Los expresidentes andaluces Manuel Chaves y José Antonio Griñán, en la Audiencia de Sevilla en 2018.

Los expresidentes andaluces Manuel Chaves y José Antonio Griñán, en la Audiencia de Sevilla en 2018. Raúl Caro EFE

LA TRIBUNA

Los ERE: anatomía de un proceso

La precipitada huida al proceso judicial es en parte el resultado y en parte la propia causa de la sustitución de las responsabilidades políticas por la lógica penal.

2 agosto, 2024 01:53

A la espera de que penalistas y constitucionalistas estudien los aspectos más técnicos de las sentencias sobre los ERE, podemos intentar diseccionar lo ocurrido en este proceso huyendo de los trazos gruesos y buscando algunas enseñanzas para el futuro.

La pasión contemporánea por el castigo

Hace catorce años los medios de comunicación comenzaron a dar cuenta de la existencia de irregularidades en el otorgamiento de ayudas a los trabajadores afectados por los ERE y a las empresas en crisis, así como de la apertura de unas diligencias previas que afectaban a diecinueve miembros de la Junta; entre otros los expresidentes de la misma y algunos consejeros y viceconsejeros. Y como suele ser habitual en macroprocesos de alto impacto mediático, la opinión pública confundiendo el reproche moral con el reproche penal emitió su fulminante veredicto: culpables en espera de juicio (Vittorio Manes. Giustizia mediatica).

El exconsejero de Empleo Antonio Fernández a su llegada a la Audiencia para recoger la notificación de la condena de inhabilitación por el caso ERE.

El exconsejero de Empleo Antonio Fernández a su llegada a la Audiencia para recoger la notificación de la condena de inhabilitación por el caso ERE. Europa Press

Ha habido que esperar catorce años para que la Justicia (la de los jueces y magistrados) haga público los primeros fallos del centenar de procesos en que se sustancia el fraude de los ERE. Pero mucho antes de conocerse estos (y esta es mi primera consideración) los acusados han sufrido un duro castigo en forma de marginación social, ostracismo profesional y muerte civil; unas sanciones más aflictivas en ocasiones que la pena propiamente dicha y que, dadas las modernas tecnologías, carece de límites en el tiempo porque seguirá viva por años en las redes sociales. Tal ha sido el efecto corrosivo que esta larga exposición pública ha supuesto en los derechos fundamentales de las personas investigadas, sean definitivamente absueltas o condenadas.

Tal vez haya quienes, airados por la gravedad de los hechos, no consideren excesiva esta primera sanción social. Al fin y al cabo, nuestras sociedades, con una intensidad diferente según los países, hace tiempo que han entrado en la era del castigo (Didier Fassin, Punir. Une passion contemporaine, 2018). Atraídos por el campo magnético del populismo punitivo, vemos cómo nuestros representantes aumentan cada día los tipos penales por criterios ideológicos o por conveniencia política (lo hemos sufrido en España en la pasada Legislatura) y cómo las infracciones a la ley son sancionadas con penas más duras y no siempre proporcionadas.

Es probable que en medio de esta borrachera punitivista de las modernas sociedades algunos consideren como un daño colateral inevitable la violación extraprocesal de la presunción de inocencia durante catorce años. Pero creo sinceramente que esto nos debería preocupar a todos; especialmente a los Legisladores y al Poder Judicial.

De la lógica política a la lógica penal

No menos preocupante debería resultarnos, en segundo lugar, la reiterada huida de los políticos hacia el código penal. Durante mucho tiempo las ideologías políticas (también las religiones) han suministrado el argumentario del debate público. Pero ambas han perdido hoy su capacidad regulativa y parece que el único lenguaje de la política en España es el del código penal. Unas veces es el PSOE quien persigue al PP en los tribunales; otras veces el PSOE es el objeto de las querellas del PP. El código penal se ha convertido en el arma más letal de la forma actual de hacer política: un auténtico desastre para la política y un grave riesgo para la Justicia.

En el caso de los ERE, como en otros procesos de gran carga mediática, la política abandonó inmediatamente el foro democrático para huir hacia el código penal. Desde el primer momento quedó claro que lo urgente no era tanto reparar el daño producido a la sociedad como expulsar de la plaza pública al adversario moralmente reprobado. En la exigencia de responsabilidades en los ERE se ha dejado a un lado el derecho parlamentario, el administrativo, el civil, el mercantil… En realidad, solo interesaba el código penal porque no se buscaban responsables sino únicamente culpables.

Este recurso abusivo de los partidos a la lógica penal es siempre demoledor para la propia democracia porque vacía las instituciones donde se produce el diálogo y confrontación: es una manifestación más de la crisis de nuestra democracia parlamentaria. Y la precipitada huida al código penal es asimismo arriesgado para la propia jurisdicción penal a la que convierte no en la última ratio (que entra en acción sólo tras el fracaso del orden civil, mercantil, administrativo, laboral…) sino en la primera y excluyente intervención del Derecho. Así es como la Justicia es arrojada, o se arroja ella misma, al debate político.

En suma, la precipitada huida en el caso de los ERE al proceso judicial es en parte el resultado y en parte la propia causa de la sustitución de las responsabilidades políticas por la lógica penal. Y ello implica un vaciamiento de las instituciones democráticas y una sobrecarga y sobrexposición de la jurisdicción penal.

Magdalena Álvarez, la segunda por la izquierda, en el juicio del caso de los ERE en diciembre de 2017.

Magdalena Álvarez, la segunda por la izquierda, en el juicio del caso de los ERE en diciembre de 2017. EFE

La arriesgada posición de garante del cargo público

Con los primeros fallos en la mano ya sabemos que el gobierno de la Junta ha seguido unas prácticas cuestionadas en la elaboración de los anteproyectos de Presupuestos (prevaricación administrativa, según la jurisdicción penal).

Sabemos asimismo que en la gestión de los créditos aprobados por el Parlamento de Andalucía (el famoso programa 31L) la Consejería de Empleo otorgó a algunos trabajadores, empresas y otros profesionales importantes subvenciones excepcionales (en torno a ciento setenta millones de euros) sin justificación ni legitimación o por cuantías superiores a las que les correspondían. Los procesos todavía pendientes pondrán nombres y apellidos a los autores materiales y directos de tales malversaciones.

Pero, como alguien ha dicho, en la vida pública de nuestros días no hay inocentes sino sólo culpables todavía no descubiertos. Por eso la brújula de marear que desde el primer momento marcó el rumbo de esta larga instrucción judicial fue una visión complotista de los hechos (de existencia implícita, afirma la sentencia del Supremo sin más explicaciones). Según esta hipótesis, por encima de los funcionarios que gestionaron las subvenciones del programa 31L estaba una parte de la cúpula de la Junta –expresidentes, algunos consejeros y viceconsejeros– que por su autoría directa en el desfalco o por su posición de garantes (en la modalidad de comisión por omisión) eran los culpables a descubrir en este largo proceso.

Para ello había que probar que el presidente Manuel Chaves y algunos consejeros, al preparar el anteproyecto de ley de Presupuestos que aprobaría después el Parlamento, idearon un levantamiento ilícito de los controles en la gestión de los créditos presupuestarios con el fin de agilizar la tramitación de determinadas subvenciones a trabajadores y empresas en momentos de aguda crisis social (prevaricación administrativa). Había que probar asimismo que el expresidente J.A. Griñán consejeros y viceconsejeros al proponer al Parlamento aquella forma de presupuestación asumían la eventual malversación por parte de funcionarios de la Consejería de Empleo.

Faltos de pruebas directas de cargo, se recurrió a pruebas indiciarias (y a no tener en cuenta los contraindicios) con la que reconstruir un dolo eventual en los miembros de la cúpula de la Junta. Fue así como la Audiencia de Sevilla les condenó efectivamente por malversación “por asumir la eventualidad de que los fondos vinculados al programa 31L fueran objeto de disposición con fines ajenos al fin público al que estaban asignados”. Y el Tribunal Supremo, en una Sala Segunda dividida (3-2), confirmó la sentencia del tribunal de instancia.

"Un juez debe ser capaz, en base a lo conocido a través del proceso, de absolver cuando todos piden la condena y de condenar cuando todos exigen la absolución"

El deber del juez de suscitar confianza

Pero si bien la legalidad del fallo depende del número de votos (tres frente a dos), su capacidad convincente no sabe de mayorías y minorías; esta depende del peso de los argumentos con los que se fundamenta. Y en este caso, de los cinco magistrados componentes de la Sala, dos de ellos, Ana Ferrer y Susana Polo, formularon un duro y documentado voto particular oponiéndose a la condena

En sus ochenta y seis páginas, estas dos magistradas del Supremo tacharon dicha sentencia de realizar un sorprendente y significativo salto en el vacío: no se ha probado, dicen, que el levantamiento de los controles en la ley de presupuestos se haya hecho dolosamente; esto es, “con el fin de favorecer dolosa e ilícitamente a determinadas personas y empresas” y no, como alegaba la cúpula de la Junta, para agilizar el procedimiento de las subvenciones en plena crisis económica. Los actos malversadores se cometieron en el ámbito de la Consejería de Empleo, insisten estas magistradas, y “no se dan en la conducta de los acusados ajenos a la Consejería de Empleo los elementos propios del dolo eventual del tipo penal de la malversación”.

Para las dos magistradas oponentes, la sentencia carece de argumentación mínimamente concluyente, de sustrato argumental probatorio, se basa en meras especulaciones y conjeturas, sus conclusiones son irrazonadas e irrazonables, la prueba de cargo no puede considerarse concluyente, hay un empecinamiento de la tesis mayoritaria, no se tienen en cuenta importantes contraindicios… Tales son sus contundentes expresiones.

Y es esta flagrante contradicción entre la tesis mayoritaria y la de la minoría (que será objeto con seguridad de análisis por los especialistas y la academia) la que me ha hecho recordar la séptima de las Nove massime di deontología giuidiziaria de Luigi Ferrajoli: se refiere al deber de todo magistrado de suscitar la confianza de las partes, incluso de los imputados.

El magistrado, dice el maestro Ferrajoli, no debe buscar el consenso de la opinión pública. Un juez debe ser capaz, en base a lo conocido a través del proceso, de absolver cuando todos piden la condena y de condenar cuando todos exigen la absolución. Las únicas personas de las que debe luchar por obtener no ya el consenso sino la confianza son las partes y principalmente los imputados: confianza en su imparcialidad, en su honestidad intelectual, en su rigor moral, en su competencia técnica y en su capacidad de juicio.

La sentencia de esta sala dividida del Tribunal Supremo ha sido de condena. Pero ¿cómo esperar que las partes, especialmente los condenados confiaran en la justicia de la sentencia cuando dos de los tres magistrados componentes de la Sala han presentado un voto particular rechazando con especial contundencia no ya la justicia del fallo sino la propia falta de fundamento de esta condena y aseguran que se ha violado su derecho a la presunción de inocencia y que “debieron por tanto ser absueltos de este tipo penal” de malversación?

Lo que se espera de un Tribunal Constitucional

Si dos magistrados de la propia Sala del Tribunal Supremo que les ha condenado afirman tan rotundamente que carece de fundamento la condena, que debieron ser absueltos de malversación y que se ha violado la presunción de inocencia era previsible que los condenados recurrieran en amparo ante el Constitucional.

Desde 2009, el Tribunal Constitucional cambió radicalmente su primitiva estrategia ante los recursos de amparo. Agobiado por la avalancha de recursos de amparo y atendiendo a las críticas del poder judicial que veía en este tipo de recursos un cuestionamiento de su plenitud jurisdiccional, rechazó desde entonces la admisión a trámite de la inmensa mayoría de aquellos (en torno al 95%). Fue una amputación injustificada de una parte capital de su función y que el nuevo Tribunal parece revertir con la admisión a trámite de los recursos de los condenados por el procés y ahora con los de los condenados por los ERE.

Lástima que haya esperado a hacerlo a estos dos asuntos de alto voltaje político. Pero nunca es tarde. Y sería grave para su prestigio si volviera a cerrar la puerta pues esto significaría que sólo la ha abierto para recursos de amparo de políticos.

La admisión a trámite y la posterior sentencia del Constitucional en este recurso de amparo ha vuelto a elevar la tensión en las relaciones entre la jurisdicción ordinaria y la jurisdicción constitucional al alegar la primera que se está invadiendo su exclusiva potestad jurisdiccional de juzgar y hacer cumplir lo juzgado. La anulación parcial de la condena de la cúpula de la Junta del delito de malversación se presenta como prueba concluyente de tal invasión.

"El tribunal, con las mayorías mecánicas, da pábulo a quienes indebidamente arrojan sobre el mismo sospechas de instrumentalización política"

Pero en ningún momento el Constitucional en su sentencia sobre los ERE cuestiona los hechos y las pruebas de la sentencia del Tribunal Supremo. No es su competencia; son los magistrados de la jurisdicción penal quienes tienen un conocimiento cabal de los hechos, obtenido en el seno del proceso. Pero sí reafirma el Constitucional su indeclinable función: “supervisar externamente la razonabilidad del discurso que une la actividad probatoria y el relato fáctico resultante” y recordar a la jurisdicción ordinaria que en las sentencias condenatorias el canon de motivación debe ser más riguroso.

Y siguiendo la línea marcada por los magistrados del Supremo, Ana Ferrer y Susana Polo, el Tribunal no ha entrado a valorar los hechos, pero sí niega radicalmente que la sentencia condenatoria de la cúpula de la Junta haya motivado suficientemente dicha condena y que conocieran el uso fraudulento de las subvenciones por parte de la Consejería de Empleo. Y por lo tanto, han concluido que “su presunción de inocencia no ha sido respetada por los órganos judiciales”.

Desgraciadamente tampoco en este Tribunal se ha conseguido una sentencia unánime, como sería de desear cuando lo que está en juego son bienes tan básicos como la libertad de las personas. También aquí ha funcionado, salvo en un caso, la mayoría mecánica del 7-4.

Creo que el Tribunal, con estas reiteradas mayorías mecánicas, da pábulo a quienes indebidamente arrojan sobre el mismo sospechas de instrumentalización política. Justo en un tiempo histórico en el que más necesitamos en España al Tribunal Constitucional, éste debería cuidar mejor las formas. En ellas va la dignidad del Tribunal y el prestigio de su presidente quien debería aclarar que carece de justificación la acusación vertida por uno de los cuatro magistrados en su voto particular: que allí se vota, pero no se discute.

¿Por qué cuesta tanto aceptar los fallos?

Sabemos ya que en la gestión por la Consejería de Empleo de la Junta de Andalucía se ha producido un fraude cuyo monto total ronda los ciento setenta millones de euros. Más de un centenar de procesos todavía pendientes de fallo previsiblemente pondrán nombres y apellidos a los autores materiales y directos de este fraude. Hablar de impunidad carece, pues, de fundamento.

Pese a ello, la primera reacción de no pocos ciudadanos ante la justificada anulación total o parcial por parte del Tribunal Constitucional de las sentencias que se refieren a dos expresidentes y algunos consejeros de la Junta ha sido de indignación. No es lo que muchos esperaban. ¿Por qué está costando tanto aceptar las sentencias en este tipo de procesos de alta densidad política y mediática?

Creo que la explicación de esta frustración ante el fallo del Tribunal Constitucional hay que buscarla en el sobredimensionamiento de las expectativas que produce en este tipo de macroprocesos la concurrencia temporal de la llamada justicia mediática y la justicia formal.

En efecto, tras una larga (catorce años) y reiterada exposición de los hechos, seleccionados con criterios periodísticos para las grandes audiencias, y tras la cristalización de un previo veredicto popular (culpables en espera de juicio) lo que la airada opinión pública pedía a la Justicia no es tanto que investigara los hechos y responsabilidades con sus garantías y lex artis, sino que jueces y magistrados confirmaran nuestra verdad; que certificaran lo que cada uno de nosotros ya sabíamos desde que estalló el escándalo.

Tal vez lo que algunos pedían y esperaban de los magistrados no era un veredicto justo, sino que encontraran las pruebas de nuestros pre-juicios (F. Sgubbi. Il diritto penale totale. Punire sensa legge, senza verità, senza culpa, 2019). Así es como la misma opinión pública que celebró hace dos años las sentencias condenatorias de la Audiencia de Sevilla y del Tribunal Supremo ahora se siente frustrada por el fallo del Tribunal Constitucional y no duda en hablar de lawfare y de acusar en algún caso a sus miembros de prevaricación. Y viceversa.

Políticos, jueces, medios y todos nosotros deberíamos entender por fin que la forma que tenemos de gestionar estos casos de alta densidad mediática vacía la lógica política en la lógica penal, embota las instituciones democráticas y pone en riesgo la confianza en nuestra Justicia.

*** Virgilio Zapatero es rector emérito de la Universidad de Alcalá.

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