvarez Arenas, hijo del último ministro del Ejército del franquismo, les había amenazado con “pegarle un tiro en la nuca” a quien no le obedeciera.
Los acusados consideraron que publicar aquello -no que hubiera sucedido- era una grave ofensa para el honor militar y se negaron a salir de sus habitaciones para sentarse en el banquillo, mientras yo permaneciera en la sala, acreditado como estaba para cubrir la vista.
Tras horas de forcejeo, durante las que el Gobierno me pidió en vano que renunciara voluntariamente, el juicio se reanudó y el presidente del Consejo Supremo de Justicia Militar decretó mi expulsión por “alterar el orden”. Sólo Miguel Ángel Aguilar salió solidariamente conmigo, entre improperios de los asistentes y bajo escolta de la policía militar.
Recurrí en amparo y el Tribunal Constitucional emitió una sentencia histórica, estableciendo la primacía del derecho a la información de los lectores y restituyéndome la credencial. Pero el juicio ya había terminado y sólo pude ir a recoger la sentencia.
Aunque las penas eran muy bajas, todos los demás medios se dieron por satisfechos, en el contexto del pacto tácito impulsado por Calvo Sotelo. Sólo Diario 16 pidió con vehemencia que la fiscalía recurriera. Cuando al fin lo hizo y el Tribunal Supremo dictó condenas mucho más severas, quedamos reivindicados.
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Todos estos hechos y la consecuente inquina con que, desde entonces, me distinguió el sector nostálgico del Ejército, influyeron sin duda en la iniciativa de Sabino Fernández Campo de invitarme a almorzar y contarme su parte de la historia, en la antevíspera del Día de la Constitución de 1985.
Aquel año había tenido lugar un hecho decisivo por el que bien merecía brindar, en la medida en que recompensaba y ponía fin a todas las angustias de la Transición: España acababa de ser admitida como miembro de pleno derecho de la Unión Europea, firmando el correspondiente Tratado de Adhesión.
Salíamos así del cubo de la basura al que la Historia contemporánea había arrojado ya a todas las dictaduras de uno y otro lado del Muro. Encarábamos, por primera vez en dos siglos, durante los que habían tenido lugar cinco sanguinarias guerras civiles, un horizonte simultáneo de libertad y prosperidad.
Ese mismo año, había fallecido, como unos cuantos más de su promoción, el teniente Andrés Rivadulla, veterano de la represión a sangre y fuego del maquis comunista en el Valle de Arán. La España de los ex combatientes dejaba paso a la de la reconciliación. Tendrían que pasar tres años más para que en 1988 naciera su nieto Pablo Rivadulla, hoy conocido como Pablo Hasél, tristemente célebre por sus truculentas letras y tuits, incitando a los españoles a volver a las andadas.
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No puedo dejar de asumir la pregunta del primero de los Cien Poemas Apátridas de Erich Fried, en el que muy bien podría apoyarse Pablo Iglesias: “Una democracia/ en la que no pueda decirse/ que no es/ una verdadera democracia/ ¿es realmente / una verdadera democracia?”.
Pero la respuesta es que no hay democracia sin límites legales ni fronteras éticas; y la violencia como forma de acción política, su justificación y su apología no pueden estar nunca dentro de esos muros.
Tal y como consta en mis notas mecanografiadas, lo último que me contó aquel día de invierno Sabino Fernández Campo es que, cuando en mayo del 83, Alfonso Armada, ya condenado a 30 años de cárcel, fue sometido a una intervención quirúrgica, él pidió permiso para ir a visitarle. Allí, en el hospital, delante de su mujer, el convaleciente se dirigió con amargura a ese camarada que se había convertido en antagonista:
-Si me encuentro en esta situación, es por tu culpa.
Sin haberse presentado nunca a unas elecciones, Sabino Fernández Campo tal vez sea, junto al propio Adolfo Suárez y a Manuel Gutiérrez Mellado, la figura que mejor representa a la clase política de la Transición.
Confiemos en que, cuando este martes se cumpla el cuarenta aniversario del 23-F, la presidenta del Congreso, Meritxell Batet, ensalce su memoria, en nombre de todos, incluidos esos niñatos ignorantes que juegan a la guerrilla urbana, sin entender lo que ha significado casi medio siglo de convivencia en libertad y lo que implica en estos momentos ser parte de una Europa solidaria frente a la pandemia.
En medio de las dificultades del presente, fruto en gran parte del olvido de ese pasado reciente, es el momento idóneo para reivindicar el legado de aquella generación. Un legado al que concurrieron los hombres de UCD, el PSOE, el PSP, el PCE o AP.
Aunque algunos arrastraran los pies, todos marcharon por la senda del cambio y todos contribuyeron a parar el golpe. Los supervivientes de aquel hemiciclo y sus descendientes se merecen escucharlo:
-Si nos encontramos en esta situación (en la que los problemas de la democracia los sigue resolviendo la democracia), es gracias a vosotros.