Español, ¿por qué te desprecias a ti mismo?
Con la perspectiva que nos dan los doscientos años que nos separan de Larra, es posible elaborar una hipótesis sobre el porqué de nuestro degradado autorretrato.
Confieso que me tengo por persona elocuente y dicharachera. Ahora bien, tal condición no me impide recurrir a las palabras de un maestro de la prosa, si se da el caso que este se ha ocupado, previamente, de la materia que me atañe. Me explico. La cuestión en cuestión, valga la redundancia, hace referencia a un tema sobre el que ya profundizó Mariano José de Larra en su artículo En este país, publicado en La Revista Española en el año 1833, y que explora un fenómeno muy extendido a lo largo, ancho, alto y bajo de nuestra nación.
Estoy hablando, por supuesto, de la hispanofobia de los españoles.
Francisco Umbral, en la nota preliminar de su Anatomía de un dandy, sitúa a Larra en "la línea de los rebeldes con causa, de los españoles que deciden ser espejo implacable, aunque exornado, para sus compatriotas. Puntos de escándalo, piedras de disidencia. Penínsulas de pensamiento dentro de la Península". Parafraseando a Pep Guardiola: "El puto jefe, el puto amo".
Menciono todo esto con ánimo de justificar el tema de esta columna, pues si en su momento preocupó al Elvis Presley del Romanticismo, el que nos veamos como un país atrasado no puede ser un asunto baladí.
En su artículo, Larra se muestra inquieto ante la tendencia patria de atribuir "cualquier acontecimiento desagradable que nos suceda a ¡cosas de este país!" y llega a la conclusión de que, en los 1800, "nuestra ansia de obtenerlo todo de una vez nos ciega sobre los mismos progresos que vamos insensiblemente haciendo", con lo que la imagen que de nuestro país tenían los españoles era de atraso absoluto.
Dos siglos más tarde, este fenómeno está igual de vivo que entonces, pues no hay nada más español que el desprecio automático hacia lo español, y pretendo tratar de actualizar el porqué.
La bombilla se me encendió un aciago día de primavera. Yo, que además de periodista, politólogo e idiota, gusto decir que soy actor (queda clara mi afición a coleccionar profesiones precarias), me hallaba rodeado de compañeros cuando se me ocurrió preguntar si alguien quería acompañarme a ver la recientemente premiada Alcarràs, de la directora Carla Simón.
Tras obtener varios "quizases" y "puede que síes", un "no me caes bien", un "aléjate de mí, imbécil, esta no es tu mesa" y un par de "no puedo, tengo un bautizo en media hora", me sorprendió la brusca respuesta de un compañero, llamémosle Cándido: "Qué va, bro, yo es que no veo cine español, es una mierda".
"¿Por qué no te gusta el cine español? ¿Qué tiene Trainspotting que no tenga El Pico?"
No sé si lo que más me llamó la atención de Cándido fuese la rotundidad con la que expresaba su desagrado ("quiero decir, ¿no hay ni una sola película española que no te haya gustado un poco?"), o que un proyecto de actor español no viese cine autóctono ("¿dónde pretendes currar, alma cándida, si no aquí? Pero si no te sabes ni los días de la semana en inglés"). Sea como fuere, decidí darle un poco de bola.
—Pero ¿por qué no te gusta el cine español? ¿Qué tiene Trainspotting que no tenga El Pico, de Eloy de la Iglesia?
—No es lo mismo, tío, aquí no sabemos contar historias. Las películas españolas son cutres. Sólo hablan de temas casposos, de movidas que pasan en los barrios periféricos de Madrid o de los traumas de Almodóvar.
"Claro, como que la historia más famosa del mundo no empieza, precisamente, en un lugar de cuyo nombre no quiero acordarme", me dije para mis adentros.
—¿Y qué te gusta ver a ti, Carlos Boyero, si puede saberse?
—Pues películas buenas. Hollywood, Marvel, ya sabes.
—Cine de culto, ¿eh?
—Correcto.
Entre atónito y maravillado, decidí invitarle a un par de rondas para seguir exprimiendo, cual limón reseco sobre plato de calamares a la andaluza en chiringuito de playa, al bueno de Cándido.
—Entonces, en España no sabemos contar historias.
—No, bro. Qué historias quieres que contemos con la vida mediocre que llevamos. El penalti más largo del mundo, Torrente, Ocho apellidos catalanes… ¿Qué historias son esas? Una mierda, ya te lo digo yo.
En Francia o en Italia se ve que no existe el cine malo.
Nos sentamos en la terraza de un bar, donde unos señores mayores engullían un plato de butifarra con judías blancas, regado con vino tinto del país en porrón.
—Mira, mira qué mal comemos en este país. Así nos va.
Los mitos de la dieta Mediterránea, se conoce.
Cándido cogió un periódico de la mañana, lo ojeó durante la friolera de cinco segundazos y, tras soltarlo con fingido ímpetu sobre la mesa, masculló: "Menuda calidad tiene el periodismo español. Tendríamos que aprender de los británicos".
—Pero ¿tú lees prensa, Cándido?
—Para qué, si total, en este país son todo catástrofes y corruptelas.
Al poco, pasó por nuestro lado un coche con la música a tope.
—Madre mía, qué esperpento de país. Así se explica la poca influencia que tiene nuestra música en el mundo.
—Pobre —pensé yo—, se ve que este muchacho no ha descubierto todavía ni al madrileño ni a la catalana.
—¿Y qué me dices de la educación?
—Una farsa.
—¿Y del transporte público?
—Una sauna.
—¿Los paisajes?
—Un mojón.
—¿Los españoles?
—Unos ladrones.
—¿Los bares?
—Antros.
¡Qué paciencia, señor, sefiní! El problema es que el bueno de Cándido es paradigmático: la opinión que tenemos los españoles sobre nuestro país es mala, incluso peor que la que tienen los extranjeros. Lo más curioso de todo es que el rechazo a lo español es un fenómeno común a las dos Españas.
Por un lado, contamos con cierta izquierda que prefiere practicarle un beso negro a un asno antes que permitir que la palabra español pueda siquiera ser pronunciada por sus labios. Y, por otro, existe una cierta derecha que se llena la boca con España, pero que los impuestos los paga en Andorra o Panamá, el vino lo prefiere francés, el textil bangladesí y el master en Administración de Empresa de la International Business College of Yourmuertostown.
Muchos de los que se quedan suelen creer que aquí hay menos oportunidades que en un funeral, y los que emigran a menudo caricaturizan la España que dejan atrás como el país de Bienvenido, Mister Marshall, donde en los mapas de Europa todavía existe el Imperio austrohúngaro y a los americanos se les pagan los ferrocarriles con limonada. Técnicas baratas para combatir la morriña, si me preguntan.
"El ansia por salir del pozo de la que hablaba Larra hace que se nos olvide disfrutar lo progresado"
Sin embargo, todo esto lo único que hace es dar carrete y perpetuar unos tópicos injustos, cuyo único fin es boicotear los esfuerzos por mejorar el país. Es un análisis harto simplista el resumir nuestro país a las tarjetas black, Jesús Gil o los sainetes de Carlos Arniches ("¿qué quieres que sea España? Pues un país que marcha al ragú de la civilización"). Existe una gran cantidad de gente joven (y no tan joven) que no quiere emigrar, que aspira a realizarse profesionalmente en su tierra, a vivir y trabajar de forma digna aquí.
Con esto no quiero decir que la vida en España sea un camino de rosas, ni mucho menos. Ahora, con la perspectiva de los doscientos años que nos separan de Larra, no me es complicado elaborar un mapa de hipótesis sobre el porqué de nuestro degradado autorretrato:
1. Complejo de inferioridad por nuestra historia reciente
2. Elitismo patrio
3. Identidad nacional disputada
4. Escasez de inversión en investigación, inteligencia y servicios básicos (¡ay, Sanidad!)
5. Falta de ayudas públicas
6. Precariedad de la vida
7. Desarrollo de un modelo económico destinado al turismo y los servicios
Empero, el ansia por salir del pozo de la que hablaba Larra hace que se nos olvide disfrutar lo progresado, que no es poco. Cabe notar que somos un país pionero en feminismo, en derechos LGBT, en donaciones de órganos y en consumo de alcohol. Que somos una potencia cultural, cuyo cine, literatura y arte son de una calidad apabullante, y hegemónicos en el deporte (¿os suena un tal Carlos Alcaraz?).
Y que la tortilla de patatas, con y sin cebolla, está cojonuda.
Cansado de jugar a ser investigador social, dejé a Cándido parlamentando solo y me fui a ver Alcarràs. Salí enamorado de los melocotones, del verano y de nuestro cine, y con el firme anhelo de una España con más Carlas Simón y menos Cándidos.
En cualquier caso, espero no haberos aburrido con mi turra. Sabed que no ha estado motivada por un nacionalismo ciego ni por un chovinismo exacerbado. Sencillamente, no tengo nada mejor que hacer y de alguna forma se ha de combatir el hastío de vivir en este país.
*** Miguel Peña Novo es periodista y el autor de la serie Arquetipos españoles, que explora en clave de humor los términos e ignominias que dan cuenta de nuestros usos y costumbres ancestrales.