Estados Unidos o la universidad fanatizada
El autor defiende la tesis de que las políticas identitarias de las universidades estadounidenses ponen en peligro la universalidad del conocimiento.
Era cuestión de tiempo. La Universidad de Columbia, en Nueva York, ha anunciado una ceremonia de graduación segregada en su escuela de ingeniería. La celebración programada para el día 31 de marzo distinguirá, en horarios sucesivos, un evento para nativos americanos, uno lavanda para la comunidad LGBTQIA+, otro para estudiantes de Asia, otro para negros, otro para latinx (sic), y otro para alumnado de primera generación y/o ingresos bajos.
A alguien debió parecerle imposible crear una ceremonia solemne en la que todos los integrantes de la comunidad universitaria se pudieran sentir cómodamente identificados. Nadie confió en la opción de integrar virtuosamente. La convocatoria, que bien podría parecer una parodia de algún cómico de la alt-right trumpista, es absolutamente real, aunque pueda parecer inverosímil.
Como los ceremoniales se han programado de forma consecutiva, no habrá conflicto.
Si un estudiante es gay, negro y con ingresos bajos, podrá apuntarse a las tres francachelas sin problema. Si es negra de República Dominicana, a lo mejor le permiten entrar en cuatro.
Creo, además, que todos están invitados a otra ceremonia general donde, ahí sí, se juntarán todos los compañeros de graduación para lanzar los birretes al vent. Y es que in lumine tuo videbimus lumen, reza el lema de la institución. O sea, en tu luz veremos la luz. O no, quién sabe.
Son muchas las señales de alerta que desde hace décadas empiezan a advertir de que los campus americanos se están convirtiendo en espacios de fanatización identitaria.
Precisamente en Columbia imparte clases Mark Lilla, un profesor abiertamente de izquierdas que lleva años denunciando el ascenso no sólo de prácticas segregadoras, sino de marcos teóricos que atentan contra la vocación universalista del conocimiento.
El culto a la diferencia ha hecho imposible que custodiemos uno de los patrimonios de nuestra tradición moral: la igualdad
Se hace tan incómodo como imprescindible recordarles a estos entusiasmados de la cultura woke que la palabra universidad, incluso en inglés, alude al universus latino que, a su vez, invoca la condición de unidad. Seguro que algún iluminado propone cambiar el título de University por Pluriversity. Tiempo al tiempo.
Cuando una institución asume que debe segregar a sus estudiantes en virtud de su origen, preferencias sexuales o ingresos económicos está confesando, o incluso legitimando, su incapacidad para procurar un marco en el que impere alguna forma de razón compartida. Algo que en el caso de Estados Unidos (como destacaba con buen ojo Ricardo Calleja) atenta contra el propio lema nacional: E pluribus unum.
Esto es, a partir de los muchos, uno.
La condición celebratoria con la que se festeja el culto a la diferencia ha hecho ya imposible que custodiemos uno de los patrimonios esenciales de nuestra tradición moral: la igualdad.
Esta igualdad descansa en la común razón que nos permite distinguir que el teorema de Pitágoras se cumple con la misma puntualidad en Manhattan, en las Alpujarras o en el Perito Moreno.
Es la misma igualdad con la que los estoicos aspiraron a imaginar una cosmópolis en la que todo ser humano estuviera regido por una ley compartida. Es, de hecho, exactamente la igualdad que Pablo de Tarso consignó en su Epístola a los gálatas para advertir que ya no existirán ni judíos ni griegos.
La misma, otra vez más, consignada en la Declaración Universal de Derechos Humanos del 48 o que siglos antes se había refrendado en la Declaración de los Derechos del Hombre y el Ciudadano de la Revolución francesa.
No son contendientes de un combate, sino ingredientes de una misma demencia colectiva
Sin embargo, si esta segregación se ha hecho posible es, precisamente, bajo la patente de corso de la que goza cualquier apuesta identitaria en Estados Unidos. La estructura legitimadora de la estrategia es sencilla: la tradición científica que nos legó el teorema de Pitágoras debe ser impugnada.
Además, si la ciudadanía universal de los estoicos resulta moralmente equivalente a cualquier otra propuesta cultural, o si la Declaración Universal de los Derechos humanos supone un ejercicio de violencia postcolonial, no existirá ningún motivo para seguir defendiendo el cumplimiento de este ideal humano.
Naturalmente, si inmolamos el paradigma ilustrado sobre el que descansan gran parte de los fundamentos que hicieron posible el surgimiento de Columbia como institución en el siglo XVIII, no existirá ningún motivo para que quede piedra sobre piedra del viejo templo del saber.
Hay quienes insisten en el hecho de que este tipo de raptos identitaristas no suponen más que un extremo de la tan cacareada guerra cultural.
Lo que ocultan quienes se aferran a este diagnóstico es que hay una íntima continuidad entre el cabestro que entró disfrazado en el Capitolio y este tipo de expresiones. No son contendientes de un combate, sino ingredientes de una misma demencia colectiva. Dos expresiones que buscan implosionar desde dentro las conquistas morales y civilizatorias que hicieron posible el surgimiento de las universidades, la democracia liberal o la igualdad de derechos.
Si quieren probar el afán totalitario de quienes promueven este tipo de identitarismos, hagan la prueba. Intenten dialogar con cualquiera de sus paladines y pronto verán la tendencia a evitar cualquier intercambio de argumentos o cualquier ponderación de razones.
Hay un mecanismo para localizar los centros de este nuevo fanatismo académico: sigan el rastro del dinero
La estrategia argumental del fanatismo es siempre la misma. Todo aquel que se oponga al nuevo credo quedará marcado, sacrificado y anatematizado. No existe diálogo posible porque las condiciones de posibilidad del diálogo se asientan sobre el marco cultural que esta nueva religión civil intenta dinamitar.
Hay un mecanismo infalible para localizar los centros desde los que surge este nuevo fanatismo académico en Estados Unidos, y es que el antiguo lema de las películas de gangsters sigue siendo atinado también para este crimen cultural: sigan el rastro del dinero.
Detecten qué investigaciones se están comenzando a sufragar con especial ahínco, localicen los sesgos ideológicos que han construido una nueva industria académica de la solidaridad y olfateen las trazas del resentimiento.
Otra alternativa eficaz es monitorizar la invocación de la moral en vano. Allí donde escuchen acusaciones hiperbólicas, épicas delaciones, consignas maximalistas e insultos victimizados, allí encontrarán siempre un contexto fecundo para el desarrollo de esta nueva fe antiilustrada.
Por cierto. Si afinan el oído, detrás del ruido, reconocerán una antigua melodía. Siempre que arde Roma hay algún Nerón tocando la lira.
*** Diego S. Garrocho Salcedo es profesor de Ética de la Universidad Autónoma de Madrid.