La fotografía que abre este artículo muestra, en el centro, a una niña de siete años con el brazo derecho en alto. No es una niña alemana cualquiera, sino la futura reina Isabel II de Inglaterra, cuyo funeral de Estado congrerá a la élite mundial este lunes en Londres. Es una de las dos fotos con iconografías nazis que persiguen a la Familia Real británica. Las protagonizan una abuela y su nieto.
Ella, con el saludo militar fascista; él, Harry, disfrazado con la cruz gamada. La primera es de 1933; la segunda, de 2005. Los setenta y dos años de diferencia entre ambas imágenes marcan el lado oscuro de los Windsor, algunos de cuyos miembros y allegados coquetearon con el ser más odiado del momento: Adolf Hitler.
Excentricidad británica o un gen desatado en su sangre azul, en los archivos todavía secretos del Foreign Office, el Ministerio de Exteriores británico, está la respuesta.
La abuela acaba de morir y era la reina del Imperio Británico. El nieto abandonó la Casa Real hace dos años y ha recuperado del pasado su apellido alemán.
Esta es la historia de los eventos más ocultos de la Familia Real británica, que de tanto en tanto vuelven como fantasmas desde el pozo de los tiempos.
17 segundos de saludo nazi
Hace siete años, el periódico de más circulación en Reino Unido, The Sun, dio el campanazo al publicar la imagen de una película familiar de los Windsor del año 1933. En ella se ve a la reina recientemente fallecida, Elizabeth (Isabel en España), con siete años, y a su propia madre, entonces princesa, Elizabeth Bowles (la conocida como Reina Madre), haciendo el saludo nazi a la cámara. En la placa, perteneciente a una película doméstica de 17 segundos, aparecen también la hermana de Isabel II, Margarita, con tres años, y el tío de ambas, Eduardo, primero en la línea de sucesión del rey Jorge V, intentando que la pequeña levante también el brazo o sosteniéndola para que lo haga.
La Casa Real protestó por la publicación y aseguró que el fotograma estaba sacado de contexto. Pero cualquier observador puede apreciar que las palmas de Isabel y de su madre están inequívocamente dirigidas hacia adelante con los dedos pegados, en clara imitación del saludo que se popularizó militarmente durante el Tercer Reich, procedente a su vez de las falanges fascistas de Mussolini y de las antiguas legiones romanas.
Ese año, 1933, fue el de la proclamación de Adolf Hitler como canciller de Alemania. ¿Pudo ser la secuencia de una broma? De dudoso gusto, pero pudo ser. ¿Una burla? Incluso también, de no ser porque el personaje que parece el instigador de la película es el príncipe Eduardo. Esta foto, rescatada del álbum familiar tras ocho décadas, adquiere un valor premonitorio que explica en parte los acontecimientos que vendrían después: la mayor crisis de la monarquía británica y el apodo de "rey traidor" para él.
Cuando Willy encontró a Wallis
Eduardo fue el primogénito del rey Jorge V, fruto de su matrimonio con la princesa Mary of Teck, el hijo llamado a sucederlo. Su vida como heredero preocupaba a los gobiernos británicos. Era un soltero de oro con una afición notoria por las amistades peligrosas, el alcohol y las mujeres. Ellas se echaban en sus brazos. Una lo cazó del todo. Era estadounidense de Baltimore, distinguida y, cuando la conoció, iba por su segundo matrimonio y tenía 35 años. Se llamaba Wallis Warfield.
Wallis había ido al elitista colegio Oldfields de Baltimore. Más brillante que inteligente. Siempre muy bien vestida y peinada. No guapa pero sí atractiva y, sobre todo, divertida y ocurrente. No tenía reparos en reconocer en público que buscaba su futuro en lo más alto de la sociedad. Con 22 años se casó con un piloto alcohólico. Lo dejó por un diplomático argentino que la abandonó. En los años veinte vivió en China, donde no se supo lo que hizo. Años después, el Foreign Office investigaría su pasado en este país.
Cuando ya salía con el príncipe Eduardo, los rumores en Londres abarcaban desde visitas a los prostíbulos de Hong-Kong para aprender técnicas sexuales refinadas a espionaje para una potencia extranjera, posiblemente Rusia. Se la relacionaba también con el conde Ciano, yerno de Mussolini y ministro de Exteriores de la Italia fascista. Su debilidad, está claro, eran los uniformes. Tuvo idilios, al menos, con un oficial británico y un marino naval italiano. Ella misma reconoció que su vida en China había sido "bastante promiscua".
Volvió a Estados Unidos y se instaló en Virginia para conseguir el divorcio de su marido. Mientras esperaba el trámite, conoció a un hombre casado, Ernest Simpson, perteneciente a una familia naviera. Era soso y aburrido, pero obtenía de él una mínima tranquilidad económica. Dos divorcios vinieron de la mano, el de Wallis de su esposo y el de Simpson de su mujer. A los siete meses ambos se casaron en Londres, a donde él había sido trasladado por razones de trabajo. La inquieta Wallis se convirtió en la señora Simpson, nombre con el que comenzó a organizar selectas reuniones en el barrio de Mayfair.
Al destino siempre le encanta ser tentado, decía Oscar Wilde. Por una carambola de los dioses, a una de estas parties acudía el secretario de la embajada norteamericana, que estaba casado con la hermana de Thelma Furness, la amante de turno del príncipe de Gales. Thelma invitó a Wallis a su finca de Leicestershire. Naturalmente, allí estaba Eduardo. Wallis y el heredero se conocieron. En mayo de 1931, fue él quien invitó al matrimonio a su retiro de Fort Belvedere. Las citas y visitas se repitieron cada vez con más frecuencia. Dos años después eran amantes y todo Londres lo sabía. Incluso él la presentó a sus padres, el rey Jorge V y la reina María.
Premios y castigos
En agosto de 1934 navegaron juntos desde Londres hasta Cannes aprovechando la ausencia de Ernest Simpson, el marido de Wallis. "El príncipe era un niño egoísta y malcriado que necesitaba una madre. Yo fui la nurse que lo castigaba y lo premiaba", confesaría Wallis en sus Memorias. Él también la premiaba: un colgante de esmeraldas y diamantes en señal de compromiso. Ella comenzó a tomar el control de su vida. Cambiaba decoraciones, despedía a criados que no le gustaban. Poco a poco se encaminaba a lo más alto. De momento, compraba trajes de locura en la casa Mainbocher de Paris y Eduardo los pagaba y enviaba su avión privado a recogerlos. Eduardo rompió con Thelma y se dedicó a las delicias y castigos de Wallis subrepticiamente, aunque era un secreto a voces en todo Londres que a la pareja le iban las prácticas sadomasoquistas.
La noche del 20 de enero de 1936, Jorge V (abuelo de Isabel II) entró en semiinconsciencia debido a las complicaciones de una septicemia con obstrucción pulmonar. En su lecho de muerte recibió una inyección letal de morfina y cocaína para acelerar el final. La decisión fue tomada por el médico real, Lord Dawson, y por el príncipe Eduardo. Las últimas palabras del monarca fueron: "¡Maldita seas!". Luego se supo que la premura de la jeringuilla fue para que la noticia llegara a tiempo de los periódicos de la mañana, mucho más serios que los de la tarde. El amante de Wallis Simpson se convirtió automáticamente en rey del Imperio.
Todo el tablero se movió. El marido de Wallis fingió una infidelidad propia para que ella obtuviera rápidamente su segundo divorcio. Desde el trono, el ya Eduardo VIII habló claramente de casarse con la estadounidense. Aquello era el horror en la corte: "Una plebeya, dos veces divorciada, con los dos maridos vivos y un pasado oscuro". La monarquía parlamentaria entró en crisis aguda, en una Europa que veía cómo Hitler se armaba para nada bueno. Al primer ministro, el conservador Stanley Baldwin, le tocó la china. Puso al rey ante la disyuntiva: o la corona o Wallis.
Abdicación por amor
Y Eduardo VIII dijo: Wallis. Su reinado había durado once meses. Se quedó sin nada.
Primero abdicó del trono en favor de su hermano Albert George, que fue coronado como Jorge VI (padre de Isabel II), personaje central de la película El discurso del Rey. Consiguió del nuevo rey una paga anual y el título de Duque de Windsor. Finalmente se casó con Wallis en Francia. Ningún miembro de la familia acudió a la ceremonia. Ella recibió también el título de duquesa de Windsor pero no el tratamiento de Alteza Real, algo que se convirtió en una obsesión toda su vida.
Vivieron en Bahamas, adonde Eduardo fue destinado como embajador. Hubo más rumores sobre amantes de Wallis que se convertían en la fantasía popular en vértices de triángulos sexuales apetecidos por el duque. La pareja terminó sus días en Paris.
Hasta aquí, la versión de Eduardo como "el rey que abdicó por amor". Pero hay otra.
La Unión Británica de Fascistas
En enero de 2003, a los pocos meses del fallecimiento de la Reina Madre de Isabel II, la Casa Real británica hizo públicos los archivos de la abdicación de Eduardo. Cientos de documentos desvelan que antes y después de la renuncia los propios servicios secretos británicos vigilaban a la controvertida pareja. Otra correspondencia más personal, y quizá más aclaratoria, permanecerá bajo custodia hasta 2037. Casi al mismo tiempo, el espionaje estadounidense descatalogó hace 20 años sus propios archivos sobre el matrimonio. La señora Simpson era seguida por aparecer demasiado próxima al círculo de Hitler. Wallis había mantenido una relación con Joachim von Ribbentrop, embajador alemán en Londres que luego sería ministro de Exteriores del Tercer Reich.
El 1 de octubre de 1932, el aristócrata, exdiputado y exministro Oswald Mosley −entusiasmado por una visita a la Italia de Mussolini− había creado el primer movimiento fascista de masas en el Reino Unido. El nombre del partido era Unión Británica de Fascistas y su ideario prometía "erradicar el capitalismo burgués y el marxismo". Oswald Mosley y el entonces príncipe Eduardo de Windsor habían coincidido de adolescentes en el Colegio de Winchester y entablado una relación que se mantendría el resto de sus vidas.
Las milicias de Mosley adoptaron los saludos romanos brazo en alto, la camisa negra de cuello cerrado, el emblema del círculo atravesado por el rayo y los desfiles con cornetas y tambores. Esta iconografía sería llevada a la pantalla décadas después por Michael Redford en su versión de la célebre novela 1984, del británico George Orwell, y también por Roger Waters y David Gilmour, músicos del grupo Pink Floyd, en su film de animación The Wall (El muro), para plasmar los emblemas del estado totalitario.
En 1933, cuando la reina Isabel II, a los siete años, levantaba el saludo fascista en la fotografía que se menciona más arriba, animada por su tío Eduardo, quizá no estuviera emulando ni a Hitler ni a Mussolini, sino a Oswald Mosley, cuya formación gozaba de las simpatías indisimuladas del príncipe de Gales.
Esta película casera nunca fue visionada por los nazis, pero a Berlin sí llegaron las opiniones de adhesión del heredero real hacia el régimen de Hitler. Eduardo, como gran parte de la nobleza británica, odiaba el comunismo. Cuando Adolf Hitler alcanzó la jefatura de Alemania, el príncipe británico dijo: "Nosotros también acabaremos llegando a lo mismo, porque también estamos muy amenazados por el comunismo". Cuando lo dijo, Wallis Simpson ya había entrado en su vida.
Las flores de Von Ribbentrop
Joachim Von Ribbentrop visitaba Londres desde 1933 como enviado personal de Hitler para convencer al gobierno del Reino Unido de que "en modo alguno" Alemania buscaba una guerra con Gran Bretaña "puesto que el Führer consideraba a los británicos de la misma raza que los alemanes". De esta época data su amistad –enamoramiento o idilio compartido, según otras versiones– con Wallis Simpson, a la que visitaba con flores en su apartamento de querida del príncipe Eduardo.
Cuando Ribbentrop es nombrado en 1936 embajador permanente de Alemania en Reino Unido, el rey Jorge V muere y automáticamente Eduardo ocupa su lugar. Berlín pensó que se le abría el cielo con un rey pronazi para, en su momento, ocupar las islas o, en todo caso, buscar su neutralidad. Pero el sueño sólo duró once meses. Justo hasta la abdicación, que no habría sido tanto por amor como por presión del primer ministro Baldwin ante las amistades e ideologías de la pareja. "La abdicación y la boda fueron una fachada falsa que el primer ministro Baldwin utilizó para librarse del rey porque era proalemán", dejó escrito Joachim von Ribbentrop en un informe.
Una duquesa en Berlín
Las simpatías profascistas de Wallis y Eduardo están fuera de toda duda. Se casaron en junio de 1937 en el castillo francés de Candé, cerca de Tours, propiedad de Charles Bedaux, que fue un conocido colaboracionista nazi durante la ocupación. Benito Mussolini puso a su disposición un tren de lujo para su luna de miel en Italia. En octubre de ese mismo año viajaron a Berlín, se entrevistaron con Hitler en su Nido del Águila de Berchtesgaden y Eduardo hizo el saludo nazi delante de la prensa. Estuvieron doce días en la Alemania nazi, una estancia que incluyó entrevistas con Goering y Goebbels entre otros jerarcas. El New York Times tituló: "Eduardo es un peón de Hitler".
En 1938, Hitler y sus más próximos colaboradores ya sabían que en su expansión europea acabarían invadiendo la Unión Soviética, pero para ello necesitaban: 1) firmar un pacto de no agresión con Stalin, tarea encomendada al propio Ribbentrop, que culminaría al año siguiente en su acuerdo con el ministro soviético Mólotov, y 2) conseguir la neutralidad de Gran Bretaña.
La pareja Windsor era ideal para este objetivo. La entrada en la guerra de Gran Bretaña cuando Hitler invadió Polonia en septiembre de 1939, sin embargo, pospuso los planes.
Conspiración en Madrid
Pero todavía en 1940, con Francia ya ocupada, Ribbentrop y el propio Führer confiaban en llegar a una paz con Reino Unido que permitiera abrir con garantías el frente del este. Se puso en marcha la Operación Willy, encargada de reponer a Eduardo en el trono, una misión desvelada por las Actas de Marburgo, encontradas por los soldados norteamericanos en su avance sobre Alemania en 1945.
Estos documentos prueban que los nazis se pusieron en contacto con la pareja en el verano de 1940 mientras atravesaban España para embarcar en Lisboa rumbo a Bahamas, destino ideado por Churchill para quitarse de en medio al duque de Windsor. Alemania lo ayudaría a recuperar la Corona si él convencía al gobierno de Churchill de sellar la paz con Berlín.
El contacto fue en Madrid. Lo organizaron Serrano Súñer, ministro de gobernación de Franco, y Von Ribbentrop, ministro de Exteriores de Hitler.
El hotel Ritz era en aquel mes de junio de 1940 un nido de espías internacionales e informadores de los dos bandos de la Segunda Guerra Mundial. Eduardo y Wallis eligieron ese escenario para alojarse en la capital, en vez de hacerlo en la embajada británica como mandaba el protocolo. El MI6 británico no les quitaba ojo por orden de Churchill, lo cual no impidió que en las suites 511 y 512 desfilaran en los siguientes días los mejores mediadores del franquismo con mensajes directos del Führer.
La intriga la cuenta el periodista Javier Juárez en su libro Conspiración en Madrid. Por las habitaciones de los Windsor desfilaron, además de Serrano Súñer, Miguel Primo de Rivera, hermano del fundador de la Falange, y Ángel Alcázar de Velasco, falangista de la vieja guardia. No consiguieron impedir que el matrimonio partiera hacia Lisboa el 2 de julio. Allí se unió a las presiones Nicolás Franco, embajador en Lisboa y hermano del dictador, y el banquero luso Ricardo do Espiritu Santo, próximo al embajador alemán.
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La pareja les manifestó que estaba dispuesta a retrasar el mayor tiempo posible su viaje a Bahamas, lo que fue interpretado positivamente en Berlín. Esa semana Adolf Hitler lanzó uno de sus discursos por radio con clara alusión a Inglaterra: "No veo ninguna razón por la que esta guerra deba continuar".
El más brillante de los espías alemanes, Walter Schellenberg, viajó hasta Lisboa para urdir con Alcázar de Velasco el plan: "Dar protección a los duques en un hipotético regreso voluntario a España o ejecutar su secuestro si la inteligencia británica impedía su marcha". Pero el 28 de julio amerizó en el Tajo Walter Monckton, emisario personal de Churchill y abogado del duque, con un ultimátum: el matrimonio debía abandonar Lisboa el 1 de agosto en el trasatlántico Excalibur. Sin excusas ni demoras.
El espía Schellenberg recibió entonces la orden de secuestrar a la pareja, pero ya era tarde. Acaso por miedo a su propio país o por un atisbo de dignidad postrera, la pareja decidió no colaborar en el autosecuestro. Y partieron rumbo a Bahamas.
Fracasada la Operación Willy, Hitler ordenó el comienzo de los bombardeos masivos sobre Londres. Y un año después inició, sin haber llegado a ningun acuerdo con Gran Bretaña, la Operación Barbarroja o invasión de la Unión Soviética, que acabaría suponiendo el hundimiento de su régimen. El ministro Ribbentrop, que había firmado aquel pacto de no agresión con los soviéticos y quizá amado a la señora Simpson, acabó sus días ahorcado en Núremberg acusado de crímenes de guerra.
Eduardo y Wallis nunca volvieron a vivir en Reino Unido. Acabada la guerra se instalaron entre París y la Costa Azul, siempre rodeados de fiestas, glamour y estimulaciones. Él nunca consiguió despegarse del sambenito de Rey traidor por sus coqueteos con los nazis mientras miles de soldados de su país morían en Dunkerke precisamente a manos de ellos.
Eduardo murió de cáncer el 28 de mayo de 1972 en París. Isabel II, su sobrina, lo visitó unos días antes. Wallis sobrevivió 14 años. A su entierro acudió otra plebeya consorte. Era princesa y se llamaba Lady Di.
Dos apellidos inventados
Isabel conoció al príncipe de Grecia Felipe Mountbatten en 1941, mientras realizaba en Portsmouth su curso de alférez de navío y ella era todavía heredera al trono. Se enamoraron. Él, originario de la casa real Hesse de Alemania, venía de luchar en el Índico y en Creta, y muy pronto lo haría también en Sicilia y en el Pácífico, dentro de la Marina Real Británica, al lado de los aliados, durante la Segunda Guerra Mundial. Dos de sus cuñados, Cristobal de Hesse y Bertoldo de Baden, sin embargo, servían en el otro bando, al servicio de Hitler, como oficiales del partido nazi.
El apellido Mountbatten no siempre fue así. El abuelo de Felipe de Edimburgo, Luis de Battenberg, se había casado en el siglo XIX con una nieta de la reina Victoria de Inglaterra. Por conveniencia real para su descendencia decidió traducir Battenberg al inglés y de ahí salió Mountbatten (Berg en alemán es lo mismo que Mount en inglés: monte, el monte de los Batten).
Por otra parte, el apellido Windsor es un invento reciente que data del reinado de Jorge V. Durante la Primera Guerra Mundial, el nombre oficial de la realeza británica era Sajonia-Coburgo y Gotha, algo que sonaba intolerablemente a alemán cuando el Reino Unido estaba justo en guerra contra la Alemania del Káiser. Fue el primer ministro Lloyd George quien propuso que la familia se llamara Windsor, un apellido más inglés que la pinta de cerveza.
Cuando Felipe e Isabel se casaron en 1947, la Reina Madre dispuso que sus descendientes se llamaran Mountbatten-Windsor. Pero cuando Isabel se convirtió en reina en 1952, la nueva monarca dictó que la Casa y Familia Real se llamaría Windsor a secas. Ocho años después lo matizó con otro decreto: ella y sus cuatro hijos –Carlos, Ana, Andrés y Eduardo– se llamarían Windsor y punto, pero otros familiares con el rango de príncipes o altezas reales podrían apellidarse Mountbatten-Windsor.
Eso es lo que han hecho precisamente Harry y Megan, los nietos díscolos de Isabel II, al bautizar a sus hijos en el destierro voluntario. Tanto Archie como Lilibet Diana se apellidan Mountbatten-Windsor. El hijo de Lady Di, que un día escandalizó a Buckingham y al mundo con su disfraz de nazi en una fiesta, vuelve a tener cerca aquel apellido que un día fue alemán.
Diamantes y matanzas
Cuando sea coronado Carlos III, el nuevo rey apoyará su mano en un cetro rematado con una pieza de cristal. Fíjense en ella, porque es la mayor porción de uno de los diamantes más brutales del mundo: el Estrella de África, extraido en Sudáfrica en 1905 y en manos de la realeza británica desde entonces, con un valor original de más de 400 millones de dólares. A su lado, la reina consorte Camila portará una corona borlada por una de las gemas más antiguas de la tierra, la Montaña de Luz, obtenida en la India y entregada graciosamente a su majestad la reina Victoria en 1850.
Son dos de los expolios más exquisitos del Imperio colonial Británico. Una historia de la que casi nadie habla en estos días de pompa y circunstancia. Entre las excepciones, una fajilla que se repite en la cadena catarí Al Jazeera: "Las poblaciones indígenas del antiguo Imperio Británico reaccionan a la muerte de Isabel II entre la tristeza y la crítica".
Elizabeth Windsor se encontró, cuando subió al trono en 1953, con una misión en la vida: convertir un imperio que se desmoronaba en otro invento al que se bautizó como Commonwealth, la mancomunidad de naciones. India, Pakistán y Bangladesh se habían independizado en 1947. Sudán, Ghana, Malasia, Chipre, Nigeria, Kuwait y otros países lo harían en los siguientes años. Así hasta la reunificación de Hong Kong con la República Popular China en 1997.
Al año de su coronación como reina, su ejército reprimió una sublevación en Kenia con 70.000 civiles de la etnia kikuyu encerrados como animales en campos de concentración. Miles murieron de hambre y enfermedades. La reina nunca pidió disculpas por estas matanzas racistas que recuerdan las de la independencia de Suráfrica o la India. Archivos desvelados en 2010 muestran el uso indiscriminado de la tortura en Kenia.
"No es que el Imperio británico no fuera democrático; es que era antidemocrático". La frase es de Kwasi Kwarteg, hijo de inmigrantes de Ghana y hoy ministro de Hacienda en el gobierno de Liz Truss.
Isabel permaneció inmutable ante atrocidades parecidas en Ghana, Zimbabue o Biafra; en islas del Caribe o en desiertos de Oriente Medio. El grupo Hamas, que gobierna Gaza, pidió hace unos días al rey Carlos III que "corrija las decisiones británicas que oprimieron a los palestinos".
Esta imperturbabilidad del carácter de la reina volvió a reflejarse ante el destino de nueve líderes independentistas chipriotas que acabaron en la horca a finales de los años 50, y por los que podría haber mediado. Y se repitió ante la brutal intervención de su Royal Navy para la recuperación de las islas Malvinas, con más de 600 soldados argentinos muertos en 1982.