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Anatoli de 53 años abre su tableta Romos y se conecta con el diario independiente Moscow Times mientras espera el metro en la estación de Butovo, a 12 grados bajo cero, para ir a su trabajo en el centro de la capital rusa. Dos noticias cambian el rictus de su cara como de la noche al día: a partir de febrero no podrá utilizar el transporte público si no se vacuna contra el coronavirus pero, al menos, su adorado Novak Djokovic se mantiene firme contra la inyección en el Open de Australia. En realidad son la misma noticia en dos frentes distintos y forman parte de la aversión generalizada que las poblaciones del Este europeo sienten ante la inoculación de sustancias químicas en sus cuerpos.
Anatoli es uno de los ochenta millones de rusos (55% de la población) que todavía no se ha inyectado la vacuna Sputnik V, lanzada al mundo por el presidente Putin como orgullo nacional a los pocos meses de la pandemia. Como él, tres de cada cuatro habitantes en Rusia se oponen al pasaporte covid y, como él, uno de cada cuatro está dispuesto a participar en protestas contra la medida.
Pero realmente ¿por qué Anatoli renuncia a vacunarse, en un país con más de 300.000 muertos oficiales a los que habría que añadir, según medios independientes, casi un millón de defunciones en exceso en un año que supone ya el mayor declive de la población rusa desde la Segunda Guerra Mundial?
Las dudas sobre la inyección no son exclusivas de Anatoli, ni siquiera de media Rusia, sino de un ámbito geopolítico más amplio, y tienen que ver con un memorial inconsciente de aprensión hacia lo químico que viene desde las trincheras de la I Guerra Mundial, en 1914, hasta la detención del último disidente político, Aleksei Navalny, hace dos años.
Índices de vacunación bajísimos
Pero el problema no sólo es en la actual Rusia, sino que el negacionismo de los antivacunas han encontrado mucha tierra de cultivo en los países que pertenecieron a la antigua Unión Soviética y a su ámbito de influencia histórica y cultural.
Así encontramos porcentajes de vacunación actualizados, según el Ministerio de Sanidad español bajísimos en Rusia (45%), Albania (37%), Bosnia (20%), Bulgaria (28%), Bielorrusia (38%), Moldavia (37%), Montenegro (44%), Macedonia del Norte (39%), Rumanía (41%), Serbia (46%), Eslovaquia (44%) o Ucrania (33%). La media, pues, de población no vacunada entre estos países, ponderando el número de habitantes que representa cada uno, se eleva al 58%.
A excepción de Chequia, Croacia, Eslovenia, Hungría, Polonia y las repúblicas bálticas, con índices de inoculación por encima del 50%, el antiguo telón de acero se resiste a la vacuna. Pero ¿a cualquier vacuna? Prácticamente.
Bulgaria y Rumanía, por ejemplo, han recibido Pfizer, Moderna y AstraZeneca y, sin embargo, se encuentran a la cola de inmunización en la Unión Europea. Serbia ha utilizado todas estas marcas occidentales y, además, la Sputnik rusa y la china Sinopharm en su primera penetración continental, pero el país balcánico no ha alcanzado a vacunar ni a la mitad de su población.
Ucrania y Moldavia, con AstraZeneca, y Bielorrusia, con los inyectables de Putin, apenas han conseguido preservar a un tercio de sus habitantes. La media de vacunación en la Unión Europea está cerca del 79%, pero ¿qué está ocurriendo en el antiguo bloque comunista del Este?
Putin ha pedido a los rusos que "se vacunen". Pero no pasan del 45% de población vacunada pese a Sputnik
Anatoli, en el metro de Moscú, no lo sabe. Su presidente en el Kremlin, tampoco.
"Tenemos una vacuna confiable y eficiente. La vacuna realmente reduce los riesgos de enfermedad, complicaciones graves y muerte. Sean responsables", pidió públicamente Vladimir Putin en octubre pasado. Y fue más allá con su círculo de colaboradores: "No entiendo lo que está pasando".
La mayor parte de los analistas internacionales y/o independientes coinciden en varias explicaciones que convenientemente combinadas se resumen en una sola: desconfianza de la gente hacia su Gobierno.
La vacuna con nombre de cohete
Sputnik V fue el primer satélite artificial soviético que llevó animales al espacio y los recuperó sanos en 1960. Ese es el nombre que eligió el Fondo de Inversión Directa de Rusia, participado desde 2011 en un 84% por capital privado, para lanzar al mundo la primera vacuna contra la pandemia.
La OMS y la Agencia Europea del Medicamento, sin embargo, han paralizado su proceso de homologación. Nueve inspecciones realizadas a uno de los laboratorios de fabricación detectaron inquietudes en aspectos como la asepsia ambiental, la vestimenta del personal operario o el proceso de llenado. Pese a ello, la prestigiosa revista The Lancet avaló en su momento la eficacia del suero (91% de inmunización contra el virus) y el Gobierno de Moscú ofreció como prueba el descenso de casos en Argentina, donde se han distribuido más de 18 millones de dosis.
Pese al secretismo habitual, pronto trascendió que las segundas dosis de la vacuna rusa eran difíciles de desarrollar. El Fondo no conseguía hacer frente a los pedidos reclamados por sus clientes. La antropóloga Alexandra Arjipova, citada por la agencia France Presse, lo resumía así: "Si nuestros laboratorios no pueden fabricar aspirinas (se supone que para Rusia), cómo van a hacer vacunas (se supone que para el extranjero)". Ahora la Sputnik ya se fabrica en algunos países receptores.
Estos titubeos iniciales provocaron que un mercado negro de falsos certificados de vacunación y tests PCR se extendiera por el inmenso país euroasiático. Por 6.000 rublos (70 euros) lo podías tener en el bolsillo. Anatoli, mientras el metro circula bajo los anillos de la periferia de Moscú, tiene claro que, antes de vacunarse, se comprará uno.
Una política errática
En los comienzos del verano de 2020, en pleno contagio, Moscú eliminó las restricciones para dar paso a la normalidad que requería el cambio constitucional por el que Vladimir Putin aspiraba a nuevos mandatos. Los efímeros códigos QR, que habían provocado las protestas de los dueños de restaurantes y establecimientos de ocio, desaparecieron. En los medios oficiales se afirmaba que "el virus había sido derrotado".
El año 2021 la variante delta sorprendió a Rusia con índices bajísimos de vacunación. Ese fue el año también del descenso de popularidad de Putin. Para mitigar la caída se mantuvo firme en su decisión de que el pinchazo fuera voluntario y restricciones, las mínimas. Cuando empezó la campaña de vacunación, el presidente se había marcado como objetivo un 70% de inoculaciones. Pero el Estado, por una parte, no obliga ni siquiera a los sanitarios a inmunizarse y por otra, promueve premios y sorteos de coches y apartamentos entre quiénes sí lo hagan. Este mensaje pendular no ha hecho más que aumentar las dudas entre la población.
Casi la tercera parte de los 78 territorios que conforman Rusia llegó a estar con sus hospitales al 90% de ocupación Covid. El reiterado ulular de ambulancias se convirtió en un sonido habitual en las inmediaciones de las zonas sanitarias. Médicos de alto nivel alertaron que sin un nuevo y contundente impulso que incluyera la vacunación obligatoria en todo el país, Rusia se encaminaba hacia el desastre. Estamos hablando de una nación cuyos habitantes han presenciado catástrofes como la guerra de Afganistán, la explosión de Chernóbil o el hundimiento del submarino nuclear Kursk. En octubre pasado, Rusia era el segundo país del mundo en muertos diarios por Covid-19, tras Estados Unidos. Putin tuvo que decretar un confinamiento de nueve días, salvo servicios esenciales.
El reputado Centro Levada, a través de su portavoz Denis Volkov, criticó la contradicción de los mensajes del Gobierno ruso e hizo pública una encuesta según la cual el 55% de la población aseguraba no tener miedo al virus. También certificó un ligero aumento de las personas que estaban dispuestas a vacunarse. Anatoli, en el suburbano, no se encuentra de momento entre ellas.
Virus prefabricado
La mencionada antropóloga Arjinova, de la Academia de Economía y Administración Pública, que maneja una buena base de datos sobre opiniones, bulos y rumores que circulan en el país en torno al virus y a la vacuna, coloca a nuestro personaje Anatoli en uno de estos tres grupos: conspiranoico, que piensa que la vacuna, cualquiera de ellas, conlleva una manipulación de su código genético o de su mente; jugador sobre seguro, que prefiere que sean otros y otras quienes se inoculen antes para conseguir la deseada inmunidad de rebaño; o simplemente desconfiado hacia la Sputnik porque viene de su Gobierno y de sus instituciones. "En cualquier caso, dice la antropóloga, no se trata sólo de un miedo primitivo a la vacunación".
El 60% de los rusos rechaza Sputnik, pese a que el 69% de los médicos la consideraba una vacuna segura
En parecidos términos parece expresarse el portavoz del Kremlin, Dimitri Peskov, al afirmar que "la vacunofobia no tiene que ver con ninguna marca concreta". Sin embargo, en el mes de marzo, otra encuesta del Centro Levada había revelado datos diferentes, difundidos por la agencia Reuters: el 60% de la ciudadanía rechazaba Sputnik, pese a que el 69% del estamento médico la consideraba una vacuna segura y efectiva. Y otro apunte, éste más inquietante: el 64% de la población se mostraba convencido de que el coronavirus es un arma biológica prefabricada.
En declaraciones más recientes al canal público alemán Deutsche Welle, el sociólogo Volkov asegura que la reticencia a la inyección obedece al miedo a la sustancia inmunizante y a la desconfianza hacia el Gobierno: "Entre aquellos que tienen una actitud negativa hacia las autoridades, la disposición a vacunarse es menor. Quienes desconfían del Gobierno rechazan cualquier iniciativa estatal, ya se trate de vacunas, videos de vigilancia o votaciones por la vía digital".
En descarga del sector escéptico hay que señalar que el país no tiene otra opción inyectable: o se clava la Sputnik o no se vacuna, ya que su Gobierno paralizó la importación de las marcas extranjeras al principio de la campaña de inmunización.
El caso Djokovic
Con la vacuna rusa no válida para viajar en tanto no sea homologada por las agencias sanitarias internacionales, quienes se lo pueden costear salen al extranjero a inyectarse otras. Associated Press asegura que Serbia –país también eslavo, no perteneciente a la UE- es el destino preferido para este turismo de vacunación. Quizás ello explicaría por qué en Belgrado hay tantas marcas de viales disponibles aunque no llegue ni a la mitad el segmento nativo que las haya usado.
Uno de los que han declinado, no sólo la Sputnik, sino cualquier vacuna, es su figura más internacional, el tenista Novak Djokovic, que está defendiendo tenazmente esta posición ante el inicio del Open de Australia. Se necesita sentir mucha desconfianza hacia la inoculación para poner en riesgo tres millones de dólares y el desempate mundial en el ranking de los trofeos de Grand Slam.
Una de las exenciones médicas previstas en Australia para los deportistas no vacunados es la de haber sufrido "problemas mentales" como consecuencia de la inserción de alguna dosis. Tal vez, los abogados del tenista hayan intentado introducir también el "miedo previo" a alguna dosis. En cualquier caso, Djokovic se ha convertido ya en el ícono mundial de la antivacunación.
En el ámbito del antiguo Telón de Acero, aquellos países que estuvieron controlados por la antigua Unión Soviética y obedecían los designios del Partido Comunista, también hay que tener en cuenta otro factor sociológico para explicar el gran porcentaje de población que no quiere vacunarse y es la presencia destacable de etnias romaní. Según datos del Consejo de Europa, la propia Serbia (8% de población gitana), Macedonia del Norte (10%), Eslovaquia (9%), Hungría (7%), Rumanía (8%) y Bulgaria (10%).
Estos índices habría que contabilizarlos en su mayor parte como de desinterés por la vacuna teniendo en cuenta el nomadismo, apatía ante el censo y fijaciones anárquicas y ancestrales de estas etnias. Pero sobre todo, como indica la Fundación Secretariado Gitano, porque "hoy en día los romaní continúan marcados por una situación de exclusión generalizada muy especialmente en los países de Europa central y del Este". Su media de vida es diez años menor que la del resto de la población.
El 'homo sovieticus'
La cultura y la educación horizontales necesitan años de asentamiento para romper prejuicios y aprensiones. Y también adoctrinamientos. En todos los países mencionados funcionó en el pasado siglo un macrolaboratorio que intentó por la fuerza cambiar la mentalidad humana. Se llamaba marxismo-leninismo. La Nobel de Literatura, Svletana Aleksievich, mitad ucraniana mitad bielorrusa, lo explica así: "El comunismo se propuso la insensatez de transformar al hombre "antiguo", al viejo Adán. Y lo consiguió [...]. En setenta y pocos años, creó un singular tipo de hombre: el Homo sovieticus".
La característica de esta rama humana consistió básicamente en soportar el poder de sus gobiernos totalitarios a cambio de una vivienda y un trabajo estables. Teóricamente la especie soviética se extinguió hace ahora 30 años con la implosión de la URSS y sus países satélite, pero la traza de terror al Estado permanece indeleble en el inconsciente de sus sufridores.
"El comunismo [...] en setenta y pocos años creó un singular tipo de hombre: el Homo sovieticus"
Desde 1922 tuvieron pocas alegrías –su heroicidad en los cercos de Leningrado y Stalingrado o su lucha en las montañas de la antigua Yugoslavia, quizá, durante la ocupación nazi, y algunos éxitos olímpicos y espaciales- y sí muchas lágrimas –gulag, purgas, fusilamientos, penurias- bajo la dictadura de Stalin. Les quedaba el vodka -14.000 personas mueren al año en Rusia por ingerir colonias y geles alcohólicos cuando no pueden pagarlo- y/o la literatura: nihilismo de Dostoievski, individualismo de Tolstoi.
Cuando después de una hora de trayecto, el administrativo Anatoli, de 53 años, desciende del metro entre miles de mascarillas en la estación de Kievskaya, ante los impresionantes frescos de sus paredes, todavía duda si se vacunará o no. Para bien y para mal ese es el país en que le ha tocado vivir ¿Se puede desconfiar, a costa de la propia vida, del aparato político del Estado, pero también de miles de científicos, expertos, médicos y enfermeras que le animan a la inmunización? ¿Son libres estos profesionales al hacerlo o están contaminados como durante el estalinismo? Éstas son sus preguntas. Rusia está consiguiendo en las últimas semanas récords diarios superiores al medio millón de vacunaciones. Anatoli acabará poniéndose en la cola para recibir su dosis. O quizás no.
Muertos y recelo histórico
El recelo de estas poblaciones hacia los productos bioquímicos figura en su ADN colectivo y se mantiene entre generaciones. En 1916, el curandero Rasputín fue envenenado con cianuro y rematado de un disparo por miembros de la nobleza rusa, celosos de su influencia en la familia del zar Nicolás. En esos años, más de 50.000 soldados rusos tuvieron la desgracia de iniciar la nómina de víctimas de la guerra química, durante la Primera Guerra Mundial en el frente de Polonia, al recibir proyectiles de gas mostaza de los alemanes en las trincheras. En la Segunda Guerra Mundial, 600 comisarios soviéticos tuvieron también la mala fortuna de ser elegidos para probar por vez primera en 1941 el gas Ziklon-B, en el campo de Auschwitz, que daría inicio al Holocausto por parte de los nazis y acabaría con las vidas de millones de personas deportadas desde Rusia, Polonia, Serbia, Croacia y Bosnia.
En 1978 el disidente y novelista búlgaro Georgi Markov recibió una dosis mortal de ricina en el puente Waterloo de Londres. En 2002, las unidades especiales rusas pusieron fin al secuestro por terroristas chechenos del teatro Dubrovka de Moscú con la distribución del opiáceo Fentanilo por la ventilación, que mató a 130 de los 800 rehenes. En 2004, el opositor y candidato ucraniano a la presidencia Víctor Yushchenko fue envenenado con dioxina durante una cena y su cara quedó desfigurada para siempre. En 2006, el exagente del KGB Aleksander Litvinenko fue asesinado con polonio en el hotel Millenium de Londres. En 2018, el agente doble ruso Sergei Skripal, y su hija Yulia de 33 años, fueron hallados inconscientes en un banco de Salisbury (Reino Unido) contaminados por Novichok. La misma sustancia, presumiblemente, que se utilizó en 2020 contra el abogado y opositor Aleksei Navalny en Omsk (Siberia), posteriormente y todavía hoy encarcelado.