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Hace cosa de tres años, me paseé por el barrio de Palomarejos, en Toledo. Unos años antes, en 2014, la zona había salido en todos los telediarios, cuando una pequeña administración de lotería local vendió siete décimos agraciados con el segundo premio de la lotería de Navidad, el 92.845. Cada uno de los afortunados ganó 125.000 euros pero, a mi juicio, esa fortuna no hizo sino llenar sus cerebros de purpurina y burbujas de champagne. Un vecino del barrio me miró de forma inquisidora cuándo le pregunté sobre el impacto que había tenido en este barrio de clase trabajadora el premio. Pero finalmente se animó a contestarme: una vez quedaron exhaustos, su mayor deseo era retomar su vida anterior.
Este miércoles 22 de diciembre se repetirán escenas similares en barrios de todo el país, quizás incluso en este mismo castellanomanchego. Según datos de la Organización de Consumidores y Usuarios (OCU), la lotería de Navidad, que se sortea precisamente este día, es la que más adeptos tiene, con el 70% de participación, seguida del sorteo del Niño, con el 65%. El premio a repartir entre todos estos jugadores es de 2.408 millones de euros, divididos en distintas categorías.
En la calle varias personas me contaron su experiencia: "El premio no nos hizo más felices. Eso sí, podemos darnos pequeños placeres", me indicó un hombre con aspecto avejentado. En las fachadas caía la ropa colgada y, aun lavada, reconocí el exquisito perfume de Coco Chanel, lo que me hizo intuir el revoltijo de historias que habría generado uno de los premios más codiciados. Seguí indagando y llegué a la conclusión de que la mayoría seguía soportando las amarguras de ser pobre pero con ínfulas de millonario.
"No nos hizo más felices, pero podemos darnos pequeños placeres"
Una falsa ilusión
Los publicistas nos tienen bien tomado el pulso y cada año saben exactamente qué tecla tocar en su esperado anuncio para que el corazón bombee algo más de lo habitual. Crean una ilusión colectiva y es fácil reconocerse en sus personajes o reconocer a alguien cercano.
Este año, con los vecinos de un pueblo compartiendo décimos de manera altruista y anónima, el anuncio, sin dejar de ser emocionante, resulta menos lacrimógeno. Juega con la franqueza de que la alegría va por barrios y, admitámoslo, esta es la gran razón que nos conduce al décimo. Más que una ilusión genuina, el impulso de comprarlo es la pelusilla, no vaya a ser que toque a todo el vecindario y a mí me pille a por uvas.
Lo de la generosidad de compartir -olvidémonos de hipocresías- sigue este mismo hilo, si bien es cierto que al hacerlo nuestro cerebro se inunda de vasopresina, una hormona que promueve el contacto social. Hemos convertido este sorteo en un fenómeno social y, a diferencia de lo que puede ocurrir con otros juegos de azar, aquí la apuesta está más que justificada. Formar parte de esa emoción grupal impulsa un sentimiento de pertenencia muy grato.
El anuncio de la lotería de Navidad de este año resulta menos lacrimógeno
La psicología se ha preguntado en muchas ocasiones si ganar la lotería -no específicamente la de Navidad, pero cualquier que suponga un ingreso importante- mejora la vida, como podría parecer a priori. El estudio más famoso realizado al respecto lo firmó en 1978 Philip Brickman, pero sigue siendo citado cada año por otros expertos. En dicho trabajo, se comparó a 22 ganadores de lotería con personas similares que no se habían enriquecido y se comprobó que no sólo no eran más felices, sino que habían perdido la capacidad de disfrutar de las cosas mundanas.
"Cuando una persona recibe tanto dinero de golpe se desequilibra, porque se produce un impacto emocional muy elevado que deriva en emociones de alta intensidad de satisfacción y euforia que hacen que se sienta muy poderosa y capaz de afrontar lo que sea, y esto puede llevarla a tomar decisiones ilógicas e irracionales con respecto a negocios o compras muy caras", explicaba recientemente Mireia Cabero, profesora de los Estudios de Psicología y Ciencias de la Educación de la Universidad Oberta de Catalunya.
¿Más felicidad?
Así, ante la pregunta de si el Gordo da la felicidad, la respuesta es no. Aunque hay diferentes modos de pensar, cada persona tiene su punto de referencia de felicidad programado según su genética y tallado por el entorno. La euforia inicial desaparecerá y el cuerpo se habituará a otros placeres más en consonancia con esa nueva riqueza, pero no nos hará más felices. Desearemos recuperar lo antes posible ese punto fijo de confort que sentíamos como propio y así me lo confirmaron los nuevos millonarios del barrio mencionado que visité. Hace falta mucha madurez emocional para asumir, sin caer en el delirio, una gran suma de dinero que llega repentina.
Un estudio publicado en 2020, que analizó qué había sido de varios ganadores de lotería en Suecia entres 5 y 20 años después de su premio demostró, no obstante, que la satisfacción vital de esta gente sí era mayor. Curiosamente, no su felicidad.
No soy muy entusiasta de la lotería, pero si compro un décimo juego a ganar. No admito más opción y el billete, que guardo como oro en paño en lugar tan remoto que ni siquiera soy capaz de recordar, acaba siendo un extraordinario estresor. Supongo que tanto como si me decidiese a volar sin motor, descendiese por la corriente brava de un río o me dejase caer en bici desde la cima de una montaña.
Una vez en mi poder, se vuelve pura adrenalina y quizás no sea buena cosa porque creo que traspasa los lindes de la cordura. Mientras dejo que mi pensamiento mágico divague como le venga en gana, me acuerdo del viejo Scrooge en Cuento de Navidad, de Charles Dickens. Tantas veces he repetido eso de que la Navidad son paparruchas que me da miedo contagiarme de él, tan pecador, "tan avaro que extorsionaba, tergiversaba, usurpaba, rebañaba, apresaba".
De momento, me identifico más con esa pequeña campesina que sale de su modesta casita con un cántaro de leche y de camino al mercado fantasea: tendrá dinero, huevos, polluelos, lechones y terneros. Y un cerdito rosadito y feliz que andará por el corral el día entero. Sueño igual que ella, pero a lo grande, que no me quepan las criptomonedas en la billetera digital. Es tanta mi alegría que, llegado el momento, saltaré y el cántaro se hará mil pedazos. Adiós leche, dinero, pollos, cerdito, ternero… y criptomonedas.
Un sueño de 20 euros
Digo esto porque la probabilidad de que me toque el Gordo con un único número es del 0,001%. O sea, una entre 100.000. La misma que ser presidenta o vocal en una mesa electoral. 2.000 veces más baja que parir hijos gemelos e infinitamente menor que contagiarme de Covid en los picos de alguna ola. De momento, nunca me han llamado de ningún colegio electoral, no he enfermado de coronavirus y, aun teniendo muchas papeletas genéticas para un embarazo gemelar, cada uno de mis hijos nació en años diferentes. Mi biografía me invalida, por tanto, para ser parte de la excepcionalidad del Gordo.
¿Por qué juego entonces? Porque pago 20 euros y me permito fantasías que cuestan 328.000 euros una vez libres de impuestos. Esto es impagable. Soñar es un estímulo interesantísimo para estimular nuestros neurotransmisores. Si nuestro cerebro actuase dejándose guiar por una lógica racional, directamente no jugaríamos. Ya habrá tiempo de bajar a tierra. El subidón de figurarnos ricos activa las mismas señales neuronales que un rato de pasión o una taza de chocolate negro.
Esa capacidad de fabricar ilusiones a partir de una pizquita de realidad es exclusiva del ser humano gracias a sus circuitos cerebrales del placer y de la recompensa y ha sido decisiva para nuestra supervivencia. ¿Vamos a dejar que la prudencia la eche por tierra? Ni los 11 millones de luces de Abel Caballero iluminan tanto mi Navidad como el anuncio de la lotería compitiendo cada año con Charles Dickens por hacerse con el popular espíritu navideño.
Después de tanta emoción y conjeturas, necesito calmarme, tomarme mi particular jornada de reflexión antes del gran día. A medida que fantaseaba aumentaron mis necesidades y puede que la avaricia no tenga límite. Si gano, intentaré que el billete revierta felicidad de acuerdo con una lista sensata de prioridades. De lo contrario -99.999 posibilidades de 100.000-, tendré el recurso de que lo que vale es jugar, no tanto el premio. Ya, pero… ¿qué hay de mi ilusión? ¿Y de mis proyectos? ¿Dónde está ahora el mensaje que acompañe mi duelo?
Qué demonios, lo importante no era participar. Lo importante era ganar. Pero brindaré por todos los que descorchan sus botellas y, finalmente, agradeceré la ocasión de soñar cada año. De repente, con mi décimo hecho pedacitos en el bolsillo, escucho a mi paso ¡Felices Pascuas! ¡Y dale con Felices Pascuas! Ahora sí, aunque sé que no me durará mucho, me pongo de parte del avaro Scrooge y pienso con él que "a todos esos idiotas que van por ahí con el felices navidades en la boca habría que cocerlos en su propio pudín".