La verdad, la obsesión y el Comandante
El autor denuncia la hipocresía política y mediática en relación al Hospital Isabel Zendal de la Comunidad de Madrid.
Dicen los más optimistas que la verdad no necesita de adornos para convencer. Que por espartana que sea su expresión, cuando la verdad se manifiesta, rotunda y severa, se la identifica de inmediato. En todo caso, probablemente muchos es lo que habrán sentido con el último artículo del Dr. Rafael Matesaz, creador y guardián durante años de la Asociación Nacional de Trasplantes, proclamada unánimemente por la opinión médica internacional como un modelo de perfección logística en la dificilísima tarea del avituallamiento de los cuerpos rotos.
Su descripción de la gestión de la pandemia en España es demoledora. En realidad, no descubre nada. Tan sólo se limita a recordar.
Primero, su balance: España es el país con mayor número de muertos en relación con su población, el campeón mundial de sanitarios contagiados durante la primera ola y el escenario de lacaída más brutal del PIB.
Una ensalada perfecta de muerte, desprotección y pobreza, cuya receta, muy simple, también nos apunta el Dr. Matesaz: la inacción deliberada del Gobierno en los primeros tiempos de la pandemia por un puro cálculo partidista, que buscaba salvaguardar el 8-M pese a que mucho antes ya había saltado la alarma sanitaria europea; su absoluta imprevisión, con una falta inicial de test, equipos de protección y mascarillas, pese a haber proclamado urbi et orbi que lo tenía todo atado y bien atado; y una primera fase de un campanudo jacobinismo sanitario, impuesto pese a la carencia evidente de una mínima estructura administrativa central que lo pudiera hacer viable, al que siguió un movimiento completo de péndulo hasta el extremo radicalmente opuesto, pasando al modelo reinos de taifas, con unas Comunidades Autónomas abandonadas a su suerte y sin más argamasa común que el inefable Dr. Simón como comentarista televisivo de sus desgracias.
Efectivamente, la famosa cogobernanza que, cómo no, ha terminado siendo burlada por el propio Gobierno al negarse a la reivindicación generalizada de sus supuestos cogobernantes de ser dotados de una mayor autonomía para ajustar cierres y confinamientos a las particulares circunstancias de cada uno. Y todo ello, sin más fundamento que el de salvar la cita electoral catalana y, con ésta, el soufflé Illa, antes de su desinflado y tránsito inevitable a mejunje grumoso de formas curiles y contenidos amorales.
Ha de añadirse que todo esto ha sido aderezado con una política de recursos humanos realmente notable: la elección como ministro de Sanidad de un filósofo, sin más habilidad conocida que la posesión de una voz con control de decibelios incorporado de serie; el desnudamiento de su ministerio para vestir a otros (estos, ministerios zombis creados para nada más que para servir de peana a los figurantes de la cuota gubernamental de Podemos y compañía); y la carencia de un comité externo e independiente de asesores (peor aún, su simulación; sin duda, uno de los episodios más ridículos y desvergonzados del guion sanchista).
Como es sabido, el plato servido ha sido una extraña mezcla de drama y comedia.
El drama lo puso ayer la inenarrable gestión de las compras centralizadas del material sanitario, con test y equipos de protección pagados a precio de informe de Monedero y con su mismo nivel de calidad (o existencia). Centralización rápidamente sustituida por la bochornosa política del “sálvese quien pueda” (otra vez la falta de grises), sufrida por unas Comunidades Autónomas que se vieron abocadas al triste espectáculo de tener que competir entre ellas en el zoco internacional.
El drama lo ponen hoy las falsas promesas de vacunas y la carencia de un plan nacional de vacunación. Y el drama lo pone siempre la mentira de los muertos, con su macabra y falsaria contabilidad a la baja.
En cuanto a la comedia, ahí están las inolvidables profecías del pétreo Dr. Simón, cuando trivializaba el peligro que se avecinaba y aseguraba que “España no va a tener más allá de algún caso diagnosticado”. O sus impagables consejos médicos, en los que las mascarillas pasaban de innecesarias a obligatorias, sin más razón para el tránsito que su disponibilidad por el Gobierno. Una perfecta combinación de vasallaje político y desparpajo moral que en un país medianamente serio le hubiese supuesto la jubilación de su trabajo (y en uno serio, a secas, de su libertad).
Hasta aquí, la verdad de lo ocurrido. A su vista, parecería lógico concluir que la obsesión de sus teóricos notarios, los medios de comunicación, sería su traslado fiel a los ciudadanos. Y, como su consecuencia inevitable, alumbrar el protagonismo estrella en la actualidad informativa de sus responsables(naturalmente, en el papel de villanos): desde Sánchez a Simón, pasando por Illa y el resto de los convidados a la mesa del Consejo de Ministros.
Pero en la España de Sánchez-Iglesias, el relato y la verdad difícilmente van de la mano. Si uno recorre periódicos, radios y tertulias, se encontrará con que el papel de actor principal está reservado para un protagonista bien distinto: el Hospital Enfermera Isabel Zendal. El Zendal.
Lo sorprendente (entiéndase, no para un español, sino para cualquier alienígena o extranjero que nos visitara) es que El País, la Ser, La Sexta, Cuatro, Público, elDiario.es y demás escrutadores del Zendal no lo han convertido en la diana preferida de sus atenciones porque sospechen que esconda en su interior un campo de concentración para los antiayusistas. O que sea en realidad una escuela disimulada de adoctrinamiento fascista. No. Todos ellos admiten que el Zendal es tan solo un hospital. Una instalación con camas donde se trata de sanar a la gente.
Pero, pese a ello, consideran que el Zendal debe merecer toda su atención. Durante todo el tiempo y por encima de cualquier otro personaje, por muy presidente o ministro de la cosa sanitaria que sea. Y su atención es, claro está, demoledoramente crítica.
Las cifras del Zendal demuestran de un modo palmario su necesidad con 397 pacientes a día de hoy: 313 en hospitalización, 60 en UCRI y 24 en UCI; y confirman categóricamente su éxito con 1945 pacientes atendidos desde su inauguración y 1486 altas.
Pero, pese a ello, del Zendal se ha dicho y se dice de todo: “En el Zendal no hay ucis”, “Un hospital donde sirven comida con moho”,“No limpia nadie”, “Los carritos de parada cardíaca están vacíos”, “No hay suficiente personal”, “Los sanitarios se niegan a trabajar en el Zendal”, “El Zendal sufre desabastecimiento de dexametasona, el único fármaco que se ha demostrado que es eficaz”, “El Zendal no tiene pacientes”, “El Zendal era innecesario”…
Es la obsesión del Zendal. O lo era, porque el pasado domingo El País dijo “hasta aquí”, y hasta allí llegó la obsesión.
Ni siquiera se trató de un reportaje generoso. Bastó con un texto estrictamente aséptico en la descripción del Zendal. O sea, veraz. Y así, el pasado 7 de febrero, el mismo periódico en el que un día pudo leerse “Tenemos que saber si están envenenando a la gente en el Zendal” se rindió a la evidencia. Fue suficiente con que una periodista de El País se decidiese a entrar y examinar por dentro el Zendal. Sin intermediarios y con el código deontológico debidamente repasado. Lo hizo y lo contó.
Es cierto que en el reportaje no asoma ni el más mínimo esbozo de una disculpa por haber dado cobertura a la mentira durante tanto tiempo. Pero poco importa. Lo único importante es lo que significa: como dice la letra de una vieja canción cubana “Se acabó la diversión. Llegó el comandante y mandó parar”.
Patético… Afortunadamente, en este caso.
*** Marcial Martelo de la Maza es abogado y doctor en Derecho.