Naqueeb se ciñe su salwar por encima del ombligo en un movimiento que adorna con un giro de cintura. Lo hace sin complejos. No le importa llamar la atención de los clientes alojados en el mejor hotel de Peshawar (Pakistán). Es un gesto muy suyo. También lo es guiñar el ojo izquierdo o forzar hacia un lado su labio inferior y desplazar los pocos pelos de su barba negra. No sé si esos tics nerviosos los trajo de Afganistán o los desarrolló en Pakistán después de huir del horror talibán. Tiene ojos de rapaz, pero mirada esquiva. Un tipo listo, muy listo.
Es noviembre de 2001. Me alojo en el Pearl Intercontinental de Peshawar y busco un fíxer [guía y facilitador local] que me ayude a sortear el mítico Khyber Pass y cruzar la frontera entre Pakistán y Afganistán. Naqueeb es mi hombre. Chapurrea inglés, suficiente para entendernos. Todo el mundo le conoce y conoce a todo el mundo. Yo quiero ir a Jalalabad (Afganistán) y él también. Nos contratamos mutuamente.
Es mi primer viaje a Pakistán. Agenda de contactos muy corta, apenas los teléfonos que me acaban de pasar Isabel Hormaeche y Rosa Calaf. Naqueeb me recomienda que me olvide de la agenda, que él sabe dónde se está cociendo el viaje que terminará con todos nosotros en Afganistán. Le acompaño por los pasillos del hotel y entramos en una sala con muchos afganos y un puñado de periodistas italianos. Me acerco a Mimmo Càndito, de La Stampa. Negocio con él para que estampe mi nombre y los de los cámaras José Manuel Frean y Juan Antonio Barroso en la primera hoja de un cuaderno ajado, de tapas azules.
Respetamos el ritual de los reporteros: repasar los últimos destinos y recordar la última vez que nos encontramos.
Siguen entrando periodistas. Pasada una hora, la lista de embarque para Afganistán ocupa varios folios. Los mujaidines le exigen a Mimmo que deje de apuntar, que no queda sitio para nadie más en el convoy. Y en eso entra en la sala un tipo bien vestido y andar taciturno. Como siempre, parece amasar un pensamiento que solo él conoce. Ve la lista y se lanza a por Mimmo Càndito. Le cuchichea algo en un perfecto italiano y, ya sí, se me abalanza: "Qué gusto verte por aquí, Pepe". Respetamos el ritual de los reporteros: repasar los últimos destinos y recordar la última vez que nos encontramos. Cuando salimos de la sala le pido a Mimmo que me muestre la lista. En el primer folio, junto a nuestros nombres, leo "Julio Fuentes, Spain".
Apenas unos días después leímos esas mismas tres palabras en los listones de madera de su ataúd.
Entrar los primeros
La familia Haq es la más poderosa de Jalalabad. No ha pactado con los talibanes y le ha tocado vivir una temporada en el exilio paquistaní. Naqueeb me cuenta que hace un par de días los Haq han enviado a Afganistán a unos 300 guerrilleros a bordo de todoterrenos para confirmar si los talibanes y, sobre todo, Osama bin Laden han huido a las montañas. Se acerca Julio Fuentes y nos confirma que todo lo que cuenta Naqueeb es cierto, que se lo acaban de filtrar en la casa de los Haq en Peshawar.
- ¿De dónde has sacado este fíxer? Es muy bueno
- Ni se te ocurra hacerle una oferta…
En las siguientes semanas, Naqueeb recibirá muchas ofertas (ninguna de Julio, claro). Y siempre me las susurrará desplazando su labio hacia la izquierda mientras mesará su barba. "Está bien, te pagaremos algo más, pero es la última subida". Naqueeb sonreirá y alzará satisfecho su salwar por encima del ombligo.
Diez de la mañana del 16 de noviembre de 2001. Una decena de autocares están aparcados frente a la mansión de los Haq en Peshawar. Todos los periodistas de la lista y algunos más nos plantamos en la entrada. Negociaciones cruzadas. Nervios. Nadie tiene garantizado su asiento. Mientras algunos hombres de Haq preparan torpemente el operativo de seguridad, los poderosos servicios secretos paquistaníes exigen que nuestras embajadas certifiquen que somos reporteros. Dicho de otro modo, que confirmen que no somos espías. Más nervios. Julio es el encargado de llamar a la embajadora española.
Naqueeb corretea de un lado a otro empapándose de rumores. Con el tiempo aprendí a acercarme a la realidad afgana a base de sumar y restar rumores.
Abro paréntesis para saltar en el tiempo a un mes después. Una mañana soleada de diciembre, como todas las de Jalalabad, Naqueeb irrumpe en mi habitación. "Spanish police has detained Osama bin Laden". Lo dice con tal seguridad que por dos segundos me planteo cómo ha podido ser. Le pido detalles. "Vengo del palacio del Gobernador, me han mostrado una foto. Se ve a la policía española con Bin Laden detenido. El gobernador en persona me ha confirmado que es cierto". "¿El gobernador?" Llamo a Madrid. "¿Qué dices, estás loco?", pero leen un teletipo confuso y apresurado que parece confirmar esa irreal detención. Le digo a Naqueeb que se olvide, que es imposible. "Trust me, Antonio. Look at this" y me muestra una fotografía. Dos guardias civiles de la España franquista esposan a un supuesto Osama bin Laden que por obra de Photoshop oculta el verdadero rostro del detenido: Eleuterio Sánchez, el Lute. Ahora a esa grosera manipulación fotográfica se le llama meme y a propagar una mentira fake news.
"Afganistán es nuestro"
Cierro paréntesis y regresamos al 16 de noviembre a la casa de los Haq. Han pasado más de seis horas y por fin un grupo de guerrilleros nos embarcan en esos viejos autocares casi a golpe de culatazo. Nos tratan como a delincuentes, pero estamos felices. Vemos a los cabecillas del clan Haq abordar lujosos 4x4. Poder y dinero, el sello de la familia. Preferimos no recordarles que todo lo que tienen proviene del cultivo y el tráfico de opio y también de las abultadas tasas que imponen a los transportistas que cruzan su territorio, especialmente el paso de Torjam. Hacia allá vamos.
La carretera del Khyber Pass dibuja curvas imposibles para adaptarse a un terreno escarpado. Es zona militarizada. No se puede parar. Desde que la serpenteó Alejandro Magno, todos los ejércitos de Asia o Europa la han utilizado para atacar o replegarse. Silencio catedralicio en el autocar. Los periodistas, absortos por la Historia. Los mujaidines, respetuosos para no provocar a los militares paquistaníes. Naqueeb, ansioso.
En 2001, Torjam era un pueblo del far west. Casuchas a cada lado de la carretera con vendedores ambulantes y negocios destartalados. Los vecinos nos reciben con más curiosidad que festejo. En el autocar se desatan todos los nervios anudados en el estómago. Los mujaidines de la familia Haq asoman sus kalashnikov por las ventanillas y vacían sus cargadores. Naqueeb, exultante, grita y baila. Se abraza con todos hasta que un guerrillero le propina una bofetada y deja las cosas en su sitio. El nuevo Afganistán es nuestro, le parecen decir.
Llegamos a Jalalabad. "¿Te das cuenta, Pepe? Ya estamos en Afganistán. Hemos sido los primeros en entrar en Jalalabad". Para Julio, el ranking tiene mucho valor. Por eso le gusta viajar siempre en el primer vehículo. Por desgracia.
Todas las ciudades recién liberadas presentan un aspecto irrepetible. Con el tiempo, la ilusión se derrumba y las promesas se evaporan, pero durante el día D la pasión se desborda y la felicidad se huele. De Jalalabad acaban de huir despavoridos los talibanes. También Osama bin Laden que encuentra refugio en cuevas no muy lejanas de la cordillera de Tora Bora. Los afganos disfrutan del caos. Queman gasolina en coches con la música a todo volumen. Las niñas pasean en grupos con miradas aún temerosas.
Para Julio, el ranking tiene mucho valor. Por eso le gusta viajara siempre en el primer vehículo. Por desgracia.
El primer recuerdo que guardo es el de una panadería angosta en la que un tullido sentado en el suelo reparte tortas de pan a cambio de un puñado de afganis utilizando los dedos pulgar e índice de su pie ennegrecido. El pan está delicioso. Ayuda mucho la botellita de aceite de oliva virgen que me acompaña a todos los viajes.
Reparto de un país
Primera parada, el palacio del Gobernador. Los jefes de tribu pastunes plantan sus posaderas en un enorme salón del palacio. Piernas cruzadas, barbas teñidas, miradas desconfiadas... Un espectáculo típicamente afgano. El juego es sencillo: se van a repartir el poder y las cartas ya están echadas. Así se escribe la historia de Afganistán. El elegido sólo puede ser el hadji Abdul Qadir, antiguo gobernador y hermano del asesinado Abdul Haq. El tiempo confirmará la marca de muerte que persigue a los Haq. Apenas ocho meses después, siendo ya vicepresidente del país, el hadji Abdul Qadir morirá acribillado por decenas de balas en una calle de Kabul.
Segunda parada, el hotel Spin Gahr. Cuando llegamos no queda una sola habitación. Naqueeb se alza el salwar y negocia con el gerente. Por los gritos y los gestos parece que se odian, pero solo negocian. Al final, nos ofrecen una vieja nave recién liberada por una cuadrilla de talibanes poco higiénicos. Da igual. No hay tiempo para discutir.
Y así nos topamos con la dura realidad del reportero. La mejor historia requiere siempre de la complicidad de la técnica. Julio Fuentes, Enrique Serbeto y algunos más prueban a enviar sus crónicas con el teléfono satelital Thuraya. Nosotros ensayamos por primera vez un sistema para entrar en directo por televisión con señal telefónica. Muchos intentos. Casi todos fracasan.
Termina un día glorioso y agotador. Naqueeb se retira a su casa a reencontrarse con la familia. Julio y yo salimos a pasear por Jalalabad. Ahora lo pienso y no logro entender qué nos lleva a querer "dar un paseo" por una ciudad sin ley, rodeada de talibanes deseosos de venganza y en la que se escuchan continuamente ráfagas de kalashnikov. Le vacilo. Me coloco en su lado malo, por el que apenas escucha. Se cabrea. Nos reímos. Necesitamos soltar toda la tensión del viaje.
Pollo con arroz
Noche del 18 de noviembre de 2001. Cenamos con los compañeros de TV3. Esa noche toca arroz y pollo. Otros días toca pollo con arroz. Aparece Julio abrazado a su ordenador. Adivino que quiere que nos interesemos por la historia que acaba de escribir y que se atisba en la pantalla de su ordenador. Me resisto y le advierto que no pienso preguntarle. Sonríe seguro de sí mismo. Tiene un historión. Acaba de enviar a Madrid la que será su última crónica: 'Un laboratorio de Al Qaeda en el que se almacenan toneladas de gas sarín'.
Han pasado 20 años y no he vuelto a hacer un viaje tan apasionante como aquel de Afganistán. Y he hecho muchos. Durante esos días en Jalalabad visitamos prisiones con talibanes hacinados; campos de entrenamiento; laboratorios de armas químicas; incluso llegué a entrar en el dormitorio de Osama bin Laden en su casa de Jalalabad.
Han pasado 20 años y no he vuelto a hacer un viaje tan apasionante como aquel de Afganistán.
Y todo lo hicimos sin nadie que nos controlara. Periodismo puro, sin las trabas del poder. Los talibanes huían sin mirar atrás, los nuevos poderosos bastante tenían con repartirse los sillones y las armas y las tropas internacionales todavía no se planteaban pisar tierra afgana. Y allí estábamos nosotros, viajando sin checkpoints pero expuestos a riesgos continuos. Y lo peor, sin una sola fuente oficial que nos confirmara lo que no veíamos con nuestros ojos.
Es 19 de noviembre. Lunes. Día soleado. Otro más. A primera hora de la mañana sale del Spin Gahr una caravana con periodistas rumbo a Kabul. Viajan los de TV3 y Julio Fuentes. A media mañana, escribo una crónica con el rodaje de la prisión de Jebá: una nave alargada con el techo de uralita agujereado por las balas de los kalashnikov por el que se filtran rayos de luz que iluminan las caras amenazantes de los talibanes. La imagen de Frean es de Emmy.
Julio no regresa
Naqueeb entra sin llamar en mi habitación, algo bastante habitual entre los afganos. "Six journalists has been killed". "Repite Naqueeb". "Six journalists has been killed, Antonio". ¿Otro rumor? Toca desbrozar. Llamamos a Madrid. No saben nada. Hago más llamadas. Nada. Voy al palacio del Gobernador. Nada. De repente, se esfuma el encanto de informar sin tener que dar cuenta a los poderosos y sin fuentes fiables. No tengo manera de averiguar si lo que dice Naqueeb es cierto o no.
Todo se precipita. Los periodistas de TV3 llegan al Spin Gahr. Asustados. Temblorosos. "¿Habéis visto al de El Mundo?", me preguntan. Siguen llegando periodistas. Julio no regresa. Me cuentan lo que ha pasado: la caravana cruza un desfiladero, se escuchan tiros, los coches dan la vuelta... No todos. En ese momento tengo la certeza de que Julio ha sido asesinado, pero no pienso decirlo hasta no ver con mis propios ojos el cadáver. Naqueeb interpreta mi mirada. Sale corriendo en busca de más rumores afganos.
Pasan 20 horas de terror, de soledad, de vacío. Veinte larguísimas horas hasta que veo llegar una especie de ambulancia con cuatro cadáveres. Identifico a Julio por la ropa. Naqueeb, en un gesto que no le perdonaré jamás, descubre bruscamente su rostro del trapo que lo oculta. Es Julio, no hay duda. Regreso al lugar en el que he dejado el teléfono satelital para llamar a Mónica, su esposa. Compruebo que entre el barullo alguien nos lo ha birlado. Naqueeb sonríe. No le entiendo. Estoy destrozado y él sonríe. En el fondo, para los afganos la muerte no es para tanto.
Naqueeb sonríe. No le entiendo. Estoy destrozado y él sonríe. En el fondo, para los afganos la muerte no es para tanto.
Muchos periodistas deciden replegarse a Pakistán. Frean, Barroso y yo nos quedamos en Jalalabad. Días tristes hasta que aparece una nueva remesa de enviados especiales. Llegan David Jiménez, Ricardo Ortega o Juan Pedro Velázquez-Gaztelu, el Viri (inolvidables sus sartas de chorizo). Y así pasamos las semanas imaginando, entre cañonazo y cañonazo, que algún día nos vamos a topar con Osama bin Laden en las montañas de Tora Bora.
Una placa
Un día, a veces pasa, arriesgamos más de la cuenta. Cruzamos el límite junto al equipo de Antena 3, con Ricardo Ortega. Nos confiamos. Los musulmanes celebran el Aid, la fiesta del cordero, e imaginamos a los guerrilleros relajados y absortos. Es el momento de comprobar qué hay más allá de la montaña más alta. Enseguida nos localizan y Naqueeb me dice muy serio: "Si no quieres que os peguen dos tiros, déjame a mí". Se baja del coche y el comandante mujaidín le escupe una batería de insultos ininteligibles. Deduzco que Naqueeb le confiesa que toda la culpa es suya. Le llueven las bofetadas. Regresa al coche con la cara enrojecida, pero sonriente y con su característico guiño. Para los afganos, las bofetadas no son para tanto. Ese día entiendo que Naqueeb es único, irrepetible.
Naqueeb terminó por ser el más admirado de los fixer. Nunca nos defraudó. Alguien, en el hotel de Peshawar donde nos conocimos, me alertó contra él porque había oído que colaboró como espía con los talibanes y asesoró a corruptos señores de la guerra en el exilio. Pensé: si logro que no me venda es el tipo perfecto. Nunca me vendió. Siempre fue leal.
Postdata. Este viaje termina frente a la fachada del hotel Spin Gahr, en Jalalabad. Un grupo de periodistas coloca una placa con los nombres de los cuatro compañeros asesinados. Veinte años después, Luis Pérez y su equipo comprueban que esa placa, como las ilusiones y las esperanzas de muchos afganos, también se la llevó el viento. La cobertura ha terminado. Volvemos a casa, pero en este viaje de vuelta el Khyber Pass ya no nos parece tan mítico.
*José Antonio Guardiola ha sido corresponsal de guerra de TVE en varias zonas de conflicto. Ahora dirige el programa 'En Portada'.