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No le quedaban ni 24 horas de vida, cuando Julio entró exultante al comedor en el que se había citado a cenar con otros periodistas. Aquella noche exhibía una doble sonrisa de felicidad –en los ojos y en los labios- y llevaba pegado al pecho su ordenador portátil como si guardara bajo el teclado el mayor de los tesoros. Esto sólo podía indicar una cosa para quienes le conocían bien: tenía una exclusiva y acababa de enviarla a su periódico para publicarla al día siguiente.
Era un 18 de noviembre de 2001, en Jalalabad. Fue lo que pensó José Antonio Guardiola, enviado especial de TVE a Afganistán y asistente a la cena. Así lo recuerda 20 años después en uno de los artículos que publicamos en este especial de EL ESPAÑOL / Porfolio, dedicado al compañero y amigo asesinado en el país asiático, allí donde las guerras se suceden como en un tasbih (rosario musulmán) interminable.
Julio sabía que había conseguido una exclusiva, que su querido periódico, El Mundo, la llevaría a portada el día siguiente (Al Qaeda abandonó en una de sus bases 300 ampollas en cajas etiquetadas como gas sarín, titulaba en primera página), pero ignoraba que sería su última crónica. La muerte le esperaba el 19 de noviembre al doblar una curva en el puente de Pul-i-Estikam, camino de Kabul, la capital de Afganistán recién conquistada a los talibanes por las tropas americanas y la llamada Alianza del Norte.
Como contó un año después de los hechos la periodista Mónica García Prieto, el viaje comenzó muy temprano. Julio, su marido y compañero, estaba exhausto tras 45 días de trabajo en la zona, entre Pakistán y Afganistán, afectado por una gripe asiática que no lograba quitarse. Pero si estaba allí, era para llegar cuanto antes a Kabul.
"Llevaban viajando unas dos horas. El resto de coches de prensa se había distanciado. En el puente de Pul-i-Estikam, una decena de hombres, ataviados con turbantes, salió de las piedras y les obligó a parar…". Narra Mónica que la primera vez que le partieron al bravo periodista la nariz de un culatazo con un fusil de asalto fue en El Salvador.
Estaba vez, aquel 19 de noviembre de 2001, además del culatazo hubo balas. "Tres disparos acabaron con la vida de Julio: uno en la cara, otro en el cuello y un tercero en el hombro derecho. Sólo el primero, que le destrozó la nuca, según la autopsia, fue mortal", describía García Prieto en una crónica in situ desde el lugar de los hechos, con la precisión de quien quiere extirpar su dolor con palabras y publicarlas para mostrar al mundo el salvajismo en que vivía y vive Afganistán.
El ordenador que el profesional estrechaba contra su cuerpo, no fuera a ser que le robaran la exclusiva, fue puesto a la venta por los forajidos asaltantes, así como las gafas de marca ensangrentadas de la periodista del Corriere de la Sera Maria Grazia Cutulli, amiga y compañera de viaje del periodista español y asesinada en la misma emboscada.
Quienes conocimos a Julio Fuentes sabíamos bien que el periodista madrileño tenía dos debilidades, las exclusivas y la defensa de los débiles. Ambas razones (si así se puede llamar a la primera de ellas, al afán de poner en riesgo tu vida por contar algo antes que los demás), hacían de Julio Fuentes un periodista infatigable e insobornable en su decisión de denunciar la fealdad, la crueldad y las injusticias de las guerras.
Cubrió conflictos en América Central, como en El Salvador, donde le partieron por primera vez la nariz; en los Balcanes, que le inspiraron para publicar en 1997 uno de sus libros, Sarajevo, Juicio Final; también estuvo en la guerra en Irak, donde un soldado desertor se le rindió confundiéndolo con un militar americano ("soy periodista; él no entendía, se acercaba a mí con miedo, levantando las manos y gritándome que se rendía", escribió después el enviado especial).
"Cuando este periódico llegue a los quioscos, tres nuevos bebés habrán muerto. No les matará una granada. Perecerán en la incubadora por falta de fluido eléctrico".
En sus crónicas de guerra siempre había continuas referencias al eslabón más frágil en todos los conflictos, los civiles y, especialmente, los niños.
"Cuando este periódico llegue a los quioscos, tres nuevos bebés habrán muerto. No les matará una granada. Perecerán en la incubadora por falta de fluido eléctrico", escribía en 1992 desde Osijek (Croacia). Uno de ellos no fue, afortunadamente, el futbolista Luka Modric, que tenía entonces 7 años, pero quizás sí un primo suyo.
Cumplir con su trabajo
¿Qué pensó Julio Fuentes aquel 19 de noviembre al tener la certeza de que iban a matarlo de camino a Kabul? Es una pregunta capciosa por incontestable. Sí dejó escrito en otra crónica sobre la profesión lo siguiente: "Lo primero es cumplir con mi trabajo, no descansar hasta que doy con la noticia propia, esa que uno tiene que buscar a pesar de cualquier peligro".
La noticia de la muerte de Julio Fuentes la narra quien era su director en El Mundo, Pedro J. Ramírez, en Palabra de director, su libro de memorias publicado esta misma semana. "Recogimos los féretros en la base militar pakistaní de Chakala, muy cerca de Islamabad (…). El ataúd de Maria Grazia estaba recubierto por una bandera italiana; el de Julio, por unas cintas rojigualdas que pretendían remedar la enseña española".
"Mi relato de aquel viaje –cuenta Pedro J. Ramírez 20 años después- incluyó la reflexión compartida con Ferruccio de Bortoli, mientras sobrevolábamos la península arábiga, tierra de Bin Laden y crisol de su pureza asesina". Bortoli era el director del Corriere, el periódico italiano en el que trabajaba Maria Grazia.
Ambos periodistas reflexionaban sobre lo acontecido desde el 11 de septiembre de 2001, cuando los integristas musulmanes estrellaron sus aviones contra el Pentágono y las dos torres del World Trade Center, el presidente Bush declaró la guerra a Al Qaeda y bombardeó y ocupó Afganistán. La guerra relámpago, nombrada como Operación Libertad Duradera, comenzó el 7 de octubre y el 17 de diciembre los talibanes habían perdido todo el poder.
Pero no hay guerra sin víctimas inocentes. "Para nosotros ha sido como si cayera una tercera torre. La que teníamos más cerca". "En esta guerra, la primera víctima no ha sido la verdad, sino los encargados de contarla", se decían Ramírez y Bortoli, el uno a otro.
Efectivamente, el asesinato de Julio Fuentes cayó sobre el ánimo de la profesión periodística española como si fuera una de las torres que se llevaron por delante más de 3.000 vidas en Nueva York.
Fuentes era un compañero muy querido y respetado, con ese punto enigmático y profundo que atraía a quienes tratábamos con él. Era de esas personas poco abundantes por privilegiadas en las que la profesión, la pasión y la pureza en sus propósitos se funden en una suerte de noble santísima trinidad. Más que la fama o el dinero, los dos motores que mueven tantas vidas, lo que Julio amaba era ir, ver y contar lo que estaba pasando lejos, incluso por encima de su propia vida.
El asesino directo de Julio Fuentes confesó su crimen en agosto de 2004. Reza Khan, así se llamaba, admitió haber disparado sólo contra uno de los cuatro periodistas muertos en el asalto. "Disparé contra un hombre viejo", dijo Khan. Se refería a Julio, que tenía entonces 46 años. En Afganistán la vida vale poco y si tienes suerte y sobrevives debes parecer viejo a tan temprana edad. Veinte años después, el país de las guerras no ha cambiado tanto.
En Afganistán la vida vale poco y si tienes suerte y sobrevives debes parecer viejo a los 46 años.
Tan poco ha cambiado que los talibanes han vuelto al poder. Julio quería llegar a Kabul para contar desde la capital la victoria sobre los integristas de la Alianza Norte, comandada por los americanos. Y el periodista de TVE Luis Pérez, quien también escribe en este especial, ha estado allí hace unas semanas para cubrir el ritornello coránico que oprime de nuevo a los afganos y, sobre todo, a las afganas.
El kalashnikov (Fuentes tenía en su casa dos fusiles oxidados como recuerdos de guerra) y la horca mandan de nuevo en Afganistán. En la horca acabó su asesino. Disparó, cómo no, con un kalashnikov.
En el año 2000, meses antes de su último y definitivo viaje como corresponsal de guerra, el periodista publicó un libro con su tercera obsesión, además de la profesión y los débiles: la libertad.
Se tituló Rebelión y se desarrollaba a finales de siglo XXI, concretamente en la Nochevieja de 2099. Se trata de una obra distópica –como se dice ahora- en la que Bruselas se ha convertido en una especie Imperio Romano y en la que los eurócratas se han hecho con todo el poder gracias a la conjunción de intereses de burócratas, ejércitos y medios de comunicación. Con una ácida crítica sobre las apuestas informativas de los medios de comunicación y su administración escribe el ex corresponsal de guerra y periodista David Jiménez en este especial dedicado a su colega Julio Fuentes.
En Rebelión sólo unos pocos ciudadanos luchan por restaurar las antiguas naciones europeas y las lenguas abolidas por los eurócratas.
Al soñador Julio Fuentes le preocupaba tanto la libertad, como buen periodista que era, que entre guerra y guerra era capaz de trasladar sus miedos contra la opresión hasta el siglo XXII. No sabía que para él todo acabaría el 19 de noviembre de hace 20 años.