Mientras los bucaneros urbanos, espoleados por las cabezas visibles de algunos partidos, estrellaban sus proyectiles contra los comercios y los policías de algunas ciudades españolas, la misión Perseverance amartizaba con éxito y los responsables de la NASA declamaban orgullosos los prodigios que Estados Unidos es capaz de lograr cuando trabaja en comunión.
El contraste de los dos hechos fue tan abrumador que invitaba a un viaje cósmico hacia el pasado en busca de la objetividad y de la palabra de Platón.
El autor de la Apología de Sócrates presentaba a los sofistas como a estraperlistas “al por mayor o al por menor, con bienes de los que el alma extrae su alimento”. Personajes que transmiten empaque y elocuencia, con un énfasis singular en los recursos retóricos y el aprovechamiento de la ocasión. Sus posturas frívolas y presuntuosas intentan robustecer el argumento más endeble.
De igual forma, con un discurso repleto de palabras nobles como libertad, democracia y participación política, Rafael Mayoral, uno de los portavoces de Podemos en el Congreso, configuró un mensaje aterrador para justificar la violencia sin causa de unos guerrilleros (¡qué vocablo más sugerente!) que delinquen a la menor ocasión. Ya sea por la independencia de Cataluña o por los improperios de un rapero soez.
Lo peor es el origen del asunto: la escasa calidad de las instituciones democráticas de España, según Pablo Iglesias.
Como un mesías redentor, él mismo se ofrece a resolvernos la vida. “Tengo poco poder” dice. O sea, “no tengo margen para mangonear”.
Otra cosa se le podrá negar, pero no el descaro en su permanente autorretrato, en cuyo lienzo ha plasmado un nuevo trazo, reclamando sin pudor la implantación de controles sobre los medios.
Iglesias nos alecciona una vez más sosteniendo (ahí es nada) que la fuerza del Ejecutivo en una democracia representativa le parece escasa. Quizá porque sus preferencias siempre han sido más cubanas y venezolanas, donde los mandamases se mueven más a gusto.
Y debe de tener razón. Porque todas las democracias modernas, como la nuestra, tienen sus fallas. Ni el país que protagonizó la primera revolución con su correspondiente declaración de derechos, Estados Unidos, sale indemne del juicio, pues acaba de sufrir a Donald Trump.
Tampoco la segunda en hacer lo propio, Francia. Porque uno de sus expresidentes, Jacques Chirac, fue condenado a dos años de cárcel por malversación de fondos y financiación ilegal de su partido. Uno menos que Nicolas Sarkozy, recién resuelto su caso con tres años de prisión por corrupción y tráfico de influencias. ¡Las repúblicas no son perfectas!
Tampoco lo son las impolutas monarquías parlamentarias escandinavas. Dinamarca, uno de los paradigmas de la transparencia y la pulcritud de hábitos, no sabe cómo evitar que circulen millones de coronas danesas oscuras para financiar a sus partidos.
O Suecia, que tiene además el problema de las puertas giratorias.
Pero, en fin, ¡ironías fuera! Comparados con países con presos políticos, fuga de ciudadanos, hambrunas, desperdicio de los recursos naturales y pucherazos continuados (cuando tienen la relativa suerte de votar), esas naciones son casi el Paraíso que reclama el notable de Galapagar.
Encastillado en su ideología, Podemos vuelca sus esfuerzos en la protección desmesurada de los bienaventurados en primer lugar, los pobres de espíritu (okupas, raperos agresores, políticos condenados por todas las instancias del país).
Y eso lo hace Podemos en detrimento de acciones eficaces y realistas en favor de la clase trabajadora, a la que no parecen pertenecer los sufridos comerciantes autónomos, víctimas de ataques indiscriminados y que ni siquiera son dignos de una mención empática.
Arrastrado por la verborrea de sus contradicciones y envilecido su discurso crítico contra nuestra democracia por un amasijo de razones inconexas (los recientes disturbios, la marcha del rey emérito, el retraso en la elección del CGPJ y la necesidad de control de los medios), en Podemos ha terminado por prevalecer su condición sofista de comunismo de salón.
En Podemos han sido condenados por despidos improcedentes e ideológicos. Forzados a declaraciones complementarias del IRPF para esconder sus vergüenzas fiscales (y lo que te rondaré, morena). Han incumplido la obligación de dar de alta a un trabajador doméstico. Hasta han abandonado el barrio de los amores, el que anclaba a la realidad, para instalarse en un chalet con custodia y niñera.
Tanto odiar al nuevo rico para pirrarse por vivir como uno de ellos.
*** José Luis Llorente es profesor de Derecho, expresidente del sindicato de jugadores ABP y exjugador del Real Madrid de baloncesto.