Meses después de dar a luz a nuestro primer hijo, mi mujer se enteró de que, estando ella todavía embarazada, me subí a una lancha en una playa gaditana con cuatro traficantes de droga. Aquella noche viajamos a Marruecos en busca de fardos de hachís. Nos trajimos -se trajeron, claro, el 'nos' es una forma de hablar- más de dos toneladas de 'chocolate'. Lo narré en este reportaje.
Nunca nadie lo había contado antes como testigo directo. En EL ESPAÑOL fuimos los primeros. Y, hasta ahora, los únicos. Mi jefe, Miguel Ángel Mellado, todavía recurre a ese reportaje para meterme en algún que otro embolao. "Si aquello no te dio miedo, esto otro imagino que...".
Su última propuesta/ocurrencia fue enviarme una noche, en mitad de la pandemia, a hacerme una ruta por varios prostíbulos para ver si se cumplían las medidas sanitarias para combatir el virus. Mi jefe no entendía que se les permitiera seguir abiertos mientras a otros negocios se les obligaba a cerrar.
Y yo, que me gusta más un fregao que el pan con tomate, pues fui. Hice el trabajo con el fotógrafo Marcos Moreno, un magnífico reportero gráfico. Salió esto otro: Una noche de prostíbulos por la A-4 de Andalucía: en S'cándalo sólo el portero lleva mascarilla.
Pero volvamos a la droga. Cuando aquel reportaje sobre el tráfico de hachís ya se había olvidado por completo, alguien le habló de él a mi mujer. Si no recuerdo mal, creo que fue su gestor, que no sólo le da quebraderos de cabeza con Hacienda, sino que le recuerda que su marido es un temerario. O un imbécil, tal vez.
Ella ni siquiera lo había leído. [Eso, la displicencia de la persona con la que compartes cama hacia el trabajo de uno, es idóneo para un periodista, así el ego se nos queda chiquito]. Al echarle un ojo al reportaje, en un arrebato comprensible, me mandó a la mierda. Me dijo que estaba loco, que pude dejar a un crío sin padre incluso antes de nacer, y a ella, con 30 años por aquel entonces, viuda. Tenía razón. Aunque creo que no en todo.
Yo, como respuesta, le vendí humo. Que si no pasé riesgo extremo en ningún momento, que si no nos persiguió una barcaza o un helicóptero de Aduanas, que ocurrió todo en pocas horas, que un juez me entendería en caso de detención, bla, bla, bla. A veces, pasados ya cuatro años, todavía bromeo con el asunto y ella me vuelve a mandar al mismo sitio del que vine cuando se enfadó. Pero tranquilos, seguimos siendo matrimonio y viene en camino un segundo heredero.
¿Por qué les cuento esto? Ahora, en el trabajo, el mismo hombre que de vez en cuando recurre a mi viaje en lancha como argumento irrebatible para chantajearme laboralmente, me pide un texto, este que leen, para intentar captarles a ustedes primero como lectores asiduos de este periódico y, luego, como suscriptores.
No me voy a poner trascendente, ni mucho menos. Pero sí les voy a recordar algo por obvio que parezca. Lo suelo hacer con mi familia, con amigos y hasta con mis fuentes. La supervivencia de los medios, irremediablemente, pasa por cobrarles a ustedes. Igual que hasta hace unos años -lo mismo hasta siguen haciéndolo, aunque cada vez sean menos- se bajaban a tomar un café a la barra del bar y se paraban antes a comprar el ejemplar de su cabecera favorita en el kiosco y no se preguntaban por qué pagaban -daban por hecho que era un producto elaborado por decenas, incluso cientos de personas-, ahora han de hacer lo mismo: pagar.
No les digo que se convenzan de ello cuando en EL ESPAÑOL lean una noticia de agencia sobre una rueda de prensa del PP, la cual, probablemente, vayan a encontrar también en la competencia unos minutos antes o unos minutos después. No. Les digo que paguen cuando encuentren en nuestro medio un reportaje interesante y bien trabajado, una columna de opinión rotunda, una brillante crónica política, una noticia de investigación con impacto o un artículo irónico y divertido sobre la guerra Isabel Pantoja vs. Kiko Hernández. Les pido que paguen cuando sepan que eso, justo eso, no lo van a encontrar en otro medio mientras apuran la taza de café o cuando los niños ven los dibujos en la televisión y a usted sólo le queda la tablet o el móvil.
Sí, lo siento. Han de pagar. Cinco letras, un verbo en infinitivo. El periodismo, y el reporterismo en concreto, a lo que me dedico, es muy caro. Viajes, hostales, el bocadillo en la acera, la factura del fotógrafo colaborador...
Pero hasta aquí les doy la turra con lo de cobrarles por leernos. Mi propósito es otro: convencerles de que han de hacerlo estando convencidos de ello.
Yo no entiendo el reporterismo sin llegar al límite. Me da igual que mis textos traten sobre una investigación de tráfico drogas, sobre la entrevista a un sicario o sobre el dolor de la madre de un niño asesinado por la nueva pareja de su padre, como ocurrió en el caso de Gabriel Cruz. En todos esos casos necesito antes -es mi compromiso con el lector- ver dónde se alijaba la droga, observarle de cerca las arrugas de la frente al asesino por encargo, llorar y abrazarme a la mamá del niño asesinado tras escucharla contarme que su hijo, pese a estar enterrado, sigue teniendo derechos. Si no lo hago, el trabajo estará incompleto y mis historias carecerán de esos matices que a usted le hagan sentir y ver lo que otros han vivido en su piel.
No piensen que son meras palabras. En todos esos ejemplos ocurrió así. Porque igual que pude perder la vida a bordo de aquella lancha, un cachito de mí se marchó con la muerte de 'El Pescaíto', cuya búsqueda, de casi dos semanas, viví in situ, o tuve que comerme el odio al escuchar el desprecio a la vida de un sicario.
Termino ya. Sólo les pido que confíen en nosotros. Si rompemos esa confianza, no vuelvan a pagar por leernos. Es muy sencillo. Yo, en cambio, seguiré intentando contar aquello que otro no ha contado. Viajaré para escuchar y entender al inmigrante del cayuco, recorreré el triángulo de pueblos donde más se muere de cáncer en España, iré hasta el escondite francés del hombre que sabe dónde está Marta del Castillo. Sólo eso nos diferenciará. Sólo eso acabará convenciéndoles.