En el Vaticano, lo que es sagrado se entrelaza con lo profano en las criptas tenebrosas del secreto. El periodista británico John Cornwell obtuvo permiso de la jerarquía vaticana para investigar la oscura muerte de Juan Pablo I, el Papa de los treinta y tres días.
En su caza contra posibles perpetradores por los laberínticos sótanos del Estado más pequeño —y, seguramente, más secreto del mundo después de Corea del Norte—, Cornwell no encontró una prueba concluyente, pero documentó con precisión que la Ciudad de Dios es también la de los mil demonios.
Tal vez por eso, el papa Francisco, que había conocido de cerca los demonios en la Argentina de la dictadura militar, renunció a sus aposentos en el Palacio Apostólico para vivir en la Casa de Santa Marta del Vaticano. Alejado, pues, de los funcionarios de la clerecía romana a quienes los niños de Roma llaman bagarozzi (cucarachas) por sus sotanas y gabardinas negras.
También es gris oscuro, casi negro, cierto episodio biográfico de Francisco cuando era solo el jesuita Bergoglio. En ese pasado encontraría cualquier psicoanalista las claves de una personalidad tan elusiva como para merecer el repudio de unos y la veneración de otros. Pero ya llegaremos a eso.
La Hispanidad
La celebración de la Fiesta Nacional de España, antes llamada Día de la Hispanidad, este 12 de octubre, ha suscitado las andanadas de la derecha española a cuenta del presunto indigenismo del Papa, que se puso de manifiesto a través de la carta que el Sumo Pontífice envió al cardenal Rogelio Cabrera, arzobispo de Monterrey y presidente del Episcopado Mexicano.
En ella el Papa indicó que para "fortalecer las raíces es preciso hacer una relectura del pasado, teniendo en cuenta tanto las luces como las sombras que han forjado la historia del país". Algo que hizo saltar las alarmas en España.
Los católicos más conservadores parecen ignorar que el Vaticano no tiene cañones, pero sí un enorme soft power, un poder de influencia global que determina, por un lado, que todas las causas busquen en el Pontífice un portavoz y, por otro, la extraordinaria capacidad que tiene la Iglesia de casar ideas y vivencias contradictorias. Gracias a eso es la única institución bimilenaria. Nada de blanco o negro, sino blanco y negro.
A esa vocación "atrapalotodo" de la Iglesia católica, el politólogo Karl Schmitt la llamó "complexio oppositorum": una cosa y su contraria. El principio de no contradicción, una de las leyes clásicas del pensamiento lógico, postula que nadie puede creer al mismo tiempo en una cosa y la contraria. Salvo la Iglesia y, sobre todo, los jesuitas.
¿Es indigenista?
Y, por lo tanto, Bergoglio, autoproclamado indigenista, en su primera visita a Estados Unidos no tuvo reparos en celebrar una misa de canonización de Junípero Serra, misionero español del siglo XVIII cuyo papel en la colonización de América criticaban los líderes indígenas. También mantuvo una reunión secreta con la líder homófoba Kim Davis, a quien alentó en su cruzada contra las bodas gais.
Pretendido feminista, hace poco más de un mes condenaba la eutanasia y el aborto en una entrevista en la Cope con una afirmación apodíctica y una pregunta tramposa: "Quien aborta, mata. Sin medias palabras. ¿Es correcto matar una vida humana para resolver un problema? ¿Es correcto contratar a un sicario para matar una vida humana?".
Las palabras del Papa en México pidiendo perdón por los excesos de la evangelización produjeron en España una onda expansiva muy negativa. Se sumó a la controversia indigenista suscitada por la conquista y colonización española en América, azuzada por el mismo presidente mexicano López Obrador.
El Papa argentino está al tanto de la escasa sintonía de algunos arzobispos españoles con el estilo de gobierno del actual pontífice.
Francisco, entre otras llamadas de atención que ciertos prelados españoles han sentido como dirigidas contra ellos, ha exigido transparencia y castigo con los escándalos de pederastia en la Iglesia española. Es sabido que obispos más críticos han interpretado que el Papa, con estas palabras, se ha sumado a las consideradas como campañas de desprestigio.
La Conferencia Episcopal Francesa se desmarca de sus vecinos españoles. Hace sólo unos días, reaccionaba "con mucho dolor" a la publicación del informe oficial de la Comisión Independiente sobre los Abusos Sexuales en la Iglesia que contabilizaba más de 200.000 niños como víctimas de depredadores eclesiásticos en los últimos 70 años.
Lo que no le gusta de España
1. Las críticas de los obispos españoles sotto voce, respecto a asuntos internos, por entender que son más que misericordiosas, miserables. Le desagrada también el comportamiento que tienen obispos que él mismo ha nombrado al considerar, en algún caso, que no están a la altura teológica que él esperaba.
2. Los curas y obispos catalanes que hacen la ola a Puigdemont.
3. Que las redes lo conviertan, para mal, en trending topic por defender lo obvio.
4. Que los políticos españoles muestren desunión en asuntos como Cataluña y también, en privado, respecto a su pontificado.
5. Que demasiados católicos españoles parezcan poco cristianos por no perdonarle ni una.
Los obispos españoles
Francisco no sólo reprocha a los obispos españoles que no sigan el ejemplo francés, sino también su renuencia a pagar impuestos y sus excesos en las inmatriculaciones de bienes del pueblo. "El obispo es administrador de Dios, no de bienes, ni de poder —dijo en 2019—. No debe ser un hombre de negocios apegado al dinero. Los hombres de Iglesia tienen que pagar los mismos impuestos que el resto de los ciudadanos".
A la Conferencia Episcopal Española le afea, asimismo, que execre la memoria histórica. "Una sociedad no puede sonreír al futuro teniendo sus muertos escondidos. Los muertos son para ser enterrados, para ser individualizados en los cementerios, no para ser escondidos", le dijo a Jordi Évole hace un par de años.
¿Qué otra cosa se espera de un Santo Padre en cuyo país se busca a 30.000 desaparecidos a manos de la dictadura militar? En este asunto, como en otros muchos, Francisco se encuentra en situación de zugzwang, que es como se llama en el ajedrez a la obligación de mover pieza a sabiendas de que cualquier movimiento empeorará las cosas.
El Papa afea a los obispos españoles su renuencia a pagar impuestos y que execren la memoria histórica
Esas controversias explican su desapego a nuestro país. Durante siglos, con la cruz y la espada en ristre, España —"católica a machamartillo", "luz de Trento"— ha sido el bastión de la Iglesia de Roma, su reserva de ortodoxia y, sin embargo, Francisco no quiere venir a España.
Juan Pablo II nos visitó en cinco ocasiones y Benedicto XVI en tres. Francisco nos circunvala: ha viajado a Francia, Portugal y Marruecos, ha recorrido medio mundo, pero no está en sus previsiones visitarnos. "Si voy a Santiago, voy a Santiago, pero no a España, que quede claro", le dijo el mes pasado a Carlos Herrera en una entrevista para la Cope.
Le dijo también que tenía mucha curiosidad por conocer la Semana Santa sevillana. Cuando el entrevistador le preguntó por el procés, el Santo Padre salió por peteneras: "En la historia hubo casos de independencia. Son hechos históricos que están caracterizados por una serie de particularidades". Y ya.
Burocracia vaticana
Después de leer un informe secreto encerrado en una caja fuerte por Benedicto XVI, el primer propósito del nuevo Papa fue reformar la corrupta burocracia y el sistema bancario del Vaticano. Lo cuenta Paul Vallely en la biografía de Bergoglio Desatando los nudos que, por momentos, se lee como un capítulo perdido del Código Da Vinci. Esa biografía toma su título del cuadro de Johann Schmittdner María Desatanudos, la pintura favorita de Francisco.
En esa imagen de la Virgen desenredando una cuerda, Vallely ve el símbolo de la maraña emocional de la que Francisco parece prisionero y cuyo reflejo externo serían las dos narrativas opuestas —y simplistas— que circulan sobre este Papa: el reaccionario con las manos manchadas de sangre o el humilde reformador que vivió entre los parias de los suburbios.
Hay una verdad parcial en ambos estereotipos, que se combinan para revelar a un hombre de una complejidad atormentada: épica y estética a la vez. Por eso lo halagan ateos confesos como Errejón, Mónica García o Pablo Iglesias; por eso Ayuso —y tras ella las más aguerridas huestes conservadoras— lo ven con recelo, incluso con una irreverente hostilidad.
Dictadura argentina
Los motivos de esa perplejidad se remontan a los años 70. El periodista argentino Horacio Verbitsky publicó un libro titulado El Silencio que señalaba a Bergoglio, cuando era provincial de los jesuitas en Argentina, como un cipayo de la dictadura de Videla.
Se refería a que, en mayo de 1976, recién instaurada la dictadura, mientras los jesuitas Orlando Yorio y Francisco Jalics celebraban misa en una villa miseria de Buenos Aires fueron secuestrados por uno de los escuadrones de la muerte que ejecutaba un plan de exterminio de miles de ciudadanos opositores.
Los jesuitas acusaron a Bergoglio durante la dictadura argentina no de haberlos entregado pero sí de delatarlos
Encerrados en la Escuela Mecánica de la Armada (ESMA), centro clandestino de detención y tortura, cinco meses después aparecieron drogados en un arrabal cenagoso de Cañuelas, a 65 kilómetros de Buenos Aires.
Cuando Argentina recuperó la democracia, Yorio comentó a otros sacerdotes que Bergoglio no los había entregado, pero sí los había delatado a los militares. Lo mismo sugirió Jalics en 1995, en su libro Ejercicios de meditación.
Ya arzobispo, Bergoglio, lo negó ante los jueces, pero según confesión propia se sintió culpable ante su conciencia. Y, más aún, cuando conoció la desaparición y posterior asesinato de su amiga Esther Ballestrino junto con otras activistas arrojadas vivas al Atlántico desde un avión de la Marina.
'Soy un gran pecador'
En la película Los dos Papas —una ficción verosímil— se sugiere que Bergoglio temía que pasara eso porque tenía contactos con los altos mandos, y en especial con el almirante Massera, miembro de la Junta Militar.
También estaba al tanto de los crímenes de lesa humanidad del régimen: campos de concentración, torturas y desaparecidos. En un momento del film, Bergoglio le confiesa a Ratzinger que sólo dialogaba con los genocidas para obtener información y salvar gente. Y que tenía miedo: "Hice lo que pude, tal vez debía haber hecho más". El Bergoglio de la película revela que cambió.
"Yo soy un pecador. Esta es la definición más exacta. Y no se trata de un modo de hablar. Soy un pecador"
Lo confirma el hecho de que cuando se le preguntó en el cónclave si aceptaba el voto para convertirse en Papa, no respondió con el tradicional "Acepto ", sino con palabras que a algunos les parecieron un gesto de humildad y a otros una acusación manifiesta: "Soy un gran pecador, pero confiando en la misericordia y paciencia de Dios y habiendo recibido el espíritu de arrepentimiento, acepto".
Cinco meses después, el director de la revista La Civiltà Cattolica le preguntaba: "¿Quién es Jorge Mario Bergoglio?". El Papa se le quedó mirando en silencio. Luego dijo: "Yo soy un pecador. Esta es la definición más exacta. Y no se trata de un modo de hablar. Soy un pecador". No hace falta ser psiquiatra para sospechar una expiación, un autocastigo, en ese reiterado mea culpa.
Como Saulo de Tarso camino de Damasco, tras la tortura de los dos jesuitas y el asesinato de Ballestrino, experimentó esa transformación espiritual profunda que la psiquiatría católica llama "metanoia". Se volvió un hombre humilde que visitaba las villas miseria en metro o a pie —a veces en un desvencijado Cuatro Latas (Renault 4)— para ayudar y consolar a los pobres. Lo hacía de una manera tan natural, tan sin ego ni ceremonia, que lo llamaban El Tío.
Antes del cónclave que culminó con su elección, Francisco pagó con su dinero el albergue donde se hospedó. Camino a su misa inaugural en la Capilla Sixtina, llevó su propio equipaje, como un peregrino. Calzaba unos sencillos zapatos negros, en claro contraste con los de cuero rojo de Ratzinger. Incluso el nombre que eligió — el primero inédito en más de un milenio, en homenaje a San Francisco de Asís— sugería una simplicidad radical. La primera gestión del nuevo líder de los católicos del mundo fue llamar a su quiosco de prensa para cancelar futuras entregas.
Divorcios y homosexuales
Lo que no ha podido cancelar es el fantasma que lo amenaza en Iglesias tan influyentes como las de Alemania y Estados Unidos. En abril de 2016, Francisco publicó la exhortación apostólica "Amoris Laetitia" (la alegría del amor) que, en una nota a pie de página, sugiere que los divorciados católicos que vuelven a casarse podrían recibir la comunión, que "no es un premio para los perfectos".
Los progresistas vieron un guiño a la inclusión y la misericordia. Los más tradicionalistas, una amenaza directa a la dogmática católica del matrimonio como estado ontológico "indisoluble", que impide administrar la comunión a los que violan el sacramento. El filósofo católico alemán Robert Spaemann dijo que esa nota al pie podría conducir a "un cisma que no se resolvería en las periferias, sino en el corazón de la Iglesia".
Mientras tanto, decenas de sacerdotes alemanes, en abierta rebeldía con Roma, empezaron a bendecir a parejas homosexuales. No sólo en la iglesia católica alemana saltan chispas, también en Estados Unidos crujen las cuadernas de la nave de San Pedro. El pasado mes de junio obispos estadounidenses recomendaron excluir de la comunión a figuras públicas a quienes consideran partidarias del aborto, entre ellas Joe Biden, el segundo presidente católico del país.
'Vete con Ratzinger'
Christopher Lamb, corresponsal de la revista católica progresista británica The Tablet, revela en The Outsider: Pope Francis and His Battle to Reform the Catholic Church, la "santa alianza" de los populistas de ultraderecha Matteo Salvini y Steve Bannon para marcar a Francisco como el "enemigo" por su postura favorable a la inmigración. Que se vaya con Ratzinger, venían a decir.
Los ultraconservadores por un lado, los progresistas por otro y Francisco entre dos fuegos, arrodillándose para lavar y besar los pies a una docena de presos y dividiendo las aguas como Moisés, pero a diferencia del profeta abriendo zanjas, no caminos. Esa es la gracia de su pontificado. Y su desgracia.
Los más tradicionalistas lo repudian tachándolo de "pontífice blablablá" "liante" e, incluso, de hereje por malentender su actitud ante el divorcio, la anticoncepción o la homosexualidad ("¿quién soy yo para juzgar?", dijo a comienzos de su papado). La izquierda lo reivindica como Papa de los pobres, indigenista, anticonsumista, adalid de los derechos humanos y, desde su primera encíclica "Laudato si" ("Alabado seas"), ecologista y animalista. El mundo al revés: izquierdistas al rescate y católicos al ataque.
Entonces, ¿qué? ¿Zurdo, facha o simplemente peronista? Tal vez esas etiquetas reduccionistas tendrían sentido aplicadas al cura jesuita o al arzobispo que fue; pero esas categorías no sirven para identificar el alma y exponer la verdad de este Papa intelectual cuya conciencia es rehén de un pasado que lo atormenta.
La izquierda lo reivindica como Papa de los pobres, indigenista, anticonsumista, adalid de los derechos humanos
Le son tan ajenas como lo serían aplicadas a su paisano Borges que, como Francisco, no fue el hombre unidimensional de Marcuse sino un espíritu proteico, una personalidad enrevesada. "Tú, que eres uno y eres muchos hombres", habría podido decir Borges de Francisco.
El oficio de Papa nació cuando Cristo nombró al primer líder de la Iglesia con un juego de palabras: "Tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi iglesia". Un oficio, pues, roqueño. Solo apto para resilientes. A pesar de su edad y de su mala salud, Jorge Bergoglio lo es. Su biógrafo Austen Ivereigh, autor de El gran reformador, va a las raíces, que no siempre es una forma subterránea de andarse por las ramas.
Viene a decir que sólo la resiliencia explica que el hijo de inmigrantes piamonteses de clase media baja llegara a monarca absoluto de un Estado teocrático de menos de medio kilómetro cuadrado y 825 habitantes, pero con más de 1.300 millones de almas en los cinco continentes. Amén.