I. La condena al diputado Alberto Rodríguez tiene su origen en una patada que en el año 2014 (hecho probado, según la Sala de lo Penal del Tribunal Supremo) dio a un agente de policía durante una manifestación en La Laguna (Santa Cruz de Tenerife).
Con tal motivo, un juzgado canario instruyó diligencias penales, llegando a dictar auto de apertura de juicio oral. Bajo otras circunstancias, el asunto habría sido juzgado en aquella isla, sin que la noticia alcanzara mayor difusión.
Sin embargo, más tarde, Alberto Rodríguez resultó elegido miembro del Congreso de los Diputados, paralizándose el procedimiento penal.
Las actuaciones, pues, se remitieron a la Sala de lo Penal del Tribunal Supremo, competente en las causas contra diputados y senadores (artículo 71.3 de la Constitución Española). Un trasnochado privilegio que algunas fuerzas políticas critican, aunque nada hacen por su supresión.
II. La Sala ofreció al diputado la posibilidad de declarar voluntariamente, conforme contempla la Ley de Enjuiciamiento Criminal (artículo 118bis), declinando este la oferta.
En consecuencia, ante la existencia de indicios de delito, el Tribunal Supremo se dirigió al Congreso de los Diputados para la obtención del correspondiente suplicatorio (cuyos trámites de aprobación están previstos en el Reglamento de dicha Cámara) a fin de continuar el procedimiento penal abierto.
El suplicatorio se recibió en la Mesa del Congreso, sin que ninguno de sus miembros planteara objeción alguna. De ahí se trasladó a la Comisión del Estatuto del Diputado. Naturalmente, Alberto Rodríguez pudo presentar alegaciones, de forma oral o por escrito, siempre a puerta cerrada, ante los miembros de la Comisión. No lo hizo.
La Comisión del Estatuto del Diputado se pronunció, por unanimidad, favorable a la concesión del suplicatorio. Después, el asunto pasó al Pleno del Congreso. En esta materia, el voto de cada diputado en la Cámara es secreto, conociéndose únicamente el resultado total. Pues bien, a puerta cerrada, con sólo una abstención, los miembros presentes votaron a favor de la concesión del suplicatorio. Nadie se opuso a ello, ni siquiera los miembros de su propia formación política.
III. Concedido el suplicatorio, se concluyó la instrucción y se celebró juicio oral, dictándose recientemente sentencia condenatoria. A los exclusivos efectos de la ejecución, la Sala sustituye la pena de prisión por una multa, que el condenado ha pagado. No obstante, se mantiene la pena accesoria de inhabilitación especial para el ejercicio del derecho de sufragio pasivo, de obligada imposición conforme al Código Penal, al tratarse de una pena privativa de libertad.
A partir de ahí, se produce un cruce de escritos entre la presidencia del Congreso de los Diputados y el presidente de la Sala sentenciadora.
Como no podía ser de otra manera, ante las maniobras dilatorias por parte de la presidenta del Congreso, el presidente de la Sala de lo Penal del Tribunal Supremo manifestó que la Ley Orgánica del Poder Judicial no incluye, entre las funciones de ese Tribunal, asesorar a otros órganos constitucionales sobre los términos de ejecución de una sentencia firme.
Finalmente, la presidenta optó por comunicar a los organismos oportunos y al mismo Alberto Rodríguez (que, obviamente, será sustituido en su escaño por el siguiente dentro de la lista electoral de su formación política) la pérdida de su condición de diputado.
"Se llega a acusar directamente a jueces y policías de pretender que se prive a un político de su condición de diputado, sin que falte algún insensato que no descarte pedir depuraciones"
IV. La tormenta política provocada por estos hechos ha ocupado las primeras páginas de muchos medios de información. El Tribunal, ejecutada la sentencia, guarda un prudente silencio.
Pero en algunos cenáculos parece que el problema no ha terminado. Se ha llegado a decir que se trata de un castigo político sobre ese diputado, que al Poder Judicial solo le corresponde juzgar (no velar por el cumplimiento de las resoluciones), etcétera. Toda una serie de desatinos. Incluso, el propio presidente del Gobierno calificó la situación planteada como un problema surgido entre dos poderes del Estado.
Algunos de los que ahora más gritan callaron durante los trámites expuestos. Pero, en estos momentos, a la vista de la sentencia de condena, adoptan una agria actitud combativa como nunca recordamos haber presenciado. Se llega a acusar directamente a jueces y policías de pretender que se prive a un político de su condición de diputado, sin que falte algún insensato que no descarte pedir depuraciones.
Hasta tal punto alcanzó el cúmulo de insultos vertidos sobre los miembros de la Sala de lo Penal del Tribunal Supremo y, por extensión, sobre la judicatura española, que el día 22 del presente mes de octubre la Comisión Permanente del Consejo General del Poder Judicial publicó un comunicado (aprobado por mayoría, con tres votos en contra) en defensa del buen hacer de los órganos judiciales españoles, rechazando de plano las descalificaciones de diversas autoridades políticas.
Al respecto, merece especial mención la ministra de Derechos Sociales y Agenda 2030, Ione Belarra, quien, en su crítica a la sentencia, manifiesta que las pruebas demuestran que el condenado no estuvo en el lugar de los hechos y que el objetivo del proceso era quitarle el escaño. Todo ello, en opinión de tan ilustre autoridad, significa que los magistrados del Tribunal Supremo han cometido prevaricación.
V. No es la primera vez que se ataca la necesaria independencia judicial (recuérdese la sentencia del procés y las interesadas alusiones a venganza y represalia). En un Estado de derecho han de ser cumplidas las resoluciones de sus órganos jurisdiccionales. Para la discrepancia están los recursos (incluido el Tribunal Constitucional y, en su caso, el Tribunal Europeo de Derechos Humanos), como garantía del respeto a los derechos y libertades fundamentales de todos los ciudadanos.
El presidente del Gobierno ha dicho que se está ante una controversia entre dos poderes del Estado. No lo creemos así. Por el contrario, nos embarga la preocupación de que nos encontremos ante maniobras de mayor envergadura, con un continuo vapuleo de las instituciones democráticas (todas ellas, sin duda, necesitadas de grandes reformas). No vemos a dos poderes del Estado enfrentados entre sí, ni ello tendría sentido en un Estado de derecho. Si se mira con atención el curso de los acontecimientos, si se examinan con detenimiento las palabras pronunciadas y las actitudes adoptadas, puede percibirse otra cosa: la pretensión de alterar ese propio Estado.
*** José Martín Ostos es catedrático de Derecho Procesal.