Votar contra Sánchez no sería 'transfuguismo', sino responsabilidad
Feijóo debe proponer un gobierno de coalición a seis o siete diputados socialistas y pactar con ellos un programa de gobierno liberal y socialdemócrata.
De los distintos pensadores que han teorizado sobre la prudencia, me quedo con mi paisano Baltasar Gracián. Será porque en su virtuoso camino, nos enseña que esta debe ir siempre acompañada del conocimiento y la acción.
En su obra El héroe, el aragonés llama "corazón de rey" a lo que hoy denominaríamos audacia o arrojo, y considera que estos dan sentido a la inteligencia, pues las grandes ideas no sirven de nada sin la determinación para llevarlas a cabo.
Bien vendría hoy que los españoles nos atuviéramos a sus consejos ante el abismo al que nos estamos asomando.
Si el objeto de la prudencia consiste en "encontrar los medios más adecuados para conseguir un fin", lo primero que debemos hacer en la política española es tener el arrojo necesario para llamar a las cosas por su nombre.
Son características capitales del parlamentarismo, sistema de gobierno instaurado en España desde 1978, que el Poder legislativo designa al Gobierno y que la soberanía nacional opera bajo el principio de la representación política.
"La soberanía nacional recae sobre la nación española que, como unidad política que tiene su razón de existencia en su existencia misma, es indivisible"
Representar, según el prestigioso jurista y expresidente del Tribunal Constitucional García Pelayo, significa "dar presencia algo que está ausente, convertir en entidad actuante a algo que por sí mismo es incapaz de actuar". Si a la definición anterior, de connotación clásica, le añadimos el efecto moderno de "refinar y ensanchar las opiniones públicas" al que aludía el padre fundador de la democracia americana Madison, habremos convertido al representante en lo que debe ser: en alguien libre y al mismo tiempo deudor de su representado. Es decir, responsable ante él.
Tanto la forma de gobierno parlamentaria como el mandato representativo no sólo constituyen dos pilares esenciales de la democracia, sino que se encuentran reconocidos en nuestra Constitución, en los artículos 1.3 y 67.2.
La soberanía nacional se define como el ejercicio de autoridad en un territorio determinado. En nuestro caso, esta recae necesariamente sobre la nación española que, como unidad política que tiene su razón de existencia en su existencia misma, es indivisible. Esto es así no sólo porque lo avale lo más granado del constitucionalismo (Schmitt, Jellinek, Carré de Malberg), sino porque, de nuevo, así lo reconoce nuestra Carta Magna en su artículo 1.2., aunque este extremo se encuentre conceptualmente subordinado a lo anterior.
No es muy difícil deducir, por lo tanto, que la obligación moral y la responsabilidad política de todo parlamentario español sea cumplir el programa político con el que se presentó a las elecciones, defender los intereses de sus votantes y respetar la unidad política titular de la soberanía, es decir, la nación española.
Y debe hacerlo a todo precio, inclusive rompiendo, si es menester, la disciplina de voto y de partido. Disciplina que, dicho sea de paso, resulta a todas luces inconstitucional, de acuerdo con nuestro artículo 67.2, como acabo de advertir.
Que los parlamentarios españoles violen sistemáticamente este principio sagrado de la representación sólo indica la anomalía democrática que supone vivir en un Estado oligárquico de partidos, también llamado partidocracia, cuya ley de hierro Robert Michels se encargó de aflorar. Obedecer al jefe del partido, obviando a sus verdaderos jefes democráticos (programa, país, electorado) va contra natura y es ilegal.
Aquello que muchas voces, más interesadas que incultas, llaman transfuguismo, sólo se produce en estas sociedades enfermas. Obviamente, no por lo que muchos creen (por romper la disciplina de partido), sino exactamente por lo contrario: por considerar esa ruptura un error moral, cuando constituye un acto de responsabilidad política exigido por todo estatuto democrático.
Digámoslo claro. Romper la disciplina de voto o de partido cuando un parlamentario actúa en conciencia y coherencia con su nación y su electorado para defender la unidad política de su país y para cumplir con su programa electoral y ser coherente con el sentir de su electorado es un acto legítimo y legal. Una obligación moral y política prescrita por la teoría de la democracia. Y en nuestro caso, además, por la Constitución, en sus artículos 1.2 y 67.2.
Traigo toda esta reflexión a colación porque una parte de la izquierda, a la que le importan muy poco los inminentes pactos de Sánchez con el independentismo que van a poner en serio riesgo la soberanía nacional y nuestras más elementales normas de convivencia, parece, sin embargo, aterrada de que se pueda producir este acto de responsabilidad política llamado transfuguismo. Y está poniendo el grito en el cielo ante la posibilidad de que el Partido Popular convenza a varios diputados del PSOE para que apoyen la investidura de Feijóo.
"Feijóo debe convencer a González, Guerra, Redondo Terreros, Leguina y otros para que trasladen a los barones y diputados más conscientes de la gravedad política una oferta generosa de gobierno"
Pues bien, tal acto no sólo sería legal y legítimo, si por legitimidad entendemos también el consentimiento de la sociedad hacia el poder (Ferrero), sino que, además, hoy se torna absolutamente necesario.
Llamadas ya a las cosas por su nombre, es aquí cuando necesitamos que la prudencia le vuelva a marcar el camino a la audacia.
Feijóo tiene ante sí una decisión que marcará para siempre su carrera política y su legado. Fracasada la oferta a Sánchez, como era de esperar, y en lugar de entablar negociaciones con el independentismo catalán y vasco, cuyo resultado será tan infructuoso como obsceno es el intento, Feijóo debe trabar contacto con lo mejor del PSOE. De un modo muy discreto, debe convencer a González, Guerra, Redondo Terreros, Leguina y etcétera para que trasladen a los barones y diputados más conscientes de la gravedad política, una oferta generosa de gobierno.
Seis o siete ministerios dirigidos por los diputados que voten a favor de Feijóo en la investidura. Un programa liberal y socialdemócrata pactado, con vetos y líneas rojas recíprocas para asegurar que no haya desvíos. Quizá un gobierno rotatorio, de dos años y medio para Feijóo y dieciocho meses para el PSOE. Y una modificación de la ley electoral para asegurar que, en el futuro, este pacto no deba esperar a que lo aplique una persona generosa y prudente, sino los parlamentarios de cualquier nuevo Parlamento que se precie de tal nombre.
Por añadidura, los siete diputados socialistas, convertidos en flamantes ministros, contarían con el poder, los focos y la notoriedad para hacerse con el control de su partido durante la legislatura, defenestrar definitivamente a Sánchez y enderezar la deriva populista y nihilista del PSOE.
El candidato popular cuenta para ello con dos activos formidables. El primero es la legalidad democrática. El segundo, la legitimidad a la que antes aludía. Pues, según una reciente encuesta, el 68,7% de los españoles y el 54,5% de los votantes socialistas (que, descontando los votos al PSC, pasarían del 60%) están en contra de que Sánchez acepte las exigencias del independentismo y provoque una crisis política de gravísimas consecuencias.
Tengo a Feijóo por un hombre honrado. También por alguien sensato y eficaz. Para pasar a la historia con mayúsculas por haber salvado a España sólo le falta salir al encuentro de Gracián.
*** Lorenzo Abadía es analista político y fundador de la campaña Otra Ley Electoral (OLE).