Nuestra Constitución es clara: la soberanía nacional reside en el pueblo español, del que emanan los poderes del Estado. Por tanto, ninguno de los tres poderes, ni el Legislativo, ni el Ejecutivo, ni el Judicial, puede entenderse en democracia si no es como extensión de la voluntad popular.
Pocas dudas pueden caber entonces sobre la estrecha conexión que la Constitución traza entre Poder Judicial y soberanía popular. Una conexión que en sistemas como el nuestro se articula mediante la legitimación democrática de las instituciones que representan a cada uno de estos poderes.
De nada sirve garantizar su división si estos no son verdaderos depositarios de la voluntad soberana del pueblo español. Así, dotar a los poderes públicos de legitimidad democrática resulta prioritario a cualquier otra consideración sobre su funcionamiento.
En el caso del Poder Legislativo, su legitimidad democrática es consustancial, puesto que se deriva del propio sufragio universal por el que se eligen nuestras Cámaras. Con el Ejecutivo sucede lo mismo: es la confianza de los parlamentarios, directamente elegidos por la ciudadanía, lo que sostiene al Gobierno, invistiéndole al tiempo de un indudable carácter democrático.
Sin embargo, como es sabido, los miembros del Poder Judicial no son elegidos ni por sufragio ni por los representantes de la ciudadanía, sino que son seleccionados en función de criterios de mérito y capacidad.
Por eso el Consejo General del Poder Judicial se crea con una doble función. Por un lado, la de garantizar la independencia de jueces y magistrados mediante un órgano de gobierno distinto del Parlamento y del Ejecutivo.
Y, por otro, la de aportar legitimidad democrática a nuestro Poder Judicial.
"La composición del CGPJ se corresponde, en mayor o menor medida, con la composición de las Cortes Generales emanadas de las urnas"
Con el fin de vincular voluntad popular y Poder Judicial, el legislador decidió dejar en manos de las Cámaras la elección de los miembros del Consejo General del Poder Judicial, conectando así el gobierno de los jueces con la fuente primigenia de legitimidad democrática: el voto directo por el que son elegidos los y las representantes de las Cámaras.
Y por eso la composición del CGPJ se corresponde, en mayor o menor medida, con la composición de las Cortes Generales emanadas de las urnas. Así lo mandata nuestra Constitución. Y alterar su funcionamiento y renovación en los tiempos que marca la norma es alterar la democracia.
Esta solución ha permitido preservar la independencia de jueces y magistrados que ejercen la potestad jurisdiccional con total autonomía de los otros poderes y únicamente sometidos al imperio de la ley. La conexión entre gobierno del Poder Judicial y Cortes Generales, lejos de corromper, legitima y dignifica al Poder Judicial, haciendo de este una figura indiscutiblemente democrática.
Hoy nos encontramos con un CGPJ con el mandato caducado hace casi ya cuatro años y que responde y refleja una mayoría parlamentaria, la de la legislatura anterior, que ya no existe. El Partido Popular ha usado infinidad de excusas para no cumplir con la renovación del máximo órgano de los jueces. Hoy es el delito de sedición, y ayer los pactos parlamentarios o los indultos del procés.
Pero lo cierto es que se está impidiendo el normal funcionamiento de una de las más altas instituciones del Estado. Impedir su renovación en el plazo marcado por la ley despoja al CGPJ de legitimidad democrática al impedir que se reflejen en él las distintas sensibilidades existentes en nuestras Cámaras y, por ende, en la sociedad española.
"Las presidencias de las Cámaras no podemos arrogarnos la capacidad de hacer aquello que sólo corresponde hacer a los y las depositarias de la soberanía popular"
Por eso, el bloqueo a la renovación del CGPJ tras casi cuatro años desde que expirara el plazo constitucional (el mandato de los vocales salientes venció el 4 de diciembre de 2018) está ocasionando un grave daño no sólo al normal funcionamiento de este órgano constitucional, sino también a la imagen y el prestigio del Poder Judicial. Esta situación de excepcionalidad atenta claramente contra la buena imagen de las instituciones y, en última instancia, contra la propia democracia.
En la desesperación de justificar lo injustificable, leo y escucho a quienes nos señalan a la presidenta del Congreso, y a mí como presidente del Senado, como parte del problema. Nada más lejos de la realidad.
Una vez iniciado el procedimiento de renovación por el propio Consejo, en los términos establecidos por la Ley Orgánica del Poder Judicial, son las Cámaras quienes deben impulsar su tramitación. No a través de decisiones unilaterales por parte de sus presidencias, tal y como se ha insinuado. Sino mediante el diálogo y el acuerdo entre los grupos parlamentarios plasmado en los órganos donde se impulsa la actividad de las Cámaras Legislativas.
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Por muy grave que resulte la situación, deben ser los y las representantes de la ciudadanía democráticamente elegidos quienes alcancen los consensos necesarios para poder dar cumplimiento al mandato constitucional. No caben atajos ni excusas.
Desde ese punto de vista, las presidencias de las Cámaras no podemos arrogarnos la capacidad de hacer aquello que sólo corresponde hacer a los y las depositarias de la soberanía popular. No podemos decidir por sus señorías, ni podemos obligarles a que decidan.
Pero lo que sí podemos hacer, como hago desde que soy presidente, es recordarles en la Junta de Portavoces su obligación y responsabilidad de cumplir con el mandato constitucional de renovar el Consejo, que está en su mano.
No podemos defraudar a la sociedad que vinimos a representar.
*** Ander Gil es el presidente del Senado de España.