El vuelo Doha - Islamabad no nos dio buenos presagios. Fue uno de los peores que recuerdo. El avión que debía trasladarnos de Qatar a Pakistán salió puntual, pero en la capital pakistaní aterrizamos con cinco horas de retraso. En medio, un aparato que no paró de sacudirse y un pasaje que no paró de gritar. La razón estaba fuera: una tormenta tras otra, lluvia, truenos, más gritos a bordo, y varios intentos de aproximación fallidos al aeropuerto internacional de Islamabad.
El viaje a Afganistán para cubrir el regreso al poder de los talibanes comenzaba de la peor manera posible: con un viaje nocturno infernal, en el que fue imposible descansar algo, sabiendo como sabíamos que ese mismo día tocaba otro trayecto largo y tedioso. Nos esperaban seis horas de carretera hasta el punto fronterizo de Torkham, y otras tantas (no teníamos ni idea de cuántas podrían ser, en función de los controles talibanes) hasta Kabul.
Lo previsto era aterrizar a las dos de la madrugada, dormir un par de horas en el hotel, gestionar un permiso en el Ministerio del Interior pakistaní, e iniciar un largo periplo hacia la capital del recién instaurado Emirato Islámico de Afganistán. El viaje por carretera era innegociable. El aeropuerto internacional Hamid Karzai seguía cerrado tras el caos que siguió a la retirada de las tropas estadounidenses el 31 de agosto de 2021. Eso era lo previsto. Pero la tormenta nos dio una bofetada de realidad. Aterrizamos a las siete de la mañana, fuimos al hotel, nos dimos una ducha y nos pusimos la misma ropa para no perder tiempo deshaciendo maletas.
A las nueve nos esperaba ya nuestro contacto pakistaní en el hall del hotel. Primera parada, una oficina lúgubre y triste en el Ministerio del Interior. Un par de cuadros torcidos, poca luz, mucha humedad y una hora y media de espera. Cuando llegó el funcionario de turno ya habíamos bebido y sudado un par de tazas de té. Con el permiso en mano nos repartimos en dos coches camino de la frontera. El equipaje, amontonado en un Toyota blanco; el equipo de TVE (José Luis de la Torre, Ignacio Villanueva y yo) en otro Toyota blanco. Hasta en eso fuimos poco originales. Hay decenas de miles de Toyotas blancos en Pakistán, y sobre todo en Afganistán.
"Ahmad iba a ser nuestros ojos en Afganistán, el encargado de salvar nuestro trasero día a día"
Antes de arrancar el coche sonó por primera vez el teléfono: "Fernando, everything ok?". Ahmad (nombre figurado de nuestro fixer afgano) esperaba ya al otro lado de la frontera preocupado por nuestro retraso. Ahmad es la única persona que me llama por mi segundo nombre. No se lo reprocho. El tipo que iba a ser nuestros ojos en Afganistán, el encargado de salvar nuestro trasero día tras día, podría llamarme como le viniera en gana. Entre otras cosas, porque a esas horas ya tenía en sus manos el documento que llevábamos días esperando: el permiso de entrada que nos había otorgado el nuevo Ministerio de Información talibán.
Arrancamos. Y mientras le contaba a Ahmad el motivo de nuestro retraso, el retrovisor del coche dibujaba el caos de una ciudad cada vez más lejana. Islamabad quedaba atrás, sus edificios se difuminaban entre los negros nubarrones que cubrían el cielo aquella mañana. Tres horas después, Peshawar emergía a nuestra izquierda. El caos, el bullicio, sus mercados callejeros, todo eso se esfumó en segundos, lo que tardó Farid, el conductor, en pisar el acelerador camino de la frontera.
Misma ruta, diferente historia
Veinte años después de que Julio Fuentes y otro grupo de periodistas españoles y extranjeros durmieran en Peshawar y se encaminaran hacia Torkham, otro grupo de periodistas, españoles y extranjeros, estábamos realizando el mismo trayecto. Pero la historia era radicalmente distinta. Julio y sus colegas estaban como locos por atravesar la frontera para contar la caída del régimen talibán; nosotros, para narrar el regreso al poder de los fundamentalistas.
Así de precipitada era la historia: dos décadas de intervención internacional y de gobiernos afganos (primero designados, luego elegidos) borradas de un plumazo. Veinte años de avances democráticos, de elecciones, de división de poderes, de ayuda ingente de ONGs y equipos de reconstrucción de varios países, de recuperación de derechos para las mujeres… pero también de una corrupción sangrante a todos los niveles, atropellados ahora por el avance atronador de los barbudos hasta su reconquista final del país.
"Everything ok, Fernando?". La segunda conversación con Ahmad fue según lo previsto, a la altura de Peshawar. Quedaría otra tercera antes de vernos las caras, justo al llegar a Torkham. Todavía no conocíamos a Ahmad, pero ya nos cuidaba como si fuéramos parte de su propia familia. Sí, un fixer no es sólo un tipo que conoce el terreno y te facilita contactos. En muchas zonas, sobre todo en las de conflicto, es casi un ángel de la guarda.
Faltaban todavía casi dos horas de carretera serpenteante, de subidas y bajadas, hasta llegar a la frontera. La fatiga acumulada la compensaba el paisaje. Porque lo que teníamos delante era el paso del Khyber, una carretera de montaña de algo más de mil metros de altura que conecta el valle de Peshawar con las proximidades de la frontera afgana.
Históricamente ha sido una importante ruta comercial entre Asia Central y el Sur de Asia. Pero ha sido sobre todo un importante objetivo militar por su ubicación estratégica: es la llave de entrada al punto fronterizo más importante entre Afganistán y Pakistán. Por allí han pasado griegos, persas, mongoles o británicos. Un militar británico lo definió así en 1919: "Cada piedra en el khyber ha sido empapada en sangre". No existe mejor retrato en diez palabras.
"El Khyber es tan salvaje como cuando Julio Fuentes pasó por allí, camino de la frontera"
Sus curvas descomunales, las subidas, las bajadas, el vértigo de verte entre enormes laderas, la proximidad del abismo que se abre a tus pies cuando estás en lo alto... El Khyber sigue siendo tan salvaje como cuando Julio Fuentes pasó por allí, camino de la frontera. Puede que en veinte años se hayan asfaltado más tramos de carretera. Pero la geografía sigue intacta, imperturbable al paso del tiempo. Imagino que entonces, como ahora, la señal más palpable de que estábamos a punto de tocar Afganistán eran las colas kilométricas de cientos de camiones de mercancías aparcados a un lado de la cuneta.
Como si nos hubiera sentido, Ahmad volvió a llamar. El teléfono sonó mientras nuestro conductor giraba el volante hacia la derecha. Cuando nos adentramos en aquel terraplén polvoriento que hacía de parking, fui yo quien contestó: "Yes, Ahmad, everything ok". Antes de abrir la puerta del coche ya había una veintena de paquistaníes con carretillas de madera dispuestos a llevar nuestro equipaje quinientos metros más allá, justo hasta el puesto pakistaní de la frontera. Y fue allí donde caímos en la cuenta de que el tiempo se nos echaba encima. Irremediablemente, se acababan las horas de luz con las que contábamos para llegar a Kabul.
Frontera: tedio y negocio
Los oficiales pakistaníes tienen un gesto inmutable. El bigote disimula cualquier atisbo de sonrisa en cada soldado de la frontera. No están para bromas. No hay nada que hacer en Torkham. Ese puesto fronterizo es un destino infumable, un castigo profesional. Tal vez por eso su mayor entretenimiento es chequear, una y otra vez, los documentos de un par de periodistas extranjeros que quieren cruzar por allí. Los trámites nos llevaron casi una hora.
Perdí la cuenta de las veces que ojearon nuestros pasaportes y los permisos que traíamos de Islamabad. Los ojos del oficial iban del pasaporte a ti, y de ti al pasaporte. Y vuelta a empezar. Como si el escáner estuviera en sus pupilas y no en la máquina relativamente moderna que tenía a su izquierda. Salimos bien parados. No pagamos mordida, como otros compañeros que más tarde pasaron por allí, "atracados" vilmente por aquel grupo de oficiales aburridos e imagino que mal pagados. Hay cosas que no cambian con el tiempo: las fronteras siguen siendo un negocio donde sacarse un buen sobresueldo.
Con su visto bueno definitivo cruzamos un largo pasillo que desemboca, formalmente, en el Emirato Islámico de Afganistán. Sabíamos que Ahmad estaba allí. Y temíamos que el papeleo afgano nos llevara otra hora. Nada más lejos de la realidad. Al final del pasillo había un joven que apenas superaba la veintena. Vestía un salwar kameez, el traje típico de los hombres afganos, camisa larguísima, por debajo de las rodillas, y pantalón holgado. Como complementos, unas chanclas de plástico negro y un Kalashnikov colgado del hombro izquierdo. Eso era todo.
Un joven al que, por edad, o por el poco tiempo que llevaban los talibanes en el poder, no le había crecido la barba. Imaginábamos que la recepción afgana nos la daría un temido grupo de barbudos armados hasta los dientes, pero quien chequeó nuestro permiso fue un joven imberbe. Tengo mis serias dudas de que supiera leer o escribir.
"La carretera desde Torkham a Kabul es una de las más peligrosas del mundo: lo era, sin duda, también el 19 de noviembre de 2001"
Junto al soldado, otro afgano sonriente. "Hi Fernando, definitely, everything is ok". Hoy día, Ahmad tiene muy pocas razones para sonreír, pero allí estaba, dándonos un achuchón tras haber mostrado el permiso de Kabul al muchacho de la frontera. La primera conversación con Ahmad estaba clara: cómo buscar un plan B. Caía la tarde. Buena parte del trayecto a Kabul habría que hacerlo de noche cerrada. Y la carretera desde Torkham a Kabul era cosa seria. Durante años fue una de las más peligrosas del mundo. Lo era, sin duda, el 19 de noviembre de 2001, cuando Julio Fuentes decidió salir de su hotel de Jalalabad camino de Kabul.
Los nuevos dueños de la ciudad
En el caos que siguió a la caída de la capital, no todos los talibanes se arrinconaron en Kandahar, el fortín histórico de los barbudos. En los veinte años siguientes no hubo tregua. Los secuestros, atracos y asesinatos seguían a la orden del día. Bajaron o subieron de intensidad según el número de tropas afganas y extranjeras desplegadas sobre esa ruta. Y ese despliegue decreció en los últimos años, cuando los talibanes se reforzaron y prepararon la reconquista del poder.
Para tranquilizarnos, Ahmnad nos confirmó que en el viaje de ida todo fue bien. De Kabul a Torkham no hubo demasiados problemas. Lo pararon en varios controles talibanes, pero siguió su curso cuando enseñó su documentación y el permiso para trabajar con nosotros. Eso sí, madrugó en Kabul para hacer las seis horas de viaje a plena luz del día. Y luz, precisamente, era lo que nos faltaba cuando pusimos el pie en el Emirato.
Así que de inmediato, el propio Ahmad tomó la iniciativa, llamó a un hotel de confianza en Jalalabad y reservó habitaciones para dormir. Avisamos a Madrid del cambio de planes. Decidimos rodar algo en ese punto de la frontera. Al principio, los guardias eran reacios. José Luis de la Torre apenas pudo tirar un par de planos. Hasta que Ahmad nos llamó a una esquina. El jefe de seguridad talibán quería charlar con nosotros. De aquel encuentro no pretendíamos sacar ningún reportaje, pero sí palpar directamente cómo podría ser la relación de los barbudos con la prensa extranjera.
"Lo que comenzó como un off the record terminó con el permiso de aquel jefe tribal para hacerle una entrevista"
Hablamos, tomamos el té rodeados por una docena de hombres armados hasta los dientes. Y lo que comenzó como un off the record terminó, tras una larga conversación, con el permiso de aquel jefe tribal para hacerle una entrevista y rodar sin problema en aquel punto de la frontera. Ya teníamos los ingredientes del primer reportaje. Así que recorrimos más tranquilos los cuarenta minutos que nos quedaban para llegar a Jalalabad. Y de repente se acabaron las prisas, los nervios, la premura por llegar a Kabul, la locura cotidiana de los reporteros en una cobertura de este tipo.
Aquella noche editaríamos y enviaríamos el primer reportaje. Kabul podría esperar. Ahmad jamás nos hubiera dejado emprender aquel viaje a ciegas, en plena noche.
Del hotel Speena Manei recuerdo su mar de alfombras y su patio interior. Un remanso de paz, un jardín al aire libre, un oasis en una ciudad que ya se ahogaba en un clima turbio y pesado, mezcla del temor y la incertidumbre que generaban los nuevos dueños de la ciudad. Porque los nuevos dueños de la ciudad no se escondían.
A la mañana siguiente, el corazón de Jalalabad era un desfile sin sentido de pick-ups con hombres armados. Barbas, turbantes, Kalashnikovs… la tropa talibán se movía de un lado a otro, daba vueltas a las rotondas, cruzaba una avenida y deshacía el camino. Los fundamentalistas hacían lo único que podían hacer: impartir, a partes iguales, sensación de miedo y sensación de seguridad. Aquella mañana no vimos a una sola mujer con la cara descubierta. Todas, absolutamente todas, iban ya ataviadas con burka.
La placa arrancada
Grabamos el nuevo Jalalabad talibán. Pero nos faltaba algo. La noche anterior recibí un whatsapp del director de En Portada, José Antonio Guardiola: "Si tenéis tiempo, acercaos al hotel Spin Gahr. En dos meses se cumplen los 20 años del asesinato de Julio Fuentes. Los periodistas que estuvimos con él dejamos allí una placa en su recuerdo". El Spin Gahr tiene un amplio jardín a la entrada. Aparcamos el coche. Nacho Villanueva y José Luis de la Torre intentaban enviar la crónica rodada en la frontera la noche anterior.
La velocidad de internet no ha sido nunca demasiado brillante en Afganistán. Pero aquellos días agonizaba. Los talibanes ya habían reducido su capacidad, entre otras cosas, para evitar la difusión en redes sociales de sus últimos atropellos: la disolución, a golpes, de las manifestaciones de mujeres reclamando sus derechos; las palizas y amenazas a periodistas y activistas de derechos humanos; el cierre de las universidades; la prohibición de que las niñas de secundaria acudieran al colegio.
"El dueño del hotel dijo que un grupo de talibanes había arrancado la placa de la pared: es su versión, algo difícil de creer"
Tardamos casi dos horas en enviar una crónica de un minuto y medio. Así que tuve tiempo de sobra para comprobar que aquella placa ya no seguía allí. Los compañeros de Julio Fuentes la encargaron en Jalalabad y la colgaron en la pared exterior del hotel, justo a la izquierda de la entrada principal. Rezaba así: "19 de noviembre de 2001. En Memoria de María Grazia Cutuli (Corriere Della Sera- Italia), Julio Fuentes (El Mundo –España), Harry Burton (Reuters -Australia), Azizullah Haidary (Reuters –Afganistán). Y para todos los periodistas que han muerto en Afganistán. Sus colegas".
El dueño del hotel sigue siendo el mismo. Y él mismo nos confirmó que tiempo después de que se colgara, un grupo de talibanes la había arrancado de la pared del hotel. Es su versión, algo difícil de creer, teniendo en cuenta que por aquella época, los fundamentalistas se habían batido en retirada.
La vieja crónica y la nueva
De camino a Kabul volví a saber de Julio Fuentes por un tweet de Mikel Ayestarán. Mikel entró en Afganistán un día antes que nosotros. Y grabó con su móvil el lugar exacto donde Julio y los otros tres compañeros fueron asesinados aquel nefasto 19 de noviembre de 2001. Revisando aquel tweet llegó el primer control talibán. Apenas llevábamos 10 minutos de carretera. Y volvieron los nervios, la inquietud, la ansiedad que provoca la incertidumbre.
No sabíamos cuántos controles quedaban por delante, y había otra crónica que enviar: un largo sumario grabado mientras un grupo de talibanes revisaba una fila de vehículos en un tramo de carretera junto al río Jalalabad.
Seis controles, cinco horas de viaje y varios intentos de envío después, nuestro coche dejaba a la izquierda un mar de casas de adobe. De frente, la puerta de entrada a Kabul. La capital del Emirato Islámico de Afganistán no estaba para bromas: nos recibió con un mar de polvo en suspensión, un buen atasco, comercios cerrados, muy poca gente en la calle y cientos de talibanes, de nuevo, deambulando sin sentido en sus pick-ups. Con todo eso armamos la crónica de aquel viaje. La crónica que en la redacción de El Mundo esperaban ansiosos veinte años atrás, pero que a Julio Fuentes, desgraciadamente, un grupo de asesinos, no le dejó contar.
*Luis Pérez es corresponsal de guerra de TVE y cubrió el regreso de los tabilanes a Kabul en 2021.
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