Don Diablo se ha escapado, tú no sabes la que ha armado: no era una canción, era una profecía. Sí que lo sabemos: Miguel Bosé hace rato que viene desencadenado. Quizás no podía ser de otra forma. Quizás estaba escrito desde que naciese el 3 de abril de 1956, allá en el Hospital de San Fernando de Ciudad de Panamá, donde fue recibido por el doctor como "uno de los niños más feos que había traído al mundo", en el que no encontraba "ni rastro de la belleza de sus padres". Apenas quedaba espacio para que el niño Miguel respirase entre los colosales egos de Lucía Bosé y Luis Miguel Dominguín, dos fieras de lo suyo, dos tótems chocando en sus pasiones y venganzas hasta el final de los tiempos.
Ella, musa del neorrealismo italiano, intelectual, comunista, vanidosa, seca, hermosa hasta decir "basta". Él, matador de toros, encantador de serpientes, infiel profesional, cazador mimado de Franco, viril hasta decir "machista". Qué dos enemigos íntimos. Qué sombra alargada la de aquellos cipreses. Aquí el que no se vuelve loco es porque no quiere: cada uno le tiraba al crío Miguel de un brazo, hasta la extenuación, hasta la esquizofrenia.
Su padre le maltrataba y le despreciaba por no ser lo bastante arrojado, por considerarle "una nenaza", por leer con apetito, por no querer acompañarle a las monterías. Su madre le engordaba el complejo de Edipo: su hijo estaba colado por ella, por su aroma, por su aire indiferente, por sus maneras de dama gélida, caprichosa e impenetrable que se volvía loca -en exclusiva- por el amor intermitente y díscolo de Dominguín. Sólo la Tata Reme le daba bola al vástago.
Son ellos dos los grandes protagonistas de la primera entrega de las memorias del vitriólico artista, El hijo del Capitán Trueno (Espasa), muchacho atravesado por su alta cuna y por su crianza en una casa encantada y henchida a leyendas esotéricas, Villa Paz: a ver si por eso es negacionista de la Covid-19 y de la ciencia. En cualquier caso, en esta obra Bosé desgrana muchas cosas -y muy sabrosas, con detalle cinematográfico, por no decir con pose teatral- desde su nacimiento hasta el año 1977, cuando triunfó en el Florida Park del Retiro de Madrid. Ahí estaba a punto de romper el cascarón de Amante bandido. Ahí ya enternecía a las españolitas previniéndolas de un gamberro como él, no fuera que le entregasen la virginidad mientras él andaba de picos pardos: Linda, beso de aire puro / linda, quiero estar seguro.
En el libro relata que cuando él estaba en la sala de neonatos y su madre aullaba por verle, al padre le dio por enganchar de una de las cunas a una bebé chinita, contra la voluntad de las enfermeras, y gastarle a su esposa una broma macabra: "¡Ya me dirás qué es esto!", le gritó, enseñándole a la parturienta una diminuta niña asiática. A Lucía le dio un ataque de ansiedad y se desmayó. Pocos años más tarde, estuvo a punto de matarlo a él mismo en un safari: todo por negarse a darle las pastillas de quinina contra la malaria que al final contrajo.
Cuenta que Dominguín se casó con la Bosé por la iglesia por orden del abuelo, quien le advirtió que Franco venía temiéndose que se estuviese haciendo comunista y que su hogar fuese una base de operaciones de los disidentes del régimen.
Cuenta que sabía hablar con los caballos y que prácticamente le respondían -una "habilidad innata", agrega, ufano-. Cuenta las idas y venidas del matrimonio chiflado de sus padres: las hostias, los gritos, los celos. Cuenta sus propios arranques de ira: fue expulsado del colegio por reventarle el cráneo a un chaval contra la pared por llamarle "niño huérfano" e "hijo de divorciados, que vergüenza te tiene que dar". Cuenta las fiestas y las resacas: las madrugadas de rumba. Cuenta que pintaba con Picasso -para él, "como un abuelo"- y que besaba a Amanda Lear. Tenía razón Dominguín, al final: "El problema es que en esta casa todos los días es carnaval".
Pregunta.- ¿Más en paz, Miguel, después de escribir este libro?
Respuesta.- Sí. Me ha reconciliado conmigo mismo y con muchas de las personas que me han rodeado. Ha sido pacificador. Entiendo que al lector le parezca que maneja un mundo inédito, porque lo es.
P.- Mucho material sensible. Traumático, incluso.
R.- Sí, claro. Pero no de Miguel Bosé, que todavía no existía, que estaba en ciernes, sino de Miguelito. Era un mundo también muy tierno. Con todas las flaquezas, con la falta de herramientas, con el aprendizaje en curso, con el deseo de supervivencia. Tuve que sobrevivir a mis padres. Eran dos cachorros combatiendo.
"Heredé lo glorioso de mis padres, que, por otra parte, no ha sido nada fácil de llevar"
P.- Fuiste inocente una vez.
R.- Bendita infancia. Los niños intentan interpretar y resolver todo lo que les ocurre con lo poco que tienen. Yo también (y abre los ojos, pintados de negro ahumado en el párpado inferior, entre lo núbil y lo inquietante).
P.- ¿Qué tiene Miguel Bosé de su padre y qué de su madre?
R.- Yo creo que he heredado lo más glorioso de cada uno de ellos. Al final lo que yo creí horrible, o lo que viví de forma desagradable y que provenía de ellos, formaba parte también de su grandeza.
P.- De sus leyendas.
R.- ¡Claro! Es que los personajes grandes son muy malditos. Esa maldición que acarrean hace que tengan que comportarse de una forma muy particular, pero es a pesar de ellos. Eso lo entendí con el tiempo, ¿eh? Que esas cosas no podían evitarlas, no podían frenarlas. Mira Ava Gardner. Era bella a su pesar. La gente le decía "eres un animal hermoso", y ella gritaba "no soy un animal, soy una mujer, ¡una mujer!". Odiaba que le dijeran "animal", aunque fuese un piropo. A ella le parecía una humillación. Era una mujer maldita.
P.- Seguro que hay algo en ti de la parte más oscura y espinosa de tus padres. Mira que si la herencia fuese personalizada, qué gozada, pero no.
R.- Ya te digo que no creo que tuvieran partes espinosas como tal. Sólo eran dos lobos y tenían que ejercer su poder. Nunca hubieran sido lo que fueron si no hubieran sido producto de sus propios flashes, de sus fuegos internos. Heredé lo glorioso, que, por otra parte, no ha sido nada fácil de llevar.
P.- Decía Truman Capote que cuando dios le da a uno un don, le entrega también un látigo, y que ese látigo es para autoflagelarse.
R.- Sí. Eso lo veo ahora. Miguelito no sabía nada de eso, no sabía que tenía eso porque no había tenido que ponerlo en juego todavía. Se limita a empeñarse en sobrevivir a esos dos monstruos, cada día y antes de desayunar: ¡llegaban tan bellos, con esas sedas…! Desde temprano. A ellos se les conoció después como a "los padres de Miguel Bosé", pero ya con cierta edad. Antes, cuando tenían 25, 30, 32… fíjate cómo eran, cómo sois vosotros los jóvenes a esas edades, con esa capacidad de energía física y mental. Las ganas de hacer cosas, ese poder… fueron muy admirados, muy permitidos.
P.- Los mimados por el mundo.
R.- Sin duda.
P.- ¿Qué es lo peor del macho ibérico, del macho español que tanto padeciste de niño?
R.- Ese macho español, ibérico, ha estado muy prefabricado, ¿no? Es verdad que luego mi padre se descubrió como el ser más tierno del mundo, pero el macho español siempre ha guardado las apariencias, tenía que mantener una imagen y hacerse el torero, el mujeriego, el donjuán. Se les prefería así. Los machos ibéricos de esa época eran capaces de toda brutalidad. A mí me metieron dentro de una cierva y me cosieron dentro de la carcasa con el cadáver del animal. ¿Qué barbaridad de ritual era ese? Hoy los Papúa Guinea no son tan bestiales como era mi padre. Pero había que ser muy hombre entonces, claro. Decir muchas palabrotas, decir "joder, hostia, puta, puaj, puaj" (exagera, agrava la voz, esputa).
P.- Embrutecidos.
R.- Sí. Unos grandes ignorantes. Mi madre a veces decía: "Por Dios, con lo refinado que es tu padre, con toda la exquisitez que tiene al vestir, al elegir las cosas, al comer, al hablar… que luego sea capaz de tanto embrutecimiento".
P.- Crees que era una pose, claro.
R.- Sí, para mantener el estatus entre los hombres. El macho aparenta frente a su manada. Eran una manada.
P.- ¿Para qué sirven los cojones, esos a los que tanto alude tu padre en tus recuerdos de la infancia? "Esto hay que hacerlo por pelotas...".
R.- Luego dices "por narices" y se interpreta igual. Pero aquello era todo el rato una demostración de testosterona. "Por mis huevos…". En fin. Los cojones no sirven para nada, sólo para procrear.
P.- ¿Conseguiste recuperarte de no cumplir las expectativas que tenía tu padre sobre ti?
R.- Finalmente sí, porque pasó el tiempo y me convertí en Miguel Bosé. Hice mi carrera. Y mi padre se me quedó un día mirando fijamente. Tanto que le dije: "¿Qué miras así?". Y me dijo: "Y pensar que tú eres el único que nunca me ha pedido nada… ni consejos, ni dinero, ni nada. Eres lo que eres sin mí". Él era el cabeza del clan, y eso que en mi familia las mujeres eran de armas tomar. Todos y todas tenían personalidades muy fuertes: mi tío Domingo, mi tío Pepe, mi tía Carmina… ¡pero que muy fuertes! Pero todos acudían al patriarca. Yo no. Y le dije: "Ahora entiendes, ¿no?". Para él acabé siendo un orgullo.
P.- ¿Te pidió perdón?
R.- No tenía por qué hacerlo.
P.- No pasa nada si se pide perdón, ¿no?
R.- Bueno, es que ya el hecho de que se diera cuenta y de que me lo dijera me pareció muy valioso. Eso para mí lo fue todo. Y yo le dije: "A ver, qué esperabas. Yo tengo tu ADN. Me has pagado unos estudios, hablo cuatro lenguas, chico, me has dado oportunidades y cosas y yo he hecho todo lo posible con eso".
P.- Hay una escena del libro donde tu madre llama "maricón" a Manuel Tamames y él le contesta, airado: "Pues ya conoces a dos maricones, a tu marido y a mí". ¿Qué piensas tú de la palabra "maricón", te identificas con ella o te repele?
R.- Cuando era niño no sabía lo que era ser maricón. Yo oía la palabra y no sabía qué quería decir. La registraba igual que otras palabras incomprensibles entonces, como "síntesis". Te quedas: "¿Qué será 'síntesis'? Voy a buscarla en el diccionario". "Maricón" ha sido una palabra usada muy comúnmente, como "coño", y ha perdido el sentido. Se la decían entre ellos, entre los hombres. "No seas maricona, tírate a la piscina", por ejemplo. Yo no sabía que eso podía ser despectivo.
P.- ¿Y después, de adolescente?
R.- ¿Qué más da?
P.- No sé, ¿cómo fue en tu caso?
R.- Es que es una palabra que no me define para nada. No define nada, en realidad. Es una palabra tan usada, tan gastada… no tiene ningún poder para definir, no tiene ninguna credibilidad, no tiene nada.
P.- Miguel, ¿tú eres un privilegiado o un maldito?
R.- Un privilegiado, sin duda. La vida que me tocó vivir, y también la que yo elegí más tarde, ha sido dura, conflictiva, muchas veces desagradable e incómoda, pero, ¿y la de quién no? ¿Quién, en diferentes proporciones, no ha tenido una vida así? A cambio de esos sufrimientos también tuve una posibilidad de vida en el contexto de un régimen, que era una autocracia donde todo estaba cerrado, nada se permitía y todo tenía que ser sabido… cuando llegaban tantas personalidades a mi casa, yo podía gozar de un elemento internacional a domicilio que era bestial. Tener eso era un privilegio, rotundamente.
"Franco para mí era un señor al que le gustaba mucho cazar, y que tenía una mujer a la que le gustaban mucho las perlas"
P.- A tu padre Franco le llamaba "mi niño". ¿Qué imagen tenías del dictador, tú que eras el niño del niño?
R.- Yo no sabía quién era.
P.- Venga ya. ¿No sabías del poder que acumulaba?
R.- Más por los libros de texto. En el colegio nos decían "Franco, nuestro adorado Generalísimo, tatatá…". Y yo no sabía qué era "Generalísimo", pero sí sabía que era nuestro jefe de Estado. Y que era un señor al que le gustaba mucho cazar y pescar, como a mi padre, y que tenía una mujer a la que le gustaban mucho las perlas, y que por detrás la llamaban "La Collares", pero así, muy bajito. Yo no sabía que vivíamos en una dictadura porque yo no la padecí. Las familias que sí estaban muy metidas en política obviamente la padecieron y sabían muy bien quién era Franco: lo sabían hasta sus hijos pequeños. Para mí era quien mandaba y ya está.
P.- ¿Era un villano para ti, o era un tipo normal, casi familiar? Mira que tu madre era comunista y tu padre amigo del caudillo, qué cóctel. ¿En qué lado te quedabas tú?
R.- Bueno, que a mí me llegaron a meter en la Capitanía General, ¿eh? Iba por la calle con dos amigos del Liceo. Veníamos de una fiesta con quince años o así. Pasábamos por la Calle Mayor y los grises nos metieron para adentro y empezaron a insultarnos, a gruñirnos, ¡era horrible! Nos amenazaron con llevarnos a la Dirección General de Seguridad, que estaba en la Puerta del Sol, y nosotros sabíamos que como entrásemos ahí no salíamos. Nos dieron una paliza enorme a todos. Pero la mayoría del tiempo yo vivía en una realidad paralela por mi familia, y por el ambiente del Liceo Francés, que era casi la república francesa. Cuando pasabas la cancela y entrabas, era territorio francés absolutamente, como lo son las embajadas de cada país. El régimen de fuera o la política de fuera se quedaba fuera.
Cuando la madre de Bosé logró separarse de su padre y empezar a desintoxicarse de su devoción por el torero -no sin recaídas-, cuando volvió a sentirse juguetona y deseada y chispeante y sarcástica, cuando se le quitaron las ganas de apuntarle la cabeza a Dominguín con su propia escopeta de caza, como hizo algunas veces, contagió ese derecho a la fiesta a sus hijos atónitos, que pronto se dejaron embelesar por las apasionantes visitas que recibían en casa, y que amanecían en las mañanas con "cuerpos esparcidos en el salón, como abatidos, en las posturas más inverosímiles, retorcidos, contorsionados, desnudos y vomitados, como muertos, borrachos, drogados".
P.- ¿Qué idea tenías de niño de la promiscuidad? Entre la normalización de las infidelidades de tu padre y las verbenas liberales de tu madre, creciste en un marco muy lúbrico.
R.- Vamos a ver, ¿estamos hablando del libro o de qué estamos hablando ahora? (se enfada un poco).
P.- Yo qué sé, dímelo tú.
R.- Es que si quieres que te responda lo que pienso de la promiscuidad hoy, es otra entrevista. ¡Un niño no sabe lo que es la promiscuidad! ¿Cuándo aprendiste tú esa palabra? (se embravece). ¿Hace tres cuartos de hora? ¡Yo era un niño!
Pero estaba crecidito ya en algunos pasajes, el bueno de Miguel. En uno de esos guateques eternos, a Lucía le dio por cederle una habitación al mítico actor austríaco Helmut Berger -"su belleza era mortal"- y se formó el zafarrancho con aquel huésped tan hechísimo para el pecado. Miguelito ardió de celos porque su madre lo veneraba y lo cuidaba con una delicadeza que a él le sonaba extraterrestre.
¿Quién era ese intruso que venía a arrancarle a la mujer de su vida? ¿Por qué él conseguía todas las atenciones de su diosa de hielo? "Nuestra rivalidad se hizo pavoneo, el pavoneo se volvió contienda, la contienda un lance, el lance un desafío, un vis a vis, un acercamiento, una atracción, un deseo incontenible, un abrazo estrangulado de caricias, unos besos robados en cada esquina, y, finalmente, una cama, en silencio, callada, puerta con puerta, noche tras noche, una pasión salvaje, piel contra piel, sexo, mucho sexo, transpiración a mordiscos".
Así fue como Miguel Bosé conoció lo que era el morbo en todo su esplendor, en su centrifugada belleza. "En la mesa, siempre hacíamos por sentarnos al lado, como por pura casualidad, y por debajo nos tocábamos hasta estremecernos, abultados de deseos urgentes que abrían braguetas y masturbaban manos, mientras se mantenía la compostura y la cara", escribe.
No tardaron los chavales -es una forma de hablar, Berger le sacaba a nuestro protagonista doce años- en vociferar por la casa lo enamorados que estaban. Claro que la guerra no había hecho más que comenzar. Su madre, rabiosa porque sus dos efebos flipasen al margen de ella, montó en cólera. "La idea de sabernos juntos, haciendo el amor a cada instante, abrazados y sudando (…) acabó enfureciéndola. Se la llevaban los demonios. Resistió hasta el límite, seguro que mordiendo la almohada a gritos". Lucía Bosé, matriarca habitada por pájaros negros -como Felicidad Blanc en El desencanto-, comenzó a tejer el boicot.
P.- Hijo, qué romance con Helmut, ¿no? Qué amor más apretao.
R.- Sí. En mi casa había mucha naturalidad, mucha espontaneidad en cuanto al sexo. De hecho, cuando las cosas sucedían, se comentaban, se compartía lo que pasaba. No se ocultaba. Con lo cual: no hubo nada sucio, torcido, envenenado ni clandestino. Fue algo que yo no me esperaba, la verdad, y cuando te sucede algo así te atropellan las sensaciones… te da vueltas como una ola, te lleva, y ves que no tienes paredes donde apoyarte. Di vueltas y vueltas. Descubrí sensaciones llevadas a cabo de una forma tan pura, tan bonita…
"Había tenido experiencias antes de Helmut, pero más recatadas, no sé, menos terminadas, menos resueltas"
P.- Mágica.
R.- Eso es. Dije "guau". Dije "si esto va a ser el sexo y si esto va a ser el amor, qué maravilla". Guau. Con él los conocí, sí. Bueno, yo había tenido muchas otras experiencias, pero muy diferentes a esa. Había tenido experiencias de todo tipo, pero más recatadas, no sé, menos terminadas, menos resueltas. Nada como esto, nada tan completo. Fue fantástico. Y de hecho, cuando todo aquello que nos había arrebatado se tuvo que deshacer, se deshizo con amistad y con el cariño más grande. No supuso una ruptura, ni un desamor tremendo, ni un dolor insoportable…
P.- Te desenamoraste casi automáticamente. Tu madre lo lió para llevárselo de viaje a Andalucía y alejarlo de ti, y volvió contándote sus escarceos con otros chavales.
R.- Sí. Cuando me contó aquello… no sé. Se me pasó todo. Realmente luego me pregunté si aquello era amor.
P.- Tu madre estaba celosa de ti.
R.- ¡De los dos!
P.- ¿Competíais por la atención de los hombres, por su deseo, en este caso del de Helmut?
R.- ¡Bua! Al revés. Era ella la que competía conmigo. Sí.
Es verdad que tampoco echó mucho de menos a Helmut. Una vez roto el encanto, el show debía continuar. En el libro relata buenos jolgorios en Casa Mastroianni. Flora, su amante Luis Suárez, Marcello. Todos juntos besándose los labios entre sí, en una cadena interminable de alegre sensualidad impúdica. Y tan amigos. Fue allí donde Luis le ofreció a Miguel Bosé su primera raya de cocaína. Su primera no-raya, mejor dicho, porque la rechazó y, entre bostezos, prefirió pedir un café para animarse. Quién hubiera dicho entonces que ese hombre acabaría consumiendo dos gramos al día.
"Yo tengo algo más fuerte que un café", le alentó Luis entonces. "Y estampándome contra la pared me agarró la cara a dos manos y me pegó un beso tan profundo que antes de poder entender nada de lo que estaba pasando, ya estábamos desnudos, liados en la cama como dos salvajes", detalla Bosé. Entretenidos andaban cuando les pilló Helmut, que se hizo el ofendido a pesar de sus correrías y se llevó un mal rato tremendo, aparatoso, efectista. "¡Puta! ¡Eres una puta de mierda! Me has roto el corazón", le gritó a Miguel.
Para que no sufriera demasiado, y porque la vida es corta, le invitaron a unirse: mira qué bien, qué capacidad de resolución de conflictos. "Él se dejó masticar, con rumba de fondo", guiña nuestro protagonista. Voilá: primer trío de la vida. Cuando los pillaron Flora y Lucía con las manos en la masa sí que se les acabó la bacanal, pero los años gloriosos sólo empezaban. Los años felices, los años alucinantes. Los años iniciáticos. Húmedos. Los años en los que la vida sale a recibirte.
Dice Bosé que de niño tampoco conocía la palabra "amor" y que por eso le costó practicarla siendo más adulto. "Los asuntos de los mayores eran muy complicados de entender", suspira. Recuerda a su madre irrumpiendo en la finca de su padre en plena Nochevieja y montando un pollo que escucharon hasta en Cuenca. Las mujercitas que acompañaban al matador temblaban. "¡Yo no me voy de aquí hasta que no salga la puta de tu prima por la puerta de mi casa o te pego un tiro!", gritaba Lucía en alusión a Mariví Dominguín, entonces amante del diestro. "¡Voy a meterle fuego a la casa hasta que ardan todas esas zorras y todos los traidores!". Efectivamente: Villa Paz ardió, como en las películas, aunque la punki de Lucía nunca se reivindicó como autora de la humareda.
"A mí nadie me explicaba lo que estaba pasando", repone Bosé. "Cualquier persona hubiera podido dilucidar que se iba a liar, que se iba a armar, pero nosotros, los niños, no. ¿Qué íbamos a saber cuando mi madre le gritaba a mi padre en italiano que quería el divorcio? Lo único que entendimos del cariño fue a través de nuestra Tata Reme, que es un personaje fundamental en mi vida. Mi columna vertebral".
Con todo, vuelve a cada rato con la mente a esa España de su infancia. "Sin lugar a dudas, es mi patria: tan contradictoria y maravillosa". Tan lorquiana, tan lasciva, tan iracunda, tan auténtica. Con sus Vírgenes llorando sangre, con sus toritos bravos, con sus poetas rojos. Con la tragicomedia habitándonos a todos dentro, a él el primero. La echaba de menos a muerte cuando viajaban a Londres -"¡ese frío, esa humedad, esa niebla!"-, o a Roma -"qué protocolo, qué cosas"-. Mejor aquí, cerca del llanto y de la euforia. Cerca de lo extremo. Mejor aquí, caminando, como decía aquél, por el lado más salvaje de la vida.