Nada ni nadie podrá impedir que un ser humano, curioso y algo neurótico, haga el siguiente experimento: se haga con un ejemplar de la Historia de mi vida del injustamente calumniado Giacomo Casanova, elija cualquiera de sus miles de páginas, se sumerja en su prosa —flexible y precisa—, deje que su imaginación lo lleve a las situaciones más morbosas, divertidas o profundas que le transmite esa prosa, y luego observe sus efectos...

...Si ese lector no es ni supersticioso, ni mojigato, ni misógino, ni fanático, ni refractario a la inteligencia, ni alérgico al placer —si es, por ende, razonable, si está abierto a los placeres, si siente curiosidad por sus semejantes; si es tolerante, filosófico, biófilo— experimentará, en cuanto se deslice por sus páginas, alegría y una sensación de ligereza comparables a las que se experimentan cuando la mente y el cuerpo están en presencia de un campo magnético benéfico.

Sus sentidos sentirán un ligero chispazo. Su lucidez y vivacidad se multiplicarán por diez. Sus pensamientos viajarán más rápido y más lejos, como si una misteriosa brisa los hubiese aireado. Y ese lector se dará cuenta, de repente, de que estar vivo es delicioso. Disfrutará despertándose, durmiendo, comiendo, acariciando, pensando, observando, comprendiendo...

Este milagro, accesible a todo el mundo, se lo debemos a un veneciano de lo más admirable, aunque, a menudo, nos lo hayan presentado como un títere o un fornicador en serie. Se llama Giacomo Casanova. Escribe en francés. Vivió 74 años (1725-1798). En Dux (hoy Duchcov, en Bohemia), hay una placa conmemorativa que lleva su nombre. Sin embargo, es imposible encontrar su tumba. Es cierto que a Giacomo, nómada impenitente, no le hubiera gustado ni un ápice, ni siquiera a título póstumo, que le asignaran un domicilio único y estable.

¿Qué sabemos de él?

Lo que tuvo a bien contarnos cuando, como el propio Homero, se puso a escribir su priápica Ilíada para revivir, de la mano de la memoria, sus riquísimas horas vividas. A su vez eclesiástico, violinista, financiero, cabalista, espía, francmasón, matemático, químico, novelista, bibliotecario, políglota y famoso charlatán, Giacomo Casanova empuñó la pluma ya entrado en años, con el fin de que todos pudieran sacar algo de provecho de su forma de ser.

Para que surja un individuo así se necesita un clima espiritual templado (ni mucha represión ni mucha liberación)

Sin hacer proselitismo, nos legó tantos secretos que pueden reciclarse a través del tiempo que, en un panteón bien diseñado (en el que los héroes estuvieran clasificados según el grado de felicidad que alcanzaron en vida...), nuestro estimado Giacomo ocuparía, sin duda, un lugar de honor. Abramos, pues, al azar, este enigmático libro, sobre el que el príncipe de la Ligne, cuyos efectos comprobó en primera persona, dijo: "Un tercio me ha hecho reír, un tercio me ha endurecido, un tercio me ha hecho pensar". Juzguemos con las pruebas delante:

¿Dónde estamos?

Por todos los rincones de Europa: de Viena a Nápoles o Madrid; de París a San Petersburgo, pasando por Padua, Londres... y, por supuesto, Venecia.

¿Con quién?

En el elenco: campesinos y doncellas, duquesas, eruditos, inquisidores, jesuitas... En primer plano: Voltaire, Rousseau, Mozart, la emperatriz de Rusia, Crébillon padre, Luis XV, Federico de Prusia, Cagliostro, Lorenzo Da PonteCasa le echó una mano con el libreto de Don Giovanni, donde Leporello (acto II, escena 10) casanovea libremente—. Sin olvidar al cardenal de Bernis que, como cómplice suyo veneciano, sabía "mimar el amor" (recuérdese aquí un célebre episodio, tórrido y perverso, con este último en compañía de dos monjas en un casino del Gran Canal...).

Entre bambalinas: el triunfo de la Ilustración, las grandes óperas, la Contrarreforma, el Barroco, la Regencia, la dulce vida antes de la Revolución. ¿Podría haber nacido Casanova un siglo después? No. ¿Un siglo antes? Como máximo. Para que surja un individuo como él se necesita un clima espiritual templado (ni demasiada represiónni demasiada liberación).

Por eso, la Providencia quiso que naciera un 2 de abril en los pasillos de un teatro veneciano, donde su madre, Zanetta Farussi, era la encantadora prima donna. Se dice que unas extrañas hemorragias nasales lo asediaron en sus primeros años de vida antes de que una bruja de Murano lo curara con ungüentos y magias varias. Ese fue el primer regalo que le tuvo que agradecer a las mujeres. Habrá más...

Imagen de la película 'Casanova, su último amor'.

Cincelado como un Hércules (medía 1,87 m), a sus anchas tanto en los tugurios como en la corte, siempre quiere figurar en los lugares adecuados y se da un patronímico respetable: caballero de Seingalt. Es elegante y gentil, lleva joyas cuando es rico y se conforma con nada cuando la fortuna se le escapa de entre las manos. Es inmune al remordimiento, la angustia, la moral pública, las pasiones tristes. El príncipe de Ligne lo describe así: "Aventuros (uno de sus apodos) sería un hombre muy apuesto si no fuera feo", al tiempo que señala que "se envolvía con frases enigmáticas", que se encontrarán, sin modificación alguna, en el libro que vivió antes de escribir. Por ejemplo: "Como parte del universo que soy, le hablo al aire…".

Entonces, ¿qué es lo que le fascina a este falso caballero? Todo. Pero un todo concreto, despojado de creencias, y en relación con la singularidad de su cuerpo que arde y se desborda. Ese cuerpo es su casa, siempre nueva, su Casa Nova, en la que se siente al abrigo de todo. Desde el principio, el joven Giacomo celebra sus estados de ánimo, sus fiebres, sus excesos, su sudor, su sangre, su piel. Come con apetito —su dieta: caza, vulva de raya, hígado de anguila, ostras, jengibre, chocolate, champán—, al mismo tiempo que paladea sus pensamientos y palabras que, surgidas de un encantamiento perpetuo, le dan una superioridad inmediata sobre los demás.

Una noche, la Pompadour siente curiosidad por sus orígenes venecianos: "Ah, ¿así que vienes de allí abajo...?". Él responde: "No, señora, de allí arriba..."

A los 16 años, tras recibir la tonsura y las cuatro órdenes menores, pronunció su primer sermón sobre la ingratitud. Poco después, tras cumplir un centenar de misiones de lo más turbias y convertirse en hijo adoptivo de un senador muy sibarita, se jactó de haber dominado la famosa "llave menor de Salomón", grimorio capaz de curar todos los males.

Se le veía a menudo en Venecia, donde desarrolla un excéntrico proceso para teñir la seda. Pero también tras la estela de Catalina II, a la que sugirió —con suma elegancia— acompasar el calendario ruso al gregoriano. Después, en París, donde se inventó, gracias a Bernis, una lotería real pensada para sanear las finanzas francesas. Siempre estaba en movimiento. Médico en Bolonia, especialista en minerales en Curlandia, autor de un tratado sobre la duplicación del hexaedro y del cubo, también supo ser un hábil cortesano y le regaló a Luis XV una virgen llamada Morphyse. A veces dice ser piadoso. A veces, apunta que la comunión cristiana transforma a Dios en materia fecal. En todas partes, entretiene, observa, encandila, embauca a los vanidosos, alivia a los codiciosos, estafa a los ingenuos... consigue convencer a la marquesa de Urfé de que, si le paga un buen dinero, la hará renacer con cuerpo de hombre...

¿Su moral?

Ausente. Pero sigue siendo fiel a la "Ciudad de los Dogos", ese punto fijo de su geografía mental. Una noche, la Pompadour siente curiosidad por sus orígenes venecianos: "Ah, ¿así que vienes de allí abajo...?", le pregunta. A lo que él responde: "No, señora, de allí arriba...". Esas frescas son las de un aventurero más en una época en la que no faltaban hombres como él —sus contemporáneos: Law, el conde de Saint-Germain, el Caballero de Éon, sin olvidar a Bonaparte, "el genio de todos estos talentos"—; y hubiera sido uno más si, en aras de la paradoja, no hubiera metido a Dios en la ecuación.

De hecho, uno de sus lemas era sequere Deum; hizo al Altísimo el testigo constante de su hermosa vida, y se aseguró de que sus placeres le honraran en toda circunstancia. Especialmente cuando conoce a una mujer deseable y se entrega a adorarla de la mejor manera posible.

Retrato de Madame de Pompadour por Francois Boucher.

¿Las mujeres?

Su gran ocupación, sin duda. Al parecer, estuvo con 122, lo que, para una vida sexual de medio siglo, supone una media muy inferior a la del picaflor medio. La mayoría le proporcionó placer; algunas, enfermedades; otras, penas.

Se llamaban Henriette (su gran amor), Leonilda (tal vez su hija), Clementine o Donna Lucrézia, Hélène o La Dubois.

Algunas son virtuosas, otras, de baja estofa.

En general, le agradecían que las hubiera seducido tan deliciosamente, que las hubiera poseído tan atentamente y que las hubiera dejado tan cortésmente.

Porque, con Casa, no había compulsión, ni tortura, ni deriva hacia el erotismo sulfuroso y —al final— demasiado místico de alguien como el Marqués de Sade.

Tampoco tiene nada que ver con el turbio Don Juan que, con sus mile e tre conquistas desafía al infierno, a la ley o a Dios.

Giacomo, en cambio, opta por los placeres compartidos sin transgresiones: "El placer que les he dado a mis amigas ha constituido tres cuartas partes del mío…".

¿Su secreto?

Él siempre es sincero. Y las mujeres lo notan: queda fuera de todo planteamiento convertir a este Cupido en un marido, él solo puede dar lo que tiene. Como resultado, su nomadismo sexual desprende un halo fresco, inocente y tierno.

La Historia de mi vida, además, termina con esa misma palabra, "tierno".

En una época en la que Rousseau inventó el sentimentalismo y Goethe la melancolía, Casanova pone las cosas en su sitio (terrestre). Pide a sus compañeras que conversen bien, y nada le excita más que comentar a Ariosto o a Fontenelle con una mujer hermosa. En sus asuntos, nada de Romeo y Julieta, ni Tristán e Isolda, pues sabe que los sentimientos elevados producen tormento. ¿Acaso amaba? ¿Le gustaba gustar? No lo tengo claro. En cualquier caso, nunca el superyó se interpuso en su "voluntad de alegría".

Algunas escenas, elegidas al azar:

- En un carruaje, camino de Sorrento, mientras retumban los truenos de una tormenta, prueba suerte con una dama cuyo marido se ha quedado dormido. "¿Cómo se atreve a desafiar al rayo con semejante villanía?", le pregunta ella. Y él responde: "Tengo la aprobación del rayo".

- Encerrado en la prisión de los Plomos, en Venecia, se deja crecer una uña, se la recorta, se hace una pluma con ella y la sumerge en una mezcla de moras trituradas para escribir un poema sobre la belleza del cielo. Casanova utiliza la escritura como escalera para escapar. Y lo conseguirá. La escalera de Giacomo, la escalera de Jacob...

- En Londres, se enamora de una prostituta, conocida como la Charpillon. Es taimada, se burla de él, lo arruina, lo engaña. Es la primera vez que una mujer le trata de semejante manera, pero no se enfada por experimentar una pena que "invita a que entre la luz en habitaciones desconocidas de su casa". Casa, de hecho, quiere saberlo todo sobre sí mismo. El episodio de la Charpillon inspirará La mujer y el pelele de Pierre Louÿs.

- Bellino le intriga. ¿Es un muchacho? ¿Es una muchacha? En Venecia, todo se confunde. ¿Podría Casanova ser gay? Los freudianos están al acecho, como Don Juan. Por desgracia para ellos, Bellino no era más que una joven disfrazada de hombre. Casanova se acercó a un diagnóstico que habría explicado su gusto por la felicidad mediante alguna desviación clínicamente identificable...

- En Dux, hacia el final, se resume: "Mi materia es mi vida, mi vida es mi materia...".

Una sola brecha en su sistema: la vejez, que es una prisión más temible que la de los Plomos, ya que de ahí nadie escapa. Y esta vejez termina por apoderarse de él, junto con la indigencia y la soledad. Ahora tiene que pagar por las mujeres, pero es un círculo vicioso, ya que gracias a ellas amasó antaño su fortuna.

Finalmente, el Conde Waldstein lo acoge, en Dux, y lo contrata como bibliotecario. Allí el servicio, que nada sabe de quién era, no deja de hostigarlo, aunque la elocuencia de su conversación hace que lo admitan en la mesa de los señores. Nacido de la nada, tiene que luchar, una vez más, en dos frentes: contra la arrogancia de la nobleza y contra la agresividad del pueblo. Fue en aquella época cuando se decidió a escribir su gran obra. El hombre que era solo movimiento se convierte en un recuerdo. Y logra la gran hazaña de volver a vivir su vida por segunda vez.

Normalmente, en Occidente, hay que elegir: o el arte o la vida.

Mil frases

Por un lado, Proust, Kafka, Flaubert. Por otro, las personas que viven su vida sin dejar ningún rastro una vez que se han esfumado de la faz de la Tierra.

Con Casanova, ese esquema se va al traste. No solo gozó mucho en vida, sino que también se convirtió en un gran escritor.

Como si el propio Charles Haas, modelo del Swann proustiano, hubiera escrito En busca del tiempo perdido.

Grabado de 1872 de "El libertino Giacomo Casanova y la señorita Bassi", una ilustración de "Historia de mi vida".

Lo maravilloso de Historia de mi vida —cuya redacción comienza en 1789, haciéndose eco de la Revolución francesa— es que Casanova cuenta su historia en presente. Como un novelista que tiene curiosidad por saber qué va a pasar en el siguiente capítulo. Este aficionado encuentra de antemano la fórmula adecuada, la metáfora correcta, el ritmo que mejor encaja. Más que nada, su capacidad de ser feliz es lo que inyecta una atmósfera de entusiasmo y magia en la obra. Las posibilidades se multiplican, las partidas de whist marchan bien, los enemigos son derrotados, las puertas se abren, uno puede escapar por el cielo aferrado a las alas de la razón triunfante.

En el ocaso de su vida, Casanova reconoce, finalmente, que la muerte se acerca "como un monstruo que quiere ahuyentar del gran teatro a un espectador atento, antes de que termine una obra en la que está sumamente interesado".

Afirman que al morir, supuestamente pronunció: "He vivido como filósofo y muero como cristiano"

El príncipe de Ligne afirma que su querido amigo, al morir, supuestamente pronunció estas últimas palabras: "He vivido como filósofo y muero como cristiano".

¿Será cierto o no?

Ligne no estaba junto a su lecho de muerte aquel día.

Aparte de esta, en su singular obra biográfica, se encontrarán mil frases más acordes con el temperamento de Casanova.

Aquí dejo dos que podrían haber servido para el último aliento del caballero de Seingalt:

"Nada podrá evitar que me haya divertido".

O, mejor aún:

"Se necesita valor para ser feliz".

*** Jean-Paul Enthoven es editor, crítico literario y novelista

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