En una ciudad en completo silencio, la luz tenue de las farolas marcaba el camino hacia la base de Alcantarilla, Murcia. Tras una reunión bajo la tímida bombilla de un hangar y en concentración absoluta se preparan los miembros de EZAPAC, el escuadrón de Élite de paracaidistas del Ejército del Aire y del Espacio.
El viento silba entre los barracones, el motor turbohélice del T-21 arrancando corta el sepulcral silencio. Los paracaidistas se activan, prueban sus radios y revisan sus altímetros, el oxígeno y las comunicaciones, el momento está más cerca.
Repasan las listas de procedimientos y aprietan las hebillas del arnés del paracaídas antes de dirigirse hacia el avión. La movilidad es reducida, cargan con 50 kilogramos de equipo. Un chaleco portaplacas, casco balístico con visión nocturna, una mochila de equipo, un arma y por supuesto su paracaídas principal y el de emergencia.
Iluminados por la luz de cola del avión se adentran en la oscuridad de una pista de rodaje, suben al Airbus C-295 y se conectan al oxígeno de la aeronave, necesario para ascender a los 17.000 pies a los que se realizaría el ejercicio de ese día.
Con los primeros albores de la mañana y a 6 minutos del objetivo se abría la rampa de carga. El aire a -15ºC despresurizaba la cabina y la bocanada activaba a todos los presentes conocedores de que llegaba el momento del salto.
Apenas 60 segundos de caída libre para perder 12.000 pies de altura, 3600 metros antes de abrir la campana que pararía la caída. En el aire debían descolgar la mochila para poder navegar con comodidad, localizar el punto de aterrizaje y comprobar que todo estaba en orden.