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Viendo las reacciones cada vez que un reportero español cae en acto de servicio —David Beriain y Roberto Fraile fueron los últimos—, podría pensarse que estamos en un país que honra y agradece el trabajo de quienes se juegan la vida en los rincones oscuros del mundo. Ocurre todo lo contrario: los medios siguen reduciendo el espacio que dedican a la información internacional, cierran corresponsalías y delegan la responsabilidad de las coberturas en periodistas en precario.
Los mejores reporteros y sus historias rara vez van ya a portada, salvo cuando los secuestran o matan.
Ni un solo periodista español cubrió desde Afganistán la toma de Kabul por los talibanes el pasado verano. Tampoco el golpe de Estado en Birmania a principios de año, seguido por la masacre de cientos de inocentes a manos del Ejército. Cuando viajé a Rangún en 2007 para cubrir la Revuelta Azafrán, mi diario de entonces, El Mundo, llevó mis crónicas a portada durante días. Nada de eso sería hoy posible.
Julio Fuentes fue asesinado en Afganistán sin ser testigo de la decadencia del oficio, pero presintiendo que había empezado. Lo vi por última vez en el Marriott de Islamabad, en noviembre de 2001, antes de que partiera a la que sería su última cobertura. "[A los medios] solo les importa el dinero", me dijo. Hoy miraría con nostalgia a aquellos tiempos.
Una generación de 'idealistas'
Julio fue parte de la generación de reporteros españoles que empezó a viajar en los años 80, tras la caída del franquismo y la llegada de la primavera periodística de la democracia. Como él, otros periodistas se lanzaron a contar las heridas del mundo sabiendo que en la guerra no encontrarían fama (mejor buscarla en la prensa rosa) o dinero (se gana más en el fuego cruzado de las tertulias).
Unos marchaban en busca de aventura, otros estaban enganchados a la adrenalina y los más idealistas querían cambiar el mundo, sin saber que el mundo iba a cambiarles a ellos. Cayeron persiguiendo ese propósito, loco y valiente, algunos de los mejores: Luis Espinal en Bolivia; Juan Antonio Rodríguez en Panamá; Jordi Puyol en Sarajevo; Luis Valtueña en Ruanda; Miguel Gil en Sierra Leona; Julio en aquella carretera maldita entre Tora Bora y Kabul; Julio Anguita Parrado y José Couso en esa guerra mentirosa —¿cuál no lo es?— en Irak; Ricardo Ortega en Haití; David y Roberto en Burkina Faso.
Ninguna historia mereció su pérdida, pero la mayoría vivieron una época en la que su trabajo era valorado por sus audiencias o medios, en ocasiones incluso por ambos. Fueron testigos privilegiados de su tiempo, los ojos de quienes no podían estar ahí. Los encargados de abrírselos a quienes, desde la confortable comodidad de sus sofás, preferían no ver.
Unos se iban por aventura, otros estaban enganchados a la adrenalina y los idealistas querían cambiar el mundo
A veces, las menos, hicieron realidad el necesario autoengaño que empuja a alguien a comprarse un billete al infierno: la idea de que el periodismo, llevado al romanticismo más extremo, puede incluso detener las guerras.
Ya no se cuenta el mundo
¿Cuánto se habría alargado la de Vietnam si las crónicas de los enviados especiales no hubieran cambiado la opinión pública de los estadounidenses? ¿Habrían hecho algo Estados Unidos y Europa en la ex Yugoslavia si el mundo no hubiera sido enfrentado al horror de las masacres y las fosas comunes?
El periodismo nacional, contagiado estos días por la trifulca política que lo consume y polariza, ha dejado de contar el mundo. O lo hace desde un escritorio en Madrid. Entre los medios españoles, solo El País y RTVE mantienen hoy una red de corresponsales digna de ese nombre. Por eso, cuando ocurre un acontecimiento importante, se llega tarde o no se llega nunca. Y por eso, cuando cae Kabul o un nuevo éxodo de refugiados llama a nuestras fronteras, los ciudadanos se preguntan cómo fue posible.
La consecuencia no es solo una ciudadanía más miedosa, intolerante e indiferente, parapetada tras un muro de ignorancia cada vez más alto, sino un relevo generacional truncado que promete agravar esos males. Los jóvenes, con razón, han dejado de ver una salida en el oficio de ir, ver, escuchar y contar. "Lo he intentado, pero es imposible. No es solo el dinero, sino la falta de respeto. En las redacciones ni siquiera responden a tus mails", cuenta uno de los amigos que han arrojado la toalla, tras años de viajes fallidos y frustraciones.
Se pide a las nuevas generaciones que tomen el mismo riesgo que sus mayores, a cambio de nada. Ni siquiera de esa posibilidad de que su trabajo tenga impacto, porque rara vez se le da la relevancia que merece. Y aunque todavía los hay que aceptan el trato, casi nunca encuentran quién descuelgue el teléfono al otro lado, llamen desde Taipéi o Caracas.
EEUU, Alemania o Francia
La excusa de la crisis y el cambio de modelo, con la llegada de internet, se desmonta con mirar a otros países de nuestro entorno. Mientras aquí se desmantelaban las redacciones, se renunciaba a coberturas esenciales y se cerraban corresponsalías, los grandes diarios de Alemania, Francia o Estados Unidos redoblaron su apuesta por el mejor periodismo —The New York Times tiene hoy más corresponsales que nunca en su historia—, conscientes de que solo sobrevivirían invirtiendo en un periodismo por el que mereciera la pena pagar.
La esperanza es que, con años de retraso y obligados por el vértigo del precipicio, los medios españoles sigan al fin su ejemplo y vuelvan a respetar el trabajo de los reporteros. De lo contrario, llegará un momento en que nunca más tendremos que preocuparnos por los que marchan a alumbrar las tinieblas de la condición humana.
A ninguno le merecerá la pena el viaje.
*David Jiménez es exdirector de El Mundo y ha cubierto guerras y catástrofes como enviado especial y corresponsal en distintos países del mundo.