Volverás a Benet
Con la muerte de Juan Benet en 1993 quedó atrás una obra irrepetible que el tiempo sólo ha sabido situar parcialmente en la posición que le corresponde y que ese mismo tiempo ha abandonado al ciclón de las novedades y los excesos de la modernidad.
Debemos poner en sospecha las efemérides. Esos recordatorios autoritarios que nos imponen el recuerdo acotado de una fecha omitiendo, deliberadamente, que este, como la memoria que alimenta, desconoce de parámetros cuantitativos, de renglones tasados, y que su ejercicio es libre. Tan libre que, en ocasiones, se confunde con la misma fantasía. Y de esa mezcla de memoria y ensoñación han de nacer los mejores recordatorios: los de aquello que fue no siendo. Al fin, sólo somos un retrato sin espejo, confusa desmemoria de sangre y tuétano.
Juan Benet falleció el 5 de enero de 1993. Con su muerte quedó atrás una obra narrativa y ensayística vasta y singular, irrepetible, que el tiempo sólo ha sabido situar parcialmente en la posición que justamente le corresponde y que, ese mismo tiempo (elemento obsesivo en la literatura benetiana) ha abandonado con indignidad al ciclón de las novedades y los excesos de una modernidad tan encerrada en sí misma que apenas es capaz de darse permiso para pausar el (pretendido) progreso y retroceder sobre sus pasos en busca de ecos que, como los recuerdos y la memoria que devoran las figuras del escritor, devuelvan la sensatez al sino determinado por los hechos fugaces.
Durante su vida, la literatura de Juan Benet conoció un suficiente, aunque tardío, reconocimiento de la crítica profesional y una incomprensión casi absoluta por parte del público general. Esos “lectores ingenuos” que él gustaba decir y a los que, sin embargo, siempre deseó (¿puede acaso participar en distinta ambición un novelista?).
Las razones de la desafección de los lectores con una obra como la de Benet son conocidas y razonables: un léxico complejísimo, plagado de párrafos interminables, diacronías infinitas y con elusiones permanentes, un vocabulario amplio con acepciones inhóspitas y, de forma general, una secuencia narrativa en la que lo distinguido no es la historia, el asunto, los hechos, sino el estilo, la forma o modo en que los acontecimientos son contados. La preocupación (y obsesión) central de todo el recorrido literario (diríamos mejor artístico) de Juan Benet fue precisamente el estilo.
Benet aceptaba su concepción como una extensión faulkneriana porque la literatura sólo puede interpretarse en toda su dimensión como una sucesiva acumulación de añadiduras personales
Aunque en la actualidad los grados de pretenciosidad son tales que la mayor parte de los autores defienden su falsa originalidad y niegan con rotunda publicidad cualquier influjo en su trabajo por mínimo que este sea, en otro tiempo no fue así. Y como ocurre con cualquier otro sector, la admiración a los colegas, y la confesión de sus aportaciones, era algo normalizado y habitual.
Benet nunca tuvo inconveniente en señalar las influencias que él había recibido de William Faulkner o Joseph Conrad (o alguien podría negar que la construcción literaria de Región –también la del Macondo de Gabriel García Márquez– no son sino una aceptación expresa de la técnica de topografía narrativa que Faulkner puso en marcha con su ideación de la mitológica Yoknapatawpha).
Benet aceptaba su concepción como una extensión faulkneriana porque la literatura, o el arte de forma más general (o incluso la vida humana), sólo pueden interpretarse en toda su dimensión como una sucesiva acumulación de añadiduras personales, sedimentos que cristalizan entre sí materializando una caliza mayor, más valiosa, y en la que a cada instante es más difícil apreciar las singularidades que en tiempos pretéritos dotaron a la piedra de originalidad.
Si reivindicar la literatura en pleno siglo XXI y rodeados de obstinados idiotas con la sola preocupación de sumar días al calendario supone un acto de notoria inanidad, qué podemos decir si, además, agregamos la reclamación de una obra oscura, inaccesible y peligrosamente lírica como la que nos legó Juan Benet.
Nada más underground pueden ofrecernos estos tiempos tristes y raros de pandemia, neocomunismo e inflación económica que una tarde de silenciosa lectura con Volverás a Región, Un viaje de invierno o Saúl ante Samuel. Es inimaginable que alguien hoy dedique tres o cuatro horas seguidas a la simple e ineficaz lectura de un libro, pero hacerlo con alguna de las obras del universo benetiano roza el delirio.
Tanto es así que las grandes cadenas de distribución editorial se desentienden de un autor, críptico y despreocupado con el lector, sí, pero también un gran renovador de las letras españolas cuando todo, absolutamente todo, estaba inundado por ese realismo (falsamente) social que confundía y olvidaba que la principal vocación del arte no es la de narrar el acontecer físico sino la de impregnarlo con la individualidad del artista, presentando la belleza como algo conciliable incluso con la tristeza, la ruina o la derrota.
Sin Benet, y sin Región, sin Gamallo, el Doctor o Amat, España, nuestro país, sería otra cosa muy distinta
Benet escribió cómo nadie antes habría osado escribir, y apeló a la importancia y perfección de la obra a sabiendas del “asesinato” que en ocasiones ello conllevaba indefectiblemente para el lector. El estilo, tema vertebrador en la literatura de Juan Benet, era la demanda de unión de originalidad e individualidad por encima de la tangibilidad de los vulgares hechos, dos términos tan en desuso en nuestro tiempo presente que causa pavor imaginar qué sería hoy de Región, o de sus personajes, de sus almas, de su melancolía.
Todos ellos, recordémoslo, retrato geográfico y humano de una España, la vinculada antes y después con la Guerra Civil, sabedora de su condena y, no obstante, resignada a la permanente lucha en sus corazones, no en los de las populares “dos Españas” sino en las “muchas Españas”, tantas como hombres y mujeres, corazones libres que a pesar de las dolorosas dentelladas de la historia todavía intentan permanecer erguidos. Porque, como habría de decir antes Ernest Hemingway: “Uno puede ser destruido, pero no derrotado.”
Seguirán cumpliéndose los días y celebrándose las fiestas, rememorándose fechas sin ningún honor ni nobleza, sin motivo para el recuerdo ni fundamento para la memoria, y, no obstante, no habrá efeméride capaz de justificar la pronunciación de un apellido por extraviado tanto tiempo que cabría legítimamente pensar que fue maldito: el de Benet.
Pero sin él, y sin Región, sin Gamallo, el Doctor o Amat, España, nuestro país, sería otra cosa muy distinta. Nos horrorizamos al comprobarlo. Hay mucho, demasiado, en la literatura de Juan Benet para pretender ser imparcial con la modernidad y perdonar el olvido consciente o inconsciente del escritor. La herrumbre sobre los postigos de las ventanas de la casa de campo de Zarzalejo, o la inmundicia y las algas que crecen al margen del pantano del Porma son testigos incómodos del silencio extendido sobre la obra de un ingeniero que, sin embargo, como en la más importante de sus novelas, no calla ante la nada y escribe de memoria, y al final, al final de todo, permite recordarnos fantasmagóricamente la magia de tres palabras con imperativa aspiración: Volverás a Benet.
*** Álvaro Perea González es letrado de la Administración de Justicia.