Toda la ancha vida del maragato José Rodríguez Losada, artífice del reloj de la Puerta del Sol, fue una aventura prodigiosa de principio a fin; pero, como en una de esas muñecas rusas que se replican a sí mismas a diferente escala, su biografía está trufada de otras aventuras simplemente increíbles. Contándolas le asalta a uno el vértigo de esta vislumbre de Paul Valéry: “Cada cosa que es, en el caso de no ser, habría sido enormemente improbable”.
En 1859, en la recién restaurada Puerta del Sol, el expatriado Losada, de vista en Madrid, presenció la enorme manifestación con motivo de la toma de Tetuán y el heroísmo de su amigo el general Prim en Castillejos.
Asistiendo a aquella ebriedad de vino y alegría de la multitud, que se abrazaba entre vítores, gentes que poco antes se acometían a trabucazos y que pronto volverían a hacerlo, reparó en el viejo reloj destartalado que se alzaba en el edificio de Gobernación como una metáfora del retraso de España. Para poner a su ingrato país en hora decidió construir un reloj superferolítico y donarlo.
En 1866, el reloj de la Puerta del Sol se convirtió en el corazón mecánico de Madrid. Ese mismo año Julio Verne daba a la imprenta De la tierra a la luna, una buena metáfora para referir la novelesca peripecia del relojero Losada. Su azarosa biografía más parece un folletín de Alejandro Dumas que una historia real. Pero está velada por episodios esquivos, equívocos o impuros de adherencias que tergiversan la verdad o la oscurecen.
La huida
Lo que parece seguro es que nació en 1797 en Iruela, pequeño pueblo leonés cobijado bajo la mole del monte Teleno, en la entonces paupérrima comarca de la Cabrera. Hijo de los hidalgos de condición humilde Miguel Rodríguez y María Conejero, ¿por qué se hacía llamar Losada? O no le gustaba el apellido materno o siguió una vieja costumbre. O ambas cosas. Lo habitual era que al salir del pueblo natal, el emigrante de noble condición adoptara como segundo apellido el de la jurisdicción donde había nacido e Iruela pertenecía a la de Losada, adscrita al Marquesado de Villafranca del Bierzo.
No fueron muchos los años que el chico pasó en su oscura comarca porque —según cuenta el historiador Matías Rodríguez, que conoció a Losada— a los 17 años, pastoreando ganado en la falda del Teleno, perdió una ternera y toda la noche anduvo por la sierra gritando al viento en la oscuridad. Ya había amanecido cuando encontró los despojos de la res desgarrada por los lobos.
En aquella España las familias lloraban la muerte de la vaca y se resignaban a la de los hijos, por eso ante el temor de que su padre lo moliera a palos, el pastor se echó a los caminos hasta que avistó el castillo de la Puebla de Sanabria y allí cayó desplomado. Un arriero lo recogió por piedad, lo llevó con él a Extremadura y el chico acabó en Portugal.
El tiempo entre conjuras
Esa historia admite algunas variantes en el Espasa (Tomo 31, pág. 278), en el escritor berciano Ramón Carnicer (Donde las Hurdes se llaman Cabrera), en Concha Espina (La esfinge maragata), en Luis Alonso Luengo (El reloj de la Puerta del Sol), en Roberto Moreno García (José Rodríguez Losada, vida y obra) o en José Zorrilla (Recuerdos del tiempo viejo).
Pero no hay duda de que llegó a Madrid y allí se hizo liberal y uno de aquellos oficiales del ejército que pasaban el tiempo entre conjuras. ¿Cómo de simple pastor, huido de Iruela, llegó Losada a oficial del arma de caballería? Alonso Luengo lo atribuye a “su voluntad indomable, la agudeza de su inteligencia y la ayuda de liberales”, que vieron en el joven talento e ideas conspirativas. Seguramente era miembro de alguna logia del rito escocés en la que se hablaba de revolución, de sangre y de generoso heroísmo.
En 1828, en plena Década Ominosa —la segunda restauración del absolutismo—, por huir de los esbirros de Fernando VII, que habían puesto precio a su cabeza, vivió la aventura más heroica o chusca, según se mire, de su asombrosa biografía.
Esa fuga de aire novelesco la cuenta el escritor José Zorrilla en sus Recuerdos del tiempo viejo. El superintendente general de policía era su padre José Zorrilla Caballero, a quien Losada burló con una estratagema de vodevil. Cierto día, el polizonte recibió un billete de una dama a la que frecuentaba en secreto en una casa aislada cercana a un beaterio en las Vistillas.
Como de costumbre, aquella tarde el superintendente llegó disfrazado de clérigo. Fingiendo cojera y apoyándose en un bastón entró en la casa y esperó a la dama. Cayó la noche y una criada entró en el aposento con un quinqué que rompía a ráfagas la oscuridad. Lo colocó sobre una mesa y cerró los postigos del balcón que daban a Palacio cuando irrumpieron cinco enmascarados. Dos amordazaron a la mujer. Zorrilla Caballero no opuso resistencia.
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Uno de los enmascarados era Losada, que le tendió un salvoconducto y le obligó a firmarlo. Era un permiso de correr postas para poder salir de España. Frunciendo el ceño, el falso clérigo firmó sin rechistar. Lo ataron y Losada, libre ya del antifaz, galopó camino de Francia. Doce horas después el superintendente, liberado ya, ordenó a sus agentes dar alcance al prófugo y colgarlo en la plaza de la Cebada.
Mozo de limpieza en Londres
Sobre la peripecia hasta cruzar el Bidasoa con los secuaces pisándole los talones no sólo discrepan las fuentes, sino que es difícil diferenciar la realidad de la invención, separar el grano de los hechos de la paja de las conjeturas y sortear el riesgo de adentrarse en la fábula.
Lo que parece probable es que Losada permaneció en Francia dos años —sin que nada se sepa de su vida allí— y llegó en 1830 a Inglaterra. Eran los años de la “gloriosa y fecunda emigración a Londres” de la que habló Galdós. Familias enteras huyendo del terror fernandino, sobre todo a Londres donde conspiraban malviviendo, vendiendo a los coleccionistas libros raros que los ingleses, ávidos por atesorar cosas de España, pagaban muy bien.
En su libro Liberales y románticos habla Vicente Llorens de varias subastas de libros con cotizaciones tan altas que un emigrado español tan notorio como Blanco White se los encargaba a sus hermanos en Sevilla ante la imposibilidad de comprarlos a los precios del mercado inglés.
Losada fue colocado por el Comité de Ayuda a los Emigrados como mozo de limpieza en una relojería. Fascinado por los relojes que lo encandilaban con su tintineo, en vez de tirar las piezas rotas y desechadas de viejos cronómetros las guardada y con sorprendente maestría construyó con ellas auténticas maravillas.
Al lacayo, autodidacta inquieto, lo sorprendió su jefe olvidando la escoba y el plumero y manejando con mano hábil los instrumentos del taller; pero lejos de recriminarlo, lo contrató como aprendiz y no tardó en ascenderlo a la categoría de oficial relojero. Cuando murió su empleador, Losada se convirtió en alma del negocio, trazó nuevas directrices y no tardó en extender el negocio más allá de las nieblas del Támesis y crear un imperio cronometrista expandido sobre todo por España, Filipinas y América Latina, donde poseer un Losada, llegó a ser como tener un tesoro.
En 1835 estaba instalado como “constructor cronometrista” de relojes de bolsillo y de pared en Euston Road, en el barrio de Saint Pancras. Poco después se estableció en el 20 de Woburn Building, también en Saint Pancras. Por entonces sus relojes no llevaban domicilio, iban inscritos solamente con ‘J. R. Losada, London’, hasta que en 1847 instaló su residencia definitiva en el 105 de Regent Street, en el West End, entonces y ahora el área urbana más pija de Londres. En Recuerdos del tiempo viejo escribe Zorrilla que “Losada era en Inglaterra un originalísimo personaje: conocido en todas partes, en todas era útil y por todas se metía como por su casa”.
Se casó, en 1838, con la escocesa de 51 años Ana Hamilton Sinclair, que era 10 años mayor que él y, según la mayoría de las fuentes, la viuda de su jefe. El historiador Eloy Benito Ruano juzga improbable ese detalle; pero cuántas cosas se juzgan improbables antes de que acaben pasando.
Un corazón de oro
Losada representa las turbulencias de la España decimonónica, cuyas refriegas entre absolutistas y liberales provocaron sucesivas oleadas de emigrados, que organizaban contactos y publicaciones que tanto iban a influir en el desarrollo del Romanticismo español. También tertulias. En la de la relojería de Regent Street, Losada recibía a los expatriados sin discriminar a nadie por su ideario político, predicaba la tolerancia y la practicaba. Su tertulia era el refugio hospitalario de los emigrados españoles e hispanoamericanos de todos los partidos.
En aquellas estancias de cronómetros colgados y de anaqueles repletos de estuches primorosos de plata y oro, cuando la reunión alcanzaba un razonable grado alcohólico caían las barreras inhibitorias y se explayaban a gusto exaltados de ideas opuestas, el anfitrión les recordaba la tolerancia y la sangre no llegaba al río.
El general Ramón Cabrera (que, casado con una dama inglesa, ya no era el “carlista generoso, león nunca domado”, del verso) y el juvenil Juan Prim, que hizo la guerra a los carlistas durante seis años, eran el martillo y el yunque aventando las diferencias sin que saltaran chispas. Otros asiduos eran el duque de Montpensier que, en sus escapadas a Londres, no se perdía una, y el cigarrero Carreras —citado por Pérez Galdós en los Episodios nacionales— que era un liberal que se hizo de oro introduciendo en Inglaterra el cigarrillo de papel.
El poeta José Zorrilla conoció a Losada en Londres en 1855, cuando el relojero se enteró de los apuros económicos por los que estaba pasando el vallisoletano. El escritor había publicado en París los dos primeros tomos de su obra Granada y había vendido parte de su edición al librero establecido en París Ignacio Boix, que se la abonó en pagarés a nueve meses. Boix cayó en quiebra y Zorrilla, creyendo que su deudor estaba en Londres, fue a buscarlo con lo justito para el viaje de ida y vuelta y estancia de tres días; pero Boix no estaba allí.
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Zorrilla se quedó esperando su regreso y, más tieso que un palo, se encontraba en la penosa situación de no poder dar satisfacción a las exigencias de la dueña de la pensión y sin medios para volver a París. “Malditos ingleses, que consideran perros a los extranjeros y nos meten en la cárcel si no pagamos las deudas”, escribió. Losada, a pesar de que su padre había puesto precio a su cabeza, se presentó de improviso en la pensión del escritor angustiado, le ofreció 500 libras y lo libró de la cárcel.
En Una repetición de Losada (1859), un poema de casi 3.000 versos, escribe Zorrilla sobre la generosidad de su nuevo amigo: “Losada vale más que su reputación. Aunque seco, cejijunto y algo brusco en sus modales, leal entre los leales, tiene de oro el corazón. Es mi mejor amigo y no lo tengo mejor”.
Antes de embarcarse rumbo a América en el Paraná, Losada se encargó de que Zorrilla tuviera un buen camarote y discretamente depositó un pagaré por valor de cien libras. El relojero nadaba en la abundancia y la compartía con largueza con los expatriados, les daba créditos y simulaba apuntar la deuda en una libreta que nada contabilizaba.
Más famoso que ninguno
En su relojería de Regent Street lo retrató Antoine Claudet, el fotógrafo de la reina Victoria, y gracias a esa foto sabemos de su apostura. Alto y de talle fino, carrillos afeitados, negros el pelo y las cejas y un denso flequillo peinado a la derecha y tapando parte de la frente.
En sus cuatro décadas en Inglaterra se labró un prestigio tan inmenso que en la Exposición de Industrias del Cristal Palace, celebrada en Londres en 1862, fue el único cronometrista invitado. Ya era una personalidad famosa en toda Europa y era una forma de reconocerlo como el más importante relojero del Reino Unido. Por ello tuvo el respaldo de la más selecta clientela europea.
En la segunda mitad del siglo XIX los relojeros suizos y británicos falsificaban los losadas como ahora se falsifican las más prestigiosas marcas de relojes. Notable es el reloj de torre que Juan Ramón Larios le encargó para donarlo a la Catedral de Málaga en 1867. Su característica más sobresaliente era un escape de gravedad igual al del Big Ben del Parlamento británico.
Edward Dent, artífice del Big Ben, había ganado varios premios con sus cronómetros marinos, pero no era el relojero más prestigioso del Reino Unido, ni siquiera lo era Benjamin Vulliamy que había declinado construir el Big Ben. La fama de Losada se llevaba la palma desde que la reina Victoria le encargó una saboneta —modelo de reloj de bolsillo originario de Savona, Italia, con dos o tres tapas— como regalo al emperador Maximiliano de México.
La Casa Real española le encargó varias piezas: para Isabel II, una preciosa saboneta en oro esmaltado en azul, y varios para el rey consorte Francisco de Asís y para las Infantas. El general Narváez, presidente del Consejo de Ministros, también tenía una de sus sabonetas.
Proveedor de la Marina
Pero su principal cliente fue la Marina española. Entonces los relojes eran aparatos de precisión fundamentales para la navegación, un error de un segundo en un cronómetro naval suponía una desviación en la longitud geográfica, la que se refiere al ecuador, de 463 metros. Lo mismo ocurría con los barómetros.
Los buques españoles, insuficientemente dotados de barómetros, no podían predecir las tormentas y esquivarlas, y esa fue la causa de multitud de naufragios en el Caribe, cosa que no les ocurría a los británicos. De ahí que la Marina recurriera a Losada. En el Observatorio Naval de San Fernando, en Cádiz, se custodian algunas de sus piezas maestras, junto con el grueso de la documentación comercial que ha sobrevivido, como contratos y cartas. También el Museo Naval de Madrid conserva valiosas obras suyas.
Su relación comercial con la Marina Española tuvo su origen en las quejas que, en 1850, presentó al Ministerio el comandante general Francisco Armero, que lamentaba el mal funcionamiento de los relojes construidos por el proveedor French Brothers. En 1856 Losada viajó a Madrid para formalizar su relación comercial con la Armada, que dotó para la operación un presupuesto de 100.000 reales de vellón y para ganarle el ánimo lo nombró Relojero Cronometrista de la Marina Militar, a la que llegó a entregar unos 70 cronómetros. Uno de los primeros fue el reloj astronómico conocido como el n° 2.137 de su producción, que tardó ocho años en terminar.
Losada fue perfeccionando sus obras e introduciendo nuevos hallazgos e invenciones. El último encargo, un reloj de bolsillo, no procedía de la Marina, sino de los cuerpos de la Armada para regalárselo al almirante Casto Méndez Núñez por la batalla de El Callao. Esta saboneta con las tapas en piedra verde sanguínea, una de sus piezas más sobresalientes, se guarda en el Museo Naval de Madrid.
La relación de la Marina con Losada fue, por sus costes y resultados, un buen negocio para la Administración española y un desastre económico para Losada, que por puro patriotismo abdicó de su buen olfato para los negocios.
Visitas a España
En cuarenta años de exilio, Losada vino tres veces a España con la nostalgia del transterrado. La primera, a finales del año 1856; otra, de cuatro meses, en 1859, en la que junto a su mujer visitó su pueblo natal y a su familia en Iruela, además de Madrid, Cádiz y Barcelona, y la última, ya enfermo, en 1868, durante la cual otorgó su testamento en Cádiz, el 3 de abril de ese año.
En su segunda visita, habían pasado treinta años desde que tuvo poner pies en polvorosa y salir de España por su imaginario liberal. Era el año en que se inauguraba el Big Ben en la torre neogótica del Palacio de Westminster.
En la Puerta del Sol Losada reparó en que se habían abierto tres cafés nuevos —el Oriental, el Universal y el Imperial— también algunos almacenes, casas de fotografías y dos hoteles —el de París y el de La Paz—. Todo era novedoso, al estilo de París, salvo el destartalado reloj de la torreta de la sede de la Gobernación, antigua Casa de Correos, que funcionaba de pena.
Pensó el relojero que aquella plaza centrípeta era el lugar idóneo para un reloj preciso y lo terminó cuatro años después con mecanismo similar al del Parlamento británico. Fue la primera réplica del Big Ben, que amplió su familia en 1892 con Little Ben (la miniatura que puede verse en la intersección entre las londinenses Vauxhall Bridge Road y Victoria Street) y otras copias en Pachuca (capital del estado mexicano de Hidalgo), París y Ottawa.
El reloj de la Puerta del Sol lo sacó su artífice de Inglaterra burlando la legislación que daba derecho prioritario a la Armada británica para la adquisición de cualquier instrumento científico o técnico que considerase de interés, o que no quisiera que fuera a parar a otro país. Para lograrlo, Losada no lo presentó al control de funcionamiento del Observatorio de Greenwich, que era un requisito que todos los clientes exigían como garantía de que el cronómetro iba como la seda.
El 19 de noviembre de 1866 fue inaugurado por la reina Isabel II con motivo de su cumpleaños. El llamado “reloj de Gobernación” se convirtió en la atracción del momento, aunque pronto pasaría a ser objeto de mofa a consecuencia de los retrasos y algún crítico ingenioso perpetró esta octavilla: Este reló tan fatal / Que hay en la Puerta del Sol / —dijo a un turco un español— / ¿Por qué funciona tan mal? / Y el turco con desparpajo / contestó cual perro viejo: / ‘Esté reló es el espejo / del Gobierno que hay debajo'.
Corregidos los desajustes por las expertas manos de Losada, el reloj empezó a ser ejemplo de puntualidad y se convirtió en emblema de la Villa y Corte. El cronómetro era excepcional por su gran tamaño —su péndulo mide 3 metros—, porque tenía unas ventanas que permitían ver su funcionamiento por todos los lados; pero, sobre todo, porque marcaba segundos enteros; es decir, oyendo al mismo tiempo los segundos, lo que en la práctica lo convertía en un regulador astronómico móvil. Todo eso lo significa como una pieza única en el mundo.
Doce uvas y algún atragantamiento
El viejo mecanismo, siempre vigilado por expertos, ha conocido tres siglos y todos los segundos que caben en 156 años. El reloj de Gobernación marcaba la hora de salida de las diligencias y de los coches de alquiler, servía de lugar de cita y referencia para los Isidros. En el paso del siglo XIX al XX fue espectacular la concentración de madrileños en la Puerta del Sol. Mientras se esperaba el descenso de la bola, se hablaba de la presentación en Madrid, el día anterior, del espectáculo taurino don Tancredo, y de que el primer día del nuevo siglo Alfonso XIII iba a inaugurar el monumento a Cánovas ante el Senado.
En 1916 —si las crónicas no mienten— nació la costumbre de concentrarse en la noche de San Silvestre en la Puerta del Sol para despedir el año con las doce campanadas y las uvas de la suerte. Allí se daba cita el pueblo, la bohemia, los poetas y los que no tenían otra cosa que hacer, incluidos algunos aristócratas que iban por el gusto de acanallarse. Hasta el mismo rey Alfonso XIII se mezcló allí con los madrileños en la Nochevieja de 1930.
Su maquinaria es una maravilla, pero como tiene sonería de horas y, lo que es más raro, de cuartos, da lugar a confusiones el día de Nochevieja y a atragantamientos con las uvas, porque cuando las agujas marcan una hora y cuarto suena un toque de dos campanadas, cuando da la hora y media suenan dos toques de dos campanadas cada uno, a la hora y tres cuartos, tres toques de dos campanadas, y, por fin, cuando se completa otra hora entera, suenan cuatro toques de dos campanadas cada uno y a continuación las campanadas de la nueva hora. Si son las doce, doce campanadas.
Hasta el año 1990 el reloj de Losada dio las campanadas sin sobresaltos, pero se paró pocas horas antes de recibir a 1991. El cable de una cámara de televisión se enganchó en las piezas y lo dejó muerto. En la Nochevieja de 1996 se le aceleró el pulso y atragantó con uvas a millones de españoles.
Buenos y bellos
Losada fabricó 6.275 relojes, la mayoría de bolsillo; pero también de viaje, cabecera, sobremesa, taberna, torre, bitácora, cronómetros de marina y reguladores astronómicos. Sus relojes de bolsillo incorporaban avances y novedades que se iban produciendo en la época de oro de la relojería británica. Incluso fue más allá con los perfectos ajustes en los volantes y espirales para evitar los efectos de los cambios climáticos sobre los materiales.
Pero además de útiles son bellos por su decoración, generalmente de motivos florales cincelados por orfebres de relumbrón. En las mejores piezas los adornos figuran también en el bisel del cristal y en los reversos de las tapas, para lo que se requería un gran grosor. El tipo de caja era casi siempre la saboneta de tres tapas, habitualmente de oro amarillo de 18 quilates, a diferencia de sus falsificadores suizos, que solían usar oro rosa. Durante muchos años Alfred Stram, el mejor cajista inglés del XIX, trabajó en exclusiva para Losada.
La muerte y el olvido
Losada aceptó formar a españoles en su taller londinense, como José Diez de Columbres, relojero jefe del Observatorio de San Fernando. La Marina le pidió que se estableciera en España para crear una de escuela de relojería. Si rechazó la propuesta, con la que había soñado, fue por no disponer de los medios que requería el proyecto ni del personal debidamente preparado, ya que en su taller apenas trabajaba una decena de operarios cualificados.
Gran fumador de puros y aficionado al alcohol, acabó contrayendo una doble enfermedad, pulmonar y hepática. De eso murió en Londres el 6 de marzo de 1870, a los 73 años. Bajo su almohada encontraron un ejemplar muy manoseado del libro de Zorrilla Una repetición de Losada.
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Además de una estela de admiración y misterio, dejó unas 30.000 libras esterlinas (equivalente a unos cinco millones de euros) que heredaron sus hermanas, un sobrino, su médico y sus sirvientes, pero no su mujer (tal vez ya había muerto). Al frente de su taller continuó su sobrino Norberto hasta 1890, pero la calidad de su obra bajó coincidiendo con el declive de la escuela de relojería británica, desplazada por la suiza.
Su cuerpo reposa en el cementerio católico de Kensal Green, uno de los más antiguos y bellos de Inglaterra y, sin duda, el más prestigioso, con un conciso epitafio: “J. R. De Losada Esq., died March 6,1870, seventy two. R.I.P”.
Una calle de León capital lleva su nombre, pero ninguna de Madrid. Hace un año la Asociación Escritores con la Historia, que agrupa a más de cincuenta autores del género, solicitó al alcalde de Madrid que repare el agravio para un español egregio, liberal y generoso que ni tuvo tumba en su patria ni en el corazón de los suyos, que ni lo recuerdan.