La enfermedad infantil de la izquierda
El caso afgano está siendo analizado por parte de la izquierda a partir de dogmas de fe puramente emocionales cuyo objetivo no es otro que ser regurgitados por los ciudadanos más infantilizados.
En uno de los pasajes más celebres de su Historia de la guerra del Peloponeso, nos cuenta Tucídides que, habiendo desembarcado los atenienses en la isla de Melos, encuentran a una comisión de notables que la ciudad había enviado para parlamentar.
Los atenienses, que no sólo tienen el poder y la fuerza necesaria para imponerlo, sino que también quieren dejar constancia de él, revelan desde el principio sus condiciones: “Deseamos vuestra sumisión sin esfuerzo y vuestra salvación con beneficio para ambos”.
A ello, los melios objetan: “¿No aceptaríais que, pacíficamente, fuéramos amigos y no enemigos, sin integrarnos en ninguna alianza?”.
Y es entonces cuando los atenienses, en una de las proclamaciones de realismo político más geniales de todos los tiempos, les explican que “no nos perjudica tanto vuestra enemistad como vuestra amistad, clara señal de debilidad ante nuestros súbditos, en tanto que vuestro odio es expresión de poder”.
El resultado de dicha dialéctica no puede ser más implacable. Cuenta el historiador griego que los atenienses, después de varios meses de asedio, “hicieron matar a todos los hombres jóvenes que cogieron y vendieron como esclavos a las mujeres y a los niños”. Por mucho que se empeñen nuestras feministas de salón, en las guerras siempre han sido los hombres los que han corrido peor suerte, como han venido a demostrar los primeros muertos de la represión talibana.
A la vista de lo sucedido en Afganistán, es obvio que hace tiempo que los halcones del Pentágono han dejado de leer, como solían, a los clásicos. Lo que nos lleva a un resquicio que sería motivo para otro artículo: la importancia esencial de las Humanidades y, en particular, de la Historia frente al desprecio que les dispensan los cazurros de diversas especialidades.
Estamos asistiendo en vivo y en directo a una entrega a plazos en el orden de la supremacía global
Sea como fuere, el anverso de la posición desacomplejadamente imperial de los atenienses nos lo ha ofrecido ese balbuceante portavoz del Departamento de Estado americano que, en una patética declaración oficial, ha rogado a los talibanes la formación de un gobierno inclusivo y representativo. Tan sólo le ha faltado suplicar que fuera también paritario. A lo que estamos asistiendo en vivo y en directo es a una entrega a plazos en el orden de la supremacía global.
No obstante, como cabía esperar, mucho más esperpéntica han sido las reacciones que la caída de Kabul ha suscitado entre las filas de nuestra virginal izquierda nacional, cuya ausencia ya de cualquier rastro de sentido del ridículo está alcanzado cotas de virtuosismo. Soledad Gallego-Díaz, después de su paso estelar por la dirección del órgano oficial del progresismo, ha publicado un artículo que ha sido calificado, injustamente en mi opinión, como el más estúpido del siglo.
“Ya sabemos [proclama Soledad en pleno delirio báquico] que cuando se aplastan los derechos de las mujeres en algún lugar del mundo sólo se puede confiar en algo: en la fuerza, la furia de las demás mujeres. No permitamos que suceda lo que está a punto de suceder”.
Observen ustedes la frivolidad del sesgo. La tragedia afgana no se contempla, tal y como sería de recibo en cualquier periodista que se precie, desde la perspectiva, por ejemplo, de sus repercusiones en términos geoestratégicos, ni siquiera como la potencial amenaza que supone en la reactivación del terrorismo internacional.
Tampoco se pierde un solo segundo con las trágicas consecuencias que ello vaya a tener en la vida de millones de hombres y de niños, principales recursos a la hora de reclutar carne de cañón. Simplemente sustancializa el conflicto en una parte muy concreta de la población.
Pero ¿para proponer qué? No, por supuesto, la creación de una alianza internacional que expulsara de nuevo a los talibanes a sus refugios del desierto, sino, así, en términos puramente abstractos, “exigir a nuestras diputadas y ministras (sic) que se organicen y actúen. Movilicémonos ya, ahora y con toda la furia de la que somos capaces. No lo permitamos”.
Ser de izquierdas en nuestros días consiste en un interminable ejercicio de autocomplacencia
Siguiendo esta lógica de pataleo de sofá, Maruja Torres y Rosa Montero (alguien debería escribir una tesis sobre la influencia deletérea del apellido Montero en la política española) han organizado una recogida de firmas, eso sí, reservada exclusivamente a un público femenino, en la que hacen una llamada a la comunidad internacional para “exigir al poder talibán mantener abiertas las fronteras para que todas las personas que deseen abandonar Afganistán huyendo de un poder fanático impuesto por la fuerza de las armas puedan hacerlo en unas mínimas condiciones de seguridad”.
No se comprende, en este caso, que mujeres que han estado defendiendo que Madrid es un infierno se lo ofrezcan a ahora a otras como un lugar donde vivir: a ver si va a ser peor el remedio que la enfermedad.
He de confesar que me produce una enorme pereza ocuparme de estos mascarones de proa de la bondad profesional. Pero resulta necesario porque ellas encarnan mejor que nadie los atributos de la izquierda actual. En primer lugar, el infantilismo moral.
Frente a aquel imprescindible aut/aut (o esto o lo otro) que Kierkegaard considerara como la esencia de la vida moral en nuestra condición de adultos, nuestros evanescentes progresistas se caracterizan, no ya por no elegir, sino por optar simultáneamente por lo mismo y su contrario.
En el caso concreto de Afganistán nos encontramos, por un lado, con quienes ponen el grito en el cielo por la suerte que correrán las mujeres afganas. Pero, por otro, no tuvieron el menor inconveniente en operar como portavoces del no a la guerra después de los ataques del 11-S. Aut /aut.
El segundo rasgo identificativo de la frivolidad ideológica de nuestro tiempo es también el más decisivo: se trata del narcisismo. Ser de izquierdas en nuestros días consiste en un interminable ejercicio de autocomplacencia por la suerte que uno ha tenido de conocerse.
Ello implica, por una parte, que cualquier esfuerzo, cualquier disciplina, cualquier estudio resultan innecesarios. ¿Para que perder el tiempo buscando nada fuera si ya lo tenemos todo dentro nosotros mismos? La estupenda Ley Celaá no es más que la última y más ardiente declaración de amor que el Estado le hace a la religión del narcisismo.
La izquierda yace voluntariamente recluida en una cárcel ideológica cada vez más estrecha
Ahora bien, ¿puede existir alguna forma de narcisismo que se resista a exhibirse ante los demás? Obsérvese, a tal respecto, la importancia que ha adquirido en nuestro tiempo la expresión “expresarse”.
¿Pero expresar qué? No, por supuesto, nada que sea mínimamente objetivo (lo que implicaría un esfuerzo de conocimiento), sino única y exclusivamente la pura esencia de uno mismo. Tal es el único motivo que subyace en estos manifiestos que vienen a justificar, por una parte, la inactividad real de los abajofirmantes, mientras que, por otra (y esto es lo importante), proclaman a los cuatro vientos su incomparable bonhomía y su compromiso con los demás.
Todo esto nos lleva al tercer rasgo, el definitivo, del progresismo superlativo: la ausencia, por no decir indiferencia, de cualquier sentido de la realidad.
La izquierda yace voluntariamente recluida en una cárcel ideológica cada vez más estrecha. Observemos de nuevo lo que decíamos al principio. Un acontecimiento tan complejo en términos histórico-políticos como el afgano queda reducido a una pobre caricatura de género en virtud de un esperpéntico esquematismo ideológico de andar por casa.
Toda la complejidad del mundo real, para cuya comprensión se necesita de nuevo un esfuerzo ímprobo de la razón, se ve filtrado por el tamiz de unos cuantos dogmas de fe puramente emocionales para puedan ser regurgitado sin dificultad por el cerebro de los niños.
Nada de todo esto tendría, sin embargo, demasiada importancia si no fuera porque tales caracteres han llegado a constituirse en paradigma dominante en gran parte de Occidente. Un paradigma, por lo demás, cuya efectividad es directamente proporcional a la simplicidad de sus propuestas, hasta el punto de poder desactivar, por ininteligible, cualquier razonamiento que se le oponga.
De ahí también la tendencia estrictamente talibana a cancelar cualquier atisbo de contrariedad. Tal y como estamos viendo, el resultado de todo ello solo puede ser medido en términos de decadencia. O lo que es lo mismo: en un retroceso imparable de la democracia global.
*** Manuel Ruiz Zamora es filósofo.