Florencio Sanchidrián es un poeta, solo que en vez de la pluma empuña el mango del cuchillo y su folio en blanco es el plato sobre el que deposita, con la ejecución perfecta de un alquimista, el mimo de un orfebre o la sabiduría de un literato, las perfectas piezas loncheadas con las que escribe la historia del jamón en los paladares de sus comensales. Embajador mundial del ibérico por la Academia Internacional de Gastronomía de París, cortador de pata negra para reyes, papas y celebrities de Hollywood y empresario a cargo de varios restaurantes, Sanchidrián es el mejor cortador de jamón de España, que es lo mismo que decir del mundo.
El Maestro, permítaseme la mayúscula, recibe a EL ESPAÑOL | Porfolio en La Azotea de Brindis, su negocio en la madrileña calle Goya 82. Viste pantalones grisáceos con cuadros, elegantes zapatos azul oscuro y una pulcra chaquetilla negra con el logo de Marca España y su nombre bordado en letras blancas en el lateral derecho. Sanchidrián es de esas personas que, al encontrarse contigo, regalan una sonrisa blanca y perfecta, estrechan la mano con fuerza, te llaman amigo sin conocerte y se acercan a tu rostro como queriendo desvelarte a cada segundo un nuevo secreto inconfesable.
"¡Bájame un jamón y me lo pones ahí, en la mesa, que voy a preparar un plato para tertuliar!", le pide a la camarera que atiende el local. "Me pillas de milagro. Dentro de unos días vienen 40 profesores de Harvard para hacer una cata, a aprender sobre el jamón". Si no llega a ser por un amigo común, habría sido imposible sacar un hueco en su apretada agenda. Dicho esto, el ilustre coge su funda de cuchillos, la despliega solemnemente sobre una mesa de bar y, en una mesita de madera aparte, coloca, con precisión milimétrica, seis filos. Cuando llega la pata de cerdo, con su etiqueta roja, propia del jamón de bellota, el 'matador' ya está preparado para la faena.
Comienza entonces una liturgia que debe vivirse para comprenderse: agarra la caña y coloca la pata en el jamonero. A la altura del jarrete, le asesta una puñalada con el mismo cuchillo suizo con el que cortó para Barack Obama en la Casa Blanca. La estocada del Victorinox se siente como un homenaje a la fotografía de Morante de la Puebla que, tras él, torea la sala. El cortador empieza a 'desnudar' al cerdo, le quita parte de la grasa, no toda, llega a la maza, comienza a lonchear los primeros trozos; resulta hipnótico ver la destreza con la que acaricia la carne y después enrosca cada lasca alrededor del acero afilado, con un sutil pero firme movimiento de muñeca.
¿Qué pasa por su cabeza mientras se concentra? Sin despertar del embeleso, responde: "Siento belleza, vida, naturaleza, libertad. Hay veces que me gusta cortar en soledad y en silencio. Esto no es sólo cortar, sino un acto de creación, como todo en la vida. El cerdo me cuenta que durante cuatro años ha envejecido en una bodega y que debo transmitir esa oscuridad y ese silencio al comensal. Catar es provocar con atención; trasladar a la persona a la música y a la poesía. Estar a la altura de un jamón ibérico es muy difícil. A quien no le guste esto, algo muerto tiene dentro".
Sanchidrián no sólo juega con su destreza, sino que trata de magnificar las sensaciones a través de la oratoria para dar rienda suelta a la imaginación. Estar frente a él implica no sólo arrostrar al mejor cortador, sino a un predicador del enigma de los sabores cuyo discurso recuerda a cuando Peter Sisseck le hablaba a este periódico de los "taninos tridimensionales" de su Pingus. Uno sólo puede dejarse llevar por la palabra: pide a quien tiene enfrente que, al probar el jamón, se imagine a un cerdo que se ha criado 20 meses en libertad, que ha disfrutado de la puesta de sol y del amanecer en la dehesa extremeña. "Todo eso se refleja en cada bocado".
Parte de su oficio como cortador implica hacer confluir en la boca del comensal un reguero de recuerdos e ideas y enamorarlo sutilmente con el producto número uno de la gastronomía mundial. "Junto con el foie, la trufa y el caviar", matiza. "Cuando tragas el jamón, el oleico, la grasa natural, te deja esa persistencia en la garganta. Es la mayor prueba a dar fe de que Dios existe. Con cada corte quiero hacer ver que los primeros jamones que salen de la añada tienen sabor a almendra verde. Que si han pasado tres meses más, saben a almendra normal. Un año bueno en el que el cochino haya comido bellota, la carne tiene sabor a avellana y a hierba de monte bajo; para el gran reserva uno debe irse a la nuez y, también, a la hierba de monte bajo".
"Este que estoy cortando es de 2019", continúa, ofreciendo a este periodista un nuevo trozo de la ambrosía. "¡Prueba! La bellota alcanzó su cénit en enero con un tono verde acabado en ocre. En la nariz deja aroma a monte bajo, a tomillo, a jara, a fruto seco donde predomina la avellana o el piñón; para la boca, coge siempre la loncha por el magro y, tocino hacia adentro, en contacto con la lengua, este se funde como mantequilla".
"Queda entonces un manto de terciopelo en el paladar, que es donde salta la magia de un buen ibérico de bellota. Piensa que se trata de un producto alimentado por los cuatro poderes: tierra, que le da vida; agua, que alimenta su alma; fuego, que le da calor para su curación; aire, que le exime de pecado y le da lo necesario para que se cure". Sonríe, místico, conocedor de su poder persuasivo.
Su personal me ofrece algo de beber y, ya llegados al éxtasis culinario, humildemente le pregunto si no es pecado combinar el salado aterciopelado de esta pata de 300 € con el café con leche. "Yo soy español, católico, practicante y del Atleti, pero eso no es pecado. Una buena barra de jamón por la mañana con un cafelito es un manjar. Esto se toma con lo que a uno más le apetezca".
Mientras termina la frase, acaba de decorar el plato con unos trozos de jamón dispuestos en una perfecta espiral, como la de un suculento ammonite. "¿Ves el veteado blanco? Son bolsas de grasa, tiroxinas cristalizadas debido al envejecimiento en bodega, gran síntoma de calidad que refleja que la curación ha sido natural".
Del convento a la Casa Blanca
Sentados ya en la terraza de su local, Florencio Sanchidrián desvela que él es de El Fresno, Ávila, que antes de dedicarse a cortar jamón para la jet set tenía varios locales, entre ellos el abulense El Rincón de Jabugo, y que su pasión por el ibérico responde a que siempre ha pensado que España no ha sabido vender bien sus productos al exterior. "De hecho, el futuro del ibérico pasa por el envasado al vacío. No podemos enviar jamones a un tipo en la otra parte del mundo que no sabe cómo cortarlo –siempre a favor de la fibra, nunca a contrapelo– o que lo mete en un congelador". Y recuerda: "El jamón nunca debe estar a menos de 24 grados".
¿Cómo ha acabado este hombre, escritor en potencia como todo prestidigitador de la palabra, dedicando su vida a este peculiar oficio? Aún joven, a finales de los ochenta, sabedor de la "falta de cultura" que había en torno al jamón, se dispuso a convertirse en su paladín. Practicó y estudió hasta la extenuación, y hasta llegó a encerrarse durante once días en un convento de monjas en Santander con cinco patas de jamón. "Cortaba varias horas al día, escribía lo que me transmitía el jamón y sólo me alimentaba del ibérico y de agua. Perdí dos kilos. Fue el fin de una historia y el comienzo de una vida".
Tras su paso por el monasterio, ofreció sus servicios a José Luis Ruiz Solaguren, fundador del legendario grupo de restauración José Luis, pero este se negaba a pagarle lo que pedía. "Él pensaba que era desproporcionado", se ríe. Ya corría el año 1996 y había hecho sus primeros pinitos como cortador. Entre ellos, en la Expo de Sevilla del 92. Para demostrar al magnate que era un genio del jamón, le ofreció presentarse gratis en uno de sus eventos. José Luis aceptó. Al acabar, el empresario se le acercó y le espetó: "¡Has sido el anfitrión! Mañana se inaugura un coche en el Campo de las Naciones. Ven. Te voy a pagar lo que pides, porque lo vales. Y, por la noche, te vienes a cortar al Teatro Real".
Sanchidrián aceptó el improvisado encargo y aquella misma noche conoció al rey Juan Carlos I en persona, quien le reconoció su talento. Tras colaborar en varios eventos de la Fórmula 1 bajo el ala de Emilio Botín, su popularidad se disparó hasta el punto de llegar a ser requerido para cortar jamón a Robert De Niro, Robert Redford, Sylvester Stallone, los Beckham, Richard Gere y Al Pacino; fue el encargado de lonchear el jamón ibérico en el cumpleaños de Angelina Jolie y consiguió que Mick Jagger lo probara en el Bernabéu; ha sacado los cuchillos para Barack Obama, George Bush, Tony Blair, Silvio Berlusconi y Xi Jinping; ha empuñado el filo en algunas galas de los premios Óscar, en la Zarzuela, en la Casa Blanca, en el Kremlin; hace sólo unos días, como luce con orgullo en su cuenta de Instagram, estuvo con Felipe VI. No en vano el diario The New York Times lo nombró 'la estrella del rock del jamón'.
"Hay tantas historias que no puedo contar...", confiesa, mordiéndose la lengua. Sin embargo, aunque ha seducido con su arte a todo tipo de personalidades de la élite mundial, son tres los momentos que más lo han marcado en su carrera profesional. Uno de ellos lo vivió con Juan Pablo II en 2003. "Vino a Cuatro Vientos y la Niña Pastori le cantó el Ave María. Esa fue la única vez que casi me quedo sin conocimiento. Le cogí la mano al Papa para besársela y se me entumecieron los pies, me llegó una cosa a la cabeza y me eché a llorar. Es como si fuese Dios".
Sanchidrián tiene ya una copa de vino entre las manos. Recuerda emocionado la siguiente anécdota. "Mira que he conocido a gente, pero nunca he pedido un autógrafo a nadie. Salvo una vez. ¿Adivinas a quién? Fue en los noventa y era español". Sigo el juego y comienzo a lanzar nombres. Fernando Fernán-Gómez. No. Bertín Osborne. No. Berlanga. No. "Venga, te lo digo... ¡A Camarón de la Isla! Si es que llevo el flamenco en la sangre". Ríe, da un trago a su copa de Luis Millán y confiesa que uno de sus sitios favoritos es, precisamente, El Corral de la Morería, donde hace unos días fue a ver un espectáculo de Eduardo Guerrero.
Sin embargo, el momento más especial de toda su carrera no lo vivió ni con el Santo Padre ni con el cantaor sanfernandino, sino en un comedor social: "Me propuse elegir el mejor jamón para cortárselo a gente necesitada, pero a condición de no hacer nada de publicidad. Exigí que no fuesen medios. Estuve una hora eligiendo la mejor pieza y fui a cortarla, desinteresadamente. Estuve llorando todo el rato". Mientras lo recuerda, empiezan a asomarle lágrimas en los ojos. "Ha sido uno de los momentos más especiales de mi carrera. Cortar para los once tíos más ricos de Singapur en el Orient Express no me dice nada, pero para los pobres... fue emocionante".
La conversación queda cortada abruptamente por una llamada telefónica. Resulta que, después de la visita de los eruditos de Harvard, Sanchidrián viajará para hacer una cata en un crucero por el Danubio. "Viajo constantemente. Te puedes imaginar que he pisado los cinco continentes. Aunque ahora corto cada vez menos, delego en mi equipo. Eso no impide que todas las semanas, al menos una vez, tenga que ir a hacerme la manicura. ¡Mira estas manos! Impolutas. Trabajo con ellas, claro. Oye, ¿no irás a dejar esos trozos de jamón? Cuando los mezclas con este vino, es como si los sabores hicieran el amor".
Entonces saca de debajo de la mesa unos papeles escritos de su puño y letra. "¿Te importa?", pregunta mientras los mueve entre las manos, pasando las hojas. "En absoluto", respondo, curioso. Comienza a leerlos, recitándolos con voz entregada, poética, mientras mira intensamente a los ojos para comprobar la reacción. En cada palabra que declama se hallan un recuerdo proustiano, un verso de amor que rinde homenaje a las texturas y los sabores del jamón, a los 'duendes' que cantan a los insondables misterios del corazón."Tiene usted que escribir un libro", le digo. "Justo después de Navidad me quiero poner con ello", asegura.
Nos levantamos y se despide con un fuerte y amistoso abrazo. "A lo mejor la semana que viene me da por ir a la sierra de Cazorla, con cuatro o cinco patas, e investigo cortándolas a las dos de la tarde, a 28 grados, luego a la puesta de sol, con cuatro o cinco menos, y escribo lo que me ofrezcan. Y luego lo que quiero hacer es levantarme a las dos de la madrugada, con la luna llena, y poner una en el porche, con buena luz. ¿Sabes por qué? Porque en ese momento es cuando el jamón comienza a hablarme".