Vida de Putin
Vladímir Putin se rebela contra Occidente porque este representa todo lo opuesto a su delirio mesiánico de nacionalismo, tradicionalismo, autocracia y ortodoxia religiosa.
Para los amantes de la literatura rusa, Vladímir Putin encarna la figura del mujik, un tipo rudo y rudimentario, un auténtico ruso en el sentido más genuino. Y la gran Rusia, aquella que tenía reservada un espacio en la memoria secular de los pueblos, sólo puede ser guiada por un mujik en su reencuentro con la Historia.
Putin es el autoproclamado mesías que, desde el fervor de la Iglesia eslavo-ortodoxa y las reminiscencias de la dictadura del proletariado, en su delirio de grandeza, puede hacer uso ilegítimo de la violencia para restablecer el orden natural de una Rusia enfrentada a la modernidad. No en vano, Putin declaró que la desaparición de la URSS fue "el más negativo de los acontecimientos de los tiempos modernos" para añorar así un régimen refractario a toda moral reconocible e inspirado no en la sublevación de las masas de trabajadores, sino en el caudillaje totalitario.
La democracia en Rusia es un ritual refrendatario de Putin, elegido por un plebiscito intrascendente para una misión histórica sobrenatural. El putinismo no es más que una expresión personalista de un nacionalismo antieuropeo, que rechaza por igual el positivismo y el marxismo.
La Rusia de Putin no aspira a ser una pieza colateral de un continente pretendidamente neocolonial y decadente, sino el centro nuclear mismo de Eurasia, esa quimera zarista, pero también bolchevique, que pretende devolver a Rusia a su destino preternatural.
Y como Putin es un predestinado, sin cuerpo de pensamiento científico o filosófico propio, ha recuperado a algunos pensadores de finales del siglo XIX y principios del siglo XX como Iván Ilyín o Vladímir Soloviov para impugnar todo vestigio de liberalismo occidental y volver a conectar al país con una autocracia espiritual de raíz casi religiosa.
"Putin reinstaura el maniqueísmo contra los valores de la democracia liberal europea y promociona el tradicionalismo cultural como esencia de su nacionalismo personalista"
Por desgracia, si había un atisbo de esperanza, ha quedado definitivamente enterrado. El putinismo vuelca las más anacrónicas esencias del nacionalismo, la autocracia y la ortodoxia religiosa en un cuenco mítico que aspira a devolver a su pueblo al lecho inaugural de los valores inherentes a la patria rusa.
Por eso, Putin se rebela contra Occidente como un opríchnik, reinstaura el maniqueísmo contra los valores de la democracia liberal de Europa y promociona el tradicionalismo cultural como esencia de su nacionalismo personalista. Porque el nacionalismo únicamente le es útil al putinismo si está sujeto a su control exclusivo.
"Su régimen [el de Putin] ha utilizado el nacionalismo a nivel interno para movilizar a la opinión pública y explicarse a sí mismo, pero ha reprimido la ideología nacionalista cada vez que amenaza con poner en peligro el statu quo", sostiene el periodista del New York Times David Brooks.
La codicia de Putin encuentra su complemento necesario en la victimización rusa y en la conversión de Occidente en un ogro telúrico que puede destrozar por sus valores el solar ruso. El victimismo es el analgésico de los cobardes que alimenta a muchos espíritus débiles ahítos de reforzar su autoestima colectiva.
El putinismo cultiva el campo de la victimización, para lo que no tiene reparos en acudir escrupulosamente a la historia: la invasión por parte de Napoleón a principios del siglo XIX, las agresiones germanas durante la Primera Guerra Mundial o la terrible invasión hitleriana de 1941. Y, por supuesto, la "resistencia" que la patria de Stalin tuvo que oponer al "capitalismo voraz" durante la Guerra Fría.
"El relato de Putin está sustentado en una memoria sesgada con la que esconde su verdadera obsesión: la recuperación de las fronteras de su imaginaria Rusia"
No es ajeno este fenómeno a la historia reciente de España cuando se contempla cómo algunos nacionalistas invocan también agravios retrospectivos para generar un cuerpo de doctrina natural contra el "enemigo exterior", forjado a veces sobre relatos acientíficos y emocionales.
El putinismo podrá crear una narrativa épica del pasado, pero no será digerible desde la racionalidad del conocimiento occidental. Porque Putin aspira a escribir un relato sustentado en una memoria sesgada e interesada con la que pretende esconder su verdadera obsesión: la recuperación de las fronteras de su imaginaria Rusia.
Ahora bien, en la memoria de Europa perdura la muerte de decenas de miles de ucranianos por las hambrunas provocadas por Moscú hace casi cien años; la ocupación de Polonia en 1939, antesala de la Segunda Guerra Mundial; o el exterminio en los gulags de todos aquellos que representaban, aunque fuera indirectamente, la disidencia a los dogmas establecidos.
Putin no puede ser víctima, como tampoco puede ser héroe, porque sólo es el icono decadente de la peor satrapía de la era moderna. Pensamos en algún momento que la historia había muerto en manos de las nuevas tecnologías y el putinismo nos hace regresar al pasado.
Y no hemos despertado todavía del sopor del sueño del hedonismo moderno.
*** Mario Garcés es diputado del PP por Huesca, portavoz adjunto del Grupo Parlamentario Popular y coordinador de asuntos económicos en el Congreso de los Diputados.